El sueño me arrastra, profundo y denso, como si mi cuerpo finalmente se hundiera en una oscuridad que no tiene fondo. Pero no dura mucho. Algo me arranca de ese estado, un destello, una luz anaranjada que inunda la habitación, vibrando en el aire como si no perteneciera del todo a este mundo. Desorientada, abro los ojos con dificultad. Mi cuerpo pesa más de lo normal, como si la gravedad misma me empujara hacia el colchón, negándose a soltarme. Pero tengo que moverme. Algo no está bien. Me giro con esfuerzo, buscando la fuente de la luz. Y entonces me golpea. La lámpara de noche, encendida sin aviso, proyecta su resplandor directamente a mi rostro, cegándome por completo. Me siento atrapada entre el sueño y la vigilia, una brecha borrosa donde el tiempo parece moverse en otra frecuencia

