Me despierto en medio de un silencio que, lejos de reconfortarme, me envuelve con una sensación de vacío absoluto. No sé cuánto tiempo ha pasado desde que vi aquella cosa tan rara. Mi mente se encuentra envuelta en una neblina espesa, como si los recuerdos estuvieran atrapados detrás de un velo imposible de descorrer. El dolor es lo primero que registro con claridad: un latido constante, palpitante, que recorre cada músculo, cada hueso, como si mi cuerpo entero se hubiera convertido en una herida abierta. Intento moverme. Apenas consigo girar el cuello unos centímetros antes de que una punzada aguda me atraviese el costado. Gimo, bajo, como si temiera que alguien —o algo— me oyera. No entiendo cómo sigo viva después de lo que pasó. Todo parece un mal sueño desdibujado, pero el dolor es de

