Ella me abraza sin pedirme explicaciones, como si entendiera que, a veces, lo único que puede sostener a alguien al borde del colapso es el peso cálido de un cuerpo cercano. Hundida en su pecho, escucho con claridad los latidos acelerados de su corazón. Golpean como tambores nerviosos en medio del silencio del salón. Está alterada. Algo más allá de mis palabras-o quizás a causa de ellas-ha desatado una inquietud que apenas logra disimular. Percibo que esto es más grave de lo que había imaginado, más profundo, como si estuviéramos siendo arrastradas por una corriente invisible que no habíamos visto venir. —¿Dakota? —su voz me llama desde lo alto, con esa mezcla de ternura y reproche que solo una madre puede usar—. ¿Tú sabes que en el noticiero hablaron sobre lo que le pasó al sepulturero?

