—¿¡Qué quieres que yo haga qué!? —enarco una ceja con incredulidad, mi mirada afilada como una navaja cortando el aire entre nosotros—. ¡No meteré al anciano en el ataúd de mi padre! Me niego.
Las palabras salen disparadas de mi boca antes de poder moderarlas, cargadas de furia y desconcierto. Johann reacciona como si lo hubiese despertado de un trance, un leve sobresalto sacudiendo su cuerpo. Parpadea frenéticamente, sus pensamientos desenredándose a la fuerza. Luego arruga la nariz con disgusto, intentando encontrar una respuesta mientras yo, con una postura firme, lo señalo con el dedo índice, como si eso hiciera mi negativa aún más absoluta.
—... Se ve que me conoces —dice al final, su voz una sombra de lo que fue su entusiasmo inicial—. Entonces dejemos todo esto como está y volva
