El semblante de Fátima cambia por completo, y su rostro se arruga mientras procesa mi respuesta. Sabiendo lo unidos que somos Johann y yo, Fátima esperaba —o eso imagino— que me pusiera a pelear con ella, que pasáramos toda la noche gritando como dos loros de diferentes colores encerrados en la misma jaula. Pero mi intención no es seguirle la corriente, sino acabar con los obstáculos que puedo llegar a tener.
—¿Excelente? ¿A qué te refieres con «excelente»? —me interroga, tapándose la boca con una mano. Su tono refleja incredulidad—. ¿Quieres decir que, por esta única vez, me obedecerás?
—¡Hm! ¿¡Sí!? ¿Por qué no lo haría? —le contesto, enarcando una ceja y añadiendo un ligero tono desafiante—. Johann es mi mejor amigo y todo, pero si tú dices que no debo verlo más, lo haré. Después de todo, eres mi madre y puedes ver cosas que yo no puedo ver, así que... estoy bien con tu decisión.
—¿Te estás burlando de mí, Dakota? —bufa, poniéndose recta mientras me señala con un dedo acusador—. Mira, no me molesta que no hagas lo que te pido, pero no voy a permitir que te estés burlando de mí. ¡Eso sí que no!
—Calma, que no me estoy burlando de ti. Te lo digo en serio. Si no quieres que esté cerca de él, lo haré, no tengo problema con eso. ¿Ya me puedo ir a mi habitación, señora Kuznetsov? De verdad me urge ir a mi cuarto para estar sola, aunque sea un rato.
—Está bien, Dakota. Ve a tu habitación. Yo estaré haciendo la cena, por si quieres algo de comer —me contesta, suavizando los gestos de su rostro y relajando su semblante sin que estos dejase de estar del todo tenso al igual que su voz—. ¿Sabes? Si eso es lo que quieres, ve. No tengo problema con ello. Ve a descansar, hija. Has tenido un día difícil, como todos los que hemos tenido que vivir esto.
—Claro, madre... Gracias —respondo, dándole una leve sonrisa antes de marcharme hacia mi habitación.
Ella me señala el pasillo con la mano, un gesto breve pero claro que interpreto como el permiso que necesito para retirarme. Sin decir una sola palabra, giro sobre mis talones y empiezo a caminar. A medida que avanzo, siento la tensión en mi cuerpo comenzar a disiparse, pero solo un poco. Al llegar al pasillo, mis pasos se vuelven más rápidos, casi instintivos. Un impulso inexplicable me lleva a apurarme, casi como si temiera que alguien me llamara de vuelta para arrastrarme de nuevo a la incomodidad de aquella escena tensa en la sala.
Al llegar a las escaleras, comienzo a subirlas con agilidad, cada paso resonando ligeramente en el ambiente aún cargado de silencio. Cuando alcanzo la mitad del tramo, me detengo de golpe y me inclino hacia las barandas. Algo me hace girar la cabeza hacia la planta baja; quizá sea el silencio, ese extraño y pesado silencio que no encaja con lo que esta casa solía ser. Esta casa, que en otros tiempos resonaba con música estridente y las voces amenas de sus habitantes, ahora parece haber quedado muda. Incluso el eco de mis propios pasos se siente ajeno, como si perteneciera a otro lugar.
Desde las barandas puedo ver a Fátima cruzar el salón con pasos pausados, su figura rígida avanzando hacia la cocina. Mi hermano menor, Azaquiel, la sigue a cierta distancia, llevándose una mano a la mejilla donde todavía debe sentir el ardor de la cachetada que recibió momentos atrás. Mientras camina, parece perdido en sus pensamientos, pero de pronto gira la cabeza y me mira. Hay algo extraño en su mirada, como si estuviera intentando descifrar qué hago ahí parada, observándolo desde las alturas. Sin embargo, no dice nada, y tras unos segundos desvía la vista, decidiendo que mi presencia no merece mayor atención. Finalmente, entra en la cocina detrás de Fátima, cerrando la puerta tras él.
El sonido de la puerta cerrándose me devuelve a la realidad. Con ellos ocupados en la cocina, me siento más tranquila. Termino de subir los escalones a un ritmo más relajado, dejando que mi respiración vuelva a un estado normal. Mientras avanzo, saco de mi sujetador un pequeño teléfono de repuesto que llevo escondido. El dispositivo, frío al tacto, se siente extraño en mis manos, pero también es reconfortante tenerlo. Es mi forma de sentirme conectada al exterior, incluso cuando todo parece tan confuso.
Al llegar a la puerta de mi habitación, me detengo un instante. Con cuidado, coloco una mano en la manija y la levanto ligeramente para evitar que el viejo mecanismo rechine. Empujo la puerta despacio, lo suficiente como para colarme dentro sin hacer ruido. Una vez adentro, cierro la puerta detrás de mí, girando la llave con cautela. Solo cuando estoy completamente segura de estar sola, me permito encender la luz, llenando el espacio con un resplandor suave que disipa las sombras acumuladas durante el día.
La habitación, aunque familiar, me recibe con una sensación extraña, como si no la hubiera habitado en años. Mis ojos recorren cada rincón, buscando algo que no sé si encontraré. Las cortinas pesadas cuelgan sobre las ventanas, bloqueando la vista del exterior. La cama está impecablemente tendida, pero parece que nadie la ha tocado en días. Sobre el escritorio hay una pila de papeles, algunos libros abiertos y un bolígrafo abandonado justo en el borde, como si alguien lo hubiera dejado caer en medio de un pensamiento interrumpido.
Suspiro y camino hacia el escritorio, dejando el teléfono sobre la superficie antes de dejarme caer en la silla. Durante unos momentos, simplemente me quedo ahí sentada, sin hacer nada. El sonido lejano de las voces en la cocina me llega de manera amortiguada, como si proviniera de otro mundo. Cierro los ojos e intento concentrarme en mi respiración, buscando un momento de paz en medio de todo el caos que ha sido este día.
Pero mi mente no me da tregua. El recuerdo de los eventos recientes vuelve a invadirme: la discusión en la sala, la tensión palpable, el golpe en la mejilla de Azaquiel, el rostro rígido de Fátima. Todo parece tan surrealista, como si no pudiera encajar en la realidad que conocía. Y luego está Johann, su risa, sus caricias, la manera en que siempre logra aliviar mi carga aunque sea solo por un instante. Su imagen me trae un leve calor al pecho, una chispa de algo que se siente a la vez reconfortante y doloroso.
Miro el teléfono sobre el escritorio, como si esperara que de alguna manera me ofreciera las respuestas que necesito. Paso los dedos sobre la pantalla apagada, dudando si debo encenderlo. Pero antes de decidirme, me levanto de la silla y camino hacia la ventana. Corro un poco las cortinas, dejando que entre una línea delgada de luz de la calle. La noche se ha apoderado del cielo, y la lluvia que cayó más temprano ha dejado el asfalto reluciente bajo las farolas. Todo parece tan tranquilo allá afuera, tan en paz, que por un momento siento que podría escapar simplemente mirando.
Finalmente, me aparto de la ventana y regreso al escritorio. Me dejo caer nuevamente en la silla, con un suspiro que parece venir de lo más profundo de mi ser. Este día, este lugar, todo se siente como un peso que llevo sobre mis hombros, pero no sé cómo soltarlo. Y así, entre pensamientos confusos y emociones encontradas, dejo que el silencio de la habitación me envuelva una vez más.