Me acerco a la figura trazada en el suelo, una imagen que, de inmediato, despierta en mí una sensación extraña, ajena, como si el espacio mismo rechazara mi presencia.
Las coloco suavemente al lado, intentando no alterar nada, como si el más leve movimiento pudiera desencadenar una reacción impredecible. Luego, retrocedo hasta sentarme en el borde de un escalón, desde donde puedo observarlo todo con distancia, como una testigo incapaz de comprender lo que sucede ante mis ojos.
Mi mirada vaga sin rumbo, perdida en el vacío, y por un instante, todo parece diluirse hasta que mi visión se distorsiona. Es el pentagrama. Algo en él me atrapa, me obliga a enfocarme. No es el típico símbolo que cualquiera reconocería al instante. No. Su forma es extraña, irregular, casi orgánica. Y entonces, co
