Al verla levantarse con ese gesto sereno y pausado que parecía envolver la sala con una quietud reconfortante, me sentí aún más extraña en aquel entorno desconocido. No había pasado mucho tiempo desde que llegué, pero el silencio compartido, la calidez de los cojines y el aroma tenue a canela y madera vieja empezaban a tejer una especie de refugio improvisado alrededor mío. Ella, con esa mezcla de firmeza y ternura que sólo algunas mujeres mayores saben dominar, se estiró levemente mientras alisaba la falda que llevaba puesta, y luego, mirándome con ojos atentos y amables, pronunció con voz suave pero decidida: -Voy a buscarte algo de ropa para que puedas taparte lo mejor posible, ¿sí? Asentí con un gesto apenas perceptible, incapaz de articular palabra por la extraña mezcla de timidez y

