Estando aún en el suelo, me rehúso a rendirme. Siento cómo el frío del piso se me cuela por la espalda, como si la casa misma quisiera absorberme y esconderme del ser que tengo delante. Con un grito mudo que se atora en mi garganta, intento zafarme de su agarre. Mis manos se aferran al marco de la puerta, a la alfombra, a cualquier borde áspero que pueda ofrecer resistencia, mientras mis piernas se retuercen en vano por liberar mi brazo. Pero él, impasible, sólo me mira. Y esa mirada... No tiene enojo. No tiene interés. No tiene absolutamente nada. Es vacía como un pozo sin fondo, y verla tan de cerca hace que me hierva la sangre de frustración. Su expresión no se altera ni un ápice, y lo que debería ser la furia ardiente de una pelea se convierte en una escena patética en la que yo, po

