Donde todo empezó
Aldea Ravenswood, Virginia. 1692
La noche envolvía a Ravenswood como un manto pesado, sofocante. El viento silbaba entre las ramas desnudas, llevando con él un presagio oscuro que parecía calar en los huesos de quienes aún permanecían despiertos. En el límite de la aldea, lejos de las murmuraciones que nunca descansaban, una pequeña cabaña ofrecía su tibia luz al corazón de tres mujeres que, ajenas a su fragilidad, compartían una fortaleza que las unía en silencio.
Isabel Campbell, con apenas 22 años, llevaba sobre sus hombros el peso de una vida que no había sido indulgente. Su cabello oscuro caía en ondas desordenadas mientras sus hábiles dedos giraban un cuenco con cuidado.
—No tan rápido, hija— murmuró Agnes, su abuela, con esa voz áspera que era un bálsamo para Isabel. Eleanor, su madre, suena apenas desde su rincón junto al fuego de la chimenea que nunca se apaga.
—No todos los días se puede comer un estofado tan bueno— dijo Isabel, tratando de animar la velada. La sonrisa de su madre fue fugaz, como si la preocupación que llevaba en el corazón la vigilara siempre. Isabel sabía que Eleanor escuchaba los rumores que se arrastraban como serpientes por la aldea. No tenían nombre, pero sí un objetivo: ellas.
La vida en Ravenswood nunca había sido fácil, pero últimamente las miradas eran más largas, más frías, como si los aldeanos esperaran algo. En el fondo, Isabel también lo sabía. No eran como las otras familias; no encajaban en los moldes de mujeres obedientes y devotas que los hombres deseaban. Eran sabías, sí, pero no eran brujas como los demás pensaban.
Había una persona que lograba apartar esos temores, al menos por un instante. Desde niños, Lincoln había sido el refugio de Isabel. Cada risa compartida bajo el sol, cada secreto confesado bajo las estrellas, había tejido entre ellos un lazo que ni los años ni los prejuicios del pueblo habían logrado romper. El, era la única persona que la veía realmente, más allá de las palabras de los demás.
Esa noche, mientras Isabel recordaba la última vez que lo había visto, con esa sonrisa torcida y la camisa manchada de tierra tras un largo día de trabajo, el aire parecía volverse más pesado.
Un golpe seco en la puerta interrumpió sus pensamientos. Los tres pares de ojos en la cabaña se alzaron al unísono.
—No abras.— susurró Eleanor, pero Isabel ya estaba de pie. No había miedo en su mirada, solo una mezcla de curiosidad y alerta.
—¡Isabel Campbell, Eleanor Campbell, Agnes Campbell! ¡Salgan ahora mismo!—, rugió una voz desde el exterior. El sonido de los pasos y el crujir de la madera bajo el peso de los hombres no dejaba lugar a dudas. Habían venido por ellas.
Isabel sintió cómo la cena en su estómago se convertía en un nudo de hierro.
—¡No tienen derecho!— dijo la más joven entre dientes, aunque sus manos temblaban. Su abuela le puso una mano en el hombro, firme, casi imperceptiblemente temblorosa.— ¡No molestamos a nadie, somos unas simples y pobres mujeres que luchan por sobrevivir a sus injusticias!
La voz furiosa y rota de Isabel enfureció a los hombres que patearon con más fuerza la precaria puerta de su humilde hogar. La madera crujía, casi a punto de ceder. Destrozada.
Cuando la puerta se abrió, los hombres entraron como una tormenta, barriendo con la paz que ellas habían intentado preservar. El forcejeo fue breve, pero humillante. Los ojos de los hombres estaban llenos de una mezcla de miedo y odio, como si sus manos sujetaron no a tres mujeres, sino a demonios encarnados.
Destruyeron todo a su paso, frascos con hierbas secas, cuencos con cremas y emplastos. Las velas tumbadas por el arrebato de los agresores generaron un incendio, uno que las dejaría sin nada. El aire se llenó del olor a humo y hierbas chamuscadas, un recordatorio cruel de los secretos y los cuidados que habían habitado en aquella cabaña.
Entre los murmullos que resonaban fuera de la cabaña, una voz aguda cortó el aire:
—¡Las vi! ¡Las vi conjurar el mal para hacerme daño!—Era Margaret Thompson, su mirada chispeante de rencor y resentimiento injustificado hacia la más joven. Su voz resonó como el eco de un grito de guerra, galvanizando a la multitud. —¡Las mujeres de esta cabaña han vendido su alma al diablo!
Levantó la manga de su vestido y enseño unos puntos rojos, claramente tenía una reacción alérgica en la piel.
Isabel sintió que el mundo se desmoronaba a su alrededor. La rabia, la confusión, el dolor la invadieron. ¿Por qué? ¿Por qué era tan fácil para Margaret distorsionar la verdad? Su mente corría, buscando respuestas, pero todo lo que encontró fue el frío hielo del temor. Las imágenes de sus días en la cabaña, llenas de risas y aromas de hierbas, se desvanecían rápidamente, dejando un vacío inmenso que se llenaba de gritos y amenazas.
La madre de Isabel, Eleanor, se adelantó, su figura temblorosa pero firme, como un roble frente a la tormenta. Fueron empujadas fuera de la cabaña para evitar ser quemados en el interior con violencia innecesaria
—¡No pueden hacer esto! ¡No hay pruebas!— Pero su voz se ahogó entre los gritos de la multitud, que reclamaba justicia, justicia que era, en realidad, un deseo de venganza.
El pastor, un hombre de rostro severo y ojos que parecía haber olvidado la compasión, alzó la mano.
—Se hará justicia. Estas mujeres serán llevadas ante el juicio de Dios. —La sentencia era clara y devastadora.— Su palabra no vale nada contra la de una respetada mujer entre nuestros habitantes. ¡Llévenlas al calabozo!
El sonido de cadenas y pasos pesados resonó en el aire, intensificando el pánico que se apoderaba de Isabel. La confusión se transformó en pánico cuando los hombres las apresaron, sujetando sus brazos con fuerza. Isabel luchó, pero su fuerza no era nada frente al odio de la multitud. Fue llevada a la fuerza a un calabozo oscuro y húmedo, donde la tiraron al suelo como basura, junto a su madre y su abuela.
La oscuridad del calabozo era abrumadora, un silencio opresivo que solo se veía interrumpido por los sollozos de su familia. No hace más que llorar, mientras las paredes de piedra parecían cerrarse a su alrededor. No eran culpables de ninguna brujería, no adoraban al diablo, no le hacían daño a nadie. Ellas ayudaban a quienes llegaban a su cabaña, personas que no podían pagar a un sanador, a cambio de comestibles o velas. No eran brujas, eran mujeres especiales.
Isabel cerró los ojos, recordando cada rostro que había cruzado el umbral de su hogar en busca de alivio. No podía entender cómo el amor y la compasión podían ser tan fácilmente convertidos en motivos de condena. El eco de las palabras de Margaret seguía resonando en su mente, una maldición que se cernía sobre ellas como un manto de sombras. Pero en el fondo de su corazón, una chispa de resistencia comenzaba a brillar. No se rendiría tan fácilmente. No dejaría que el fuego de la injusticia consumiera su vida sin luchar y alzaria su voz de ser necesario para ser escuchada.
Pero el golpe de la realidad la sacudió con fuerza, toda la aldea murmuraba sobre ellas y no las querían cerca. Nadie iba a darles un segundo de atención.
—Mamá, abuela—susurró Isabel, su voz temblorosa pero decidida—. No quiero morir, no quiero que mi vida termine sin siquiera haber comenzado.
Ambas mujeres levantaron la mirada, sorprendidas por el miedo en la voz de su hija. A medida que la oscuridad los envolvía, comenzó a murmurar palabras de consuelo y esperanza, recordando el amor que siempre las había unido, un amor más poderoso que cualquier condena.
—No morirás, cariño. — La suave voz de su madre era segura, aunque no tenía certeza de que su única hija podría ser salvada de las manos de los injustos, del sistema patriarcal que las oprimía. — Somos inocentes.
Su madre acariciaba su cabello con ternura, tal cual lo hacía cuando Isabel era pequeña relajándola unos minutos al menos.
Juntas, se prometieron que no se rendirán, que lucharán por su libertad y por la verdad. La noche era oscura, compartían ideas de cómo defenderse. Pero hicieron silencio cuando las fuertes pisadas de alguien se acercaba a ellas.
—Mi amor, intentaré sacarlas de aquí. — La voz conocida del hombre llegó primero a Isabel, después la figura masculina frente a los barrotes en la oscuridad. Era Lincoln, y la joven se puso de pie para acercarse a su amigo, el amor de su vida, su compañero.