El pánico me sube por la garganta como una marea helada. Me incorporo lentamente de mi asiento, con movimientos casi felinos, tanteando el suelo con los pies como si temiera que, de un momento a otro, el pasillo se deshiciera bajo mí. El bus avanza en silencio sepulcral, pero algo en el ritmo del motor me resulta antinatural, como el tic de un reloj fuera de compás. Miro a mi alrededor; los otros pasajeros no reaccionan. Sus cuerpos permanecen rígidos, sus rostros aún cubiertos por esa bruma tenue que disfraza sus emociones.
Conteniendo la respiración, camino con pasos cortos hacia el botón de descenso. Cuando lo presiono, no se escucha el familiar “clic”, ni la luz roja se enciende en el tablero. Sólo el sonido hueco de la nada. Alzo la vista hacia el espejo retrovisor, buscando los ojos
