La puerta cruje al abrirse, dejando que la oscuridad devore el pequeño espacio en el que nos encontramos. El aire está cargado con un olor rancio, una mezcla de madera vieja, polvo acumulado y humedad atrapada entre las grietas de las paredes. La primera en cruzar soy yo, y en el instante en que lo hago, siento cómo los hilos pegajosos de la telaraña se adhieren a mi rostro. Son finos pero resistentes, y al intentar apartarlos, no hacen más que pegarse con más fuerza a mi piel. La sensación es sofocante, como si una red invisible tratara de envolverme en su abrazo asfixiante. Mi instinto me obliga a sacudir la cabeza, y en el proceso, mi cabello se impregna con el extraño pegoste suspendido en el aire. La sustancia es densa, casi viscosa, como si el tiempo hubiese dejado residuos flotand

