Lo único que escucho es el crujido seco de sus manos al tomar cualquier objeto, seguido por un gruñido de desagrado y, unos instantes después, el impacto contra el suelo. Papel rasgado. Cerámica fracturada. Porcelanato quebrado. Tela arrugada. Todo lo mío se convierte en escombros a su paso, reducido a un desastre que parece no importarle en lo más mínimo.
No hay razón para que esté hurgando entre mis cosas. Nada en mi cuarto le pertenece, pero su necesidad de explorar—o, mejor dicho, desmantelar—es innegable. Su mirada inquisitiva se clava en cada objeto antes de descartarlo con indiferencia, lanzándolo al aire con un movimiento de muñeca preciso y despiadado. Mi santuario privado, mi refugio, ahora es un campo de ruinas, y todo por su insaciable impulso de revisión.
A pesar del ardor e
