Capítulo 1: Emma
I
Escuchaba de boca de un doctor, unas palabras complejas que ningún ser humano fuera del gremio médico entendería, y que confundían a la buena anciana a quien iban dirigidas. No era ese su problema, aun así, seguía mirándolos con algo de compasión por la señora mayor que movía la cabeza aceptado lo dicho, siendo claro que ella tampoco comprendía una sílaba. Emma no tenía nada mejor que hacer mientras esperaba por su llamado para ingresar al consultorio a hacerse la revisión pertinente, misma que debería llevar el resto de su prostituta vida.
Y era así, porque ella era una de las que se ganaba el pan diario con su cuerpo, y a su vez era una de las pocas que amaban su trabajo, sin embargo, no se trataba de aquellas que se plantaban coquetas en una esquina a esperar, a Emma la llamaban y citaban con previo aviso, pues tenía más clase y estilo que las tantas cualquieras de la calle, como las llamaba. Su cuerpo era tan deseable como perturbador, pues adornaba toda aquella lujuria desbordante, una enorme cicatriz en medio de los pechos que le llegaba hasta el ombligo. El accidente que tuvo años, muchos años atrás cuando las manos ásperas de un hombre aún no la tocaban, la partió en dos, casi en todo sentido.
—«Emma Davis, por favor, al consultorio 7, Emma Davis, consultorio 7» —escuchó su nombre por los alto parlantes, era ya la hora del tedioso chequeo al que debía someterse per saecula.
Al entrar, Emma vio con antojo a su siempre discreto doctor de brazos tan fuertes y con ese peinado perfecto. Debía lucir en todo momento muy prolijo, con su barba afeitada y simétrica. Ella pensaba y se reía muy por dentro, del impacto que causaría a sus demás pacientes si lo observaran cuando jadeaba como un perro sobre su cuerpo, hombre siempre muy salvaje, pero también de corta duración.
Él le sonrió y le pidió que tomara asiento. A Emma se le hizo un poco extraña la frialdad con la que le trataba. Ellos habían estado en la cama muchas veces como para que ahora quisiera ponerse la venda de la indiferencia. Se molestó un poco la chica y se sentó de mala gana en la silla incómoda al otro lado del escritorio. Esta vez ella no cruzaría las piernas para que se vieran largas y bronceadas, ni abriría su blusa para dejar algo de su corpiño al descubierto. Si él quería jugar al niño bueno pues jugaría igual.
—Emma, me temo que las noticias que te tengo hoy no son tan agradables. Como sé que no te gusta que se vayan por las ramas, te lo diré sin tapujos. Tienes una infección que debe ser tratada, creo que sabes a qué tipo me refiero. No es nada tan riesgoso, no obstante, para que no se haga mayor el problema, deberás dejar tu actividad s****l por al menos un mes. Mientras, veremos cómo evoluciona tu infección. Es peligroso para ti y para los otros.
—Para eso existen los condones —respondió ella, de forma tan fría y despiadada como creyó que hablaba el hombre.
—No lo entiendes, de seguir así con protección o no, puedes tener una enfermedad más difícil de curar. Por favor, Emma, debes cambiar un poco tu alocada vida.
—Eso también va a perjudicarlo a usted, buen señor —susurró la mujer acercando su cuerpo con lentitud hasta toparse con el borde del cristal del escritorio. Luego sonrió perversa y, el hombre, bajó la mirada algo acongojado. Él había intentado en serio tener una relación con esa mujer que era un volcán, pero era imposible hallar el camino a su corazón si es que acaso lo tenía. Ella, solo dejaba al descubierto sus piernas.
—Emma, esto es muy serio. Además sabes que no te puedo tratar con cualquier medicamento, tú ya tienes encima un historial muy grave, por favor.
—En todo caso, ¿de qué esperas que viva este mes? Los hombres pagan por revolcarse conmigo, no por charlar ¿no lo recuerdas?
—De eso también deseaba hablarte. Hay un trabajo que puedes hacer que no parece muy exigente y que no involucra el sexo para nada.
Emma escuchó de la boca del médico la insólita oferta y se echó a reír. Eso que le estaba proponiendo era imposible: Un viejo millonario quería compañía para su hijo, pero la palabra «compañía» tenía implicaciones exclusivas de nada más que eso, como las que podría ofrecer un buen perro o un gran televisor, sin nada íntimo involucrado. La paga era absurdamente alta, así que todo debía ser una farsa, seguro al final ella debía compartir la cama con todos los hombres de esa casa.
Pero, aunque ridícula e inverosímil, la historia era real. Steven Lennox, el hombre al que debía cuidar, era el joven Presidente de una empresa de inversiones, que debido a una condición muy grave en su salud ya no pudo salir de su casa jamás, solo por lapsos muy cortos y para hacerse revisiones de salud. No vivía más que con viejas amas de llaves y Emma no sería la primera en obtener ese trabajo, ya muchas lo habían intentado antes, pero siempre todo terminaba mal. Steven trabajaba desde casa, no obstante, la soledad, a veces no se convertía en la mejor consejera.
Emma veía eso como algo muy ridículo. Una infección, un trabajo cuidando a un niño rico que de seguro era un arrogante de lo peor, quedaba claro que ese no era su día. Un mes sin poder dormir con nadie… aun así, la oportunidad de recibir ese dinero no le iba a caer mal, así fuese una semana que resistiera, le pagarían. Ella no tenía nada que perder y veía todo aquello como una aventura, como esa oportunidad de hacer algo intrépido que al final seguro la llevaría a tener en su cama a ese hombre. Pensó también que el señor Lennox debía gustar de otros hombres y por eso el desesperado padre solo podía intentar meterle por la fuerza a una mujer. No teniendo nada que perder, aceptó.
***
Emma pronto cumpliría 24 años, tenía el cabello largo y castaño que caía en ondas preciosas sobre sus hombros. Su rostro perfecto, su mirada de miel e inocente, escondían la ninfómana que habitaba en ella, un monstruo que solo encontraba paz cuando tenía un orgasmo. Su vida se estaba consumiendo y sabía que un día no iba a toparse con el hombre correcto y terminaría como tantas chicas a quienes a nadie importaban. Ella solo tenía valor como persona por su cuerpo, porque eso le había dicho el único hombre al que había amado y también que le había matado todo orgullo, toda autoestima.
Llegó a su departamento a juntar sus cosas, debía avisar a sus clientes que por un tiempo no podría trabajar y de paso que se hicieran un chequeo médico. Muchos de estos se espantaron horrible, pues también podrían haber pasado eso a sus esposas. Emma a penas se echaba a reír de la hipocresía de todos ellos que tanto decía amar a sus familias.
Amarró su cabello y se puso la ropa más discreta que pudo, pero igual lucía muy tentadora. Ya tenía la dirección en mano, sabía que ella también sería echada de inmediato, por eso no se preocupó por llevar muchos atavíos. Tomó su maleta de ruedas, se puso un morral al hombro, e iría ya a encontrarse con ese hombrecillo infeliz al que necesitaban que le compraran compañía, porque él por sí solo no lograba obtenerla. El riquillo que era tan valioso por su inteligencia, que debían cumplirle todos los caprichos, como fuera que estos vinieran, estaba solito y necesitaba alguien a quien de seguro gritar y humillar.
Sin escrúpulos pensaba, una vez subió al taxi, que tal vez podría sacar provecho de ese hombre, si bien no iba a dormir con él, cosa que la ponía muy triste, tal vez fuera tan insoportable como para que le pagara una gran suma de dinero solo por irse. Tenía que buscar algo que hacer, sería un mes en el que no iba a poder dormir con nadie hasta que sanara por completo. Pensó que de ahora en adelante pediría una prueba de sangre a sus clientes, alguno de esos estúpidos de seguro la había enfermado, de eso estaba convencida. También resultaba muy cierto lo que el buen doctor le decía, ella ya tenía encima otros medicamentos que no podía combinar con los antibióticos comunes que podía usar para tratarse ahora. Era todo un fastidio.
Después de un largo recorrido, llegó por fin a la enorme residencia que los Lennox tenían a las afueras de la ciudad. Era tan pretenciosa como la imaginó, exagerada solo para un puñado de personas, que aparte del señor, eran muy ancianas, según palabras de su médico. Bajó refunfuñando y haciendo uso de toda grosería para insultar al taxista que le cobró de forma excesiva. Salió del auto, tiró la puerta y le enseñó al patán, el educado dedo de en medio. Cuando volteó, un ancianillo que estaba vestido como un espantapájaros, le esperaba sonriendo.
—¡Por Dios, señor! Por poco me mata de un susto. ¿Podría indicarme…?
—La señorita Davis, supongo. Por favor sígame. Ah, y deje su maleta acá, de seguro no va a tardar mucho.
Emma se sintió molesta con aquel recibimiento. Ya le habían dicho que el «Señor» rechazaba a todas muy rápido, pero tampoco deseaba romper un record. No le hizo caso al anciano grosero y rodó su maleta hasta el recibidor, donde el estruendo de las ruedas con la fina baldosa era insoportable y ella lo sabía. El viejo le dijo que subiera las escaleras y que al final del pasillo encontraría la oficina de su amo. Las escaleras eran muy altas, así que tendría que dejar su maleta en ese sitio, para no hacer el ridículo.
No se negaba el tanto de temor que le producía esa casa, tan silenciosa, tan muerta. Solo afuera los pajarillos parecía agregarle color a esa construcción tan gris. Pensó que todo aquello era solo una película de terror y que ella era el sacrificio. Intentó no pensar más y siguió el camino que le habían indicado. Le parecía muy irónico que a pesar de que fuera de la casa el jardín creciera en colores, alegría, en variedad de plantas y flores muy hermosas, dentro de la casa no hubiese un solo florero. Era todo muy triste.
Escuchó el murmullo de una voz, estaba por llegar al sitio que el viejo le había dicho. No sabía qué iba a decir, ni cómo iba a presentarse, pero sabía que ella no era quien se iría más rápido que las otras, además que ya no tendría dinero para regresar en un taxi. Vio la puerta medio abierta y tocó un poco esperando que le dieran permiso de entrar.
—Por favor, pase.
Emma abrió por completo y ahí frente a sus ojos estaba Steven Lennox, tenía que ser él. La sorpresa la sobrepasó, pues no esperaba encontrarse con un hombre de su contextura, ya que le habían dicho que estaba muy enfermo y lo imaginaba casi al borde de un colapso, encorvado, moribundo. Pero ese que estaba ahí, que escondía su preciosa mirada opalina bajo esos lentes de marco oscuro, no parecía un desvalido. Su cabello tan n***o que se abría en surcos sobre su frente, sus cejas gruesas y delineadas, ese pecho amplio y varonil que ocultaba bajo aquella camisa ajustada. Miró sus manos que sostenían unos documentos, y vio que a diferencia de lo perfecto que aparentaba, estas tenían muchas marcas rojas y pequeños moretones. Ella creía entender el por qué.
—Señor Lennox, mucho gusto, soy Emma Davis, su nueva acompañante.
—¿Acompañante? Ah, eres la nueva chica que mi padre contrató para ser de florero. Nunca se va a cansar, es hilarante ya. Sé que te debe haber costado el llegar, te haré un cheque y puedes volver a tu casa. Lamento las molestias, pero en verdad no pensé que vinieras.
—Mire, señor —respondió muy contrariada Emma—, dejemos el juego. Yo estoy acá para hacerle «compañía», pero sé que usted desea otra cosa.
Sin que Steven lo imaginara, la chica se quitó la franela que le cubría la parte superior del cuerpo. Dejó al aire y a la vista sus preciosos senos, sabiendo que el hombre, no podría resistirse, a menos que a él le gustaran otros hombres. Ese primer encuentro resultaba demasiado intenso y Lennox no pudo disimular la sorpresa que eso le produjo. Poco a poco se acercó hasta ella, que sintió cómo las piernas empezaban a temblarle, esa reacción era nueva y perturbadora en su ser. Él iba como una pantera sobre su presa, y cuando estuvo al frente la miró directo a los ojos.
—¿En verdad harás lo que sea por quedarte? —susurró el magnate, tocando una de sus orejas.
—Lo que sea… —suspiró cerrando los ojos. Lo sabía, un hombre no se resistía a una mujer como ella.
—¡Bien! —respondió él sonriendo mientras ponía unas hojas en sus manos—. Entonces empieza por tabular estas encuestas, hay errores y odio tener que hacerlo yo mismo. Después puedes compilar todo en una sabrosa gráfica de pastel. Si lo haces, te dejaré quedarte esta noche.
—¿Qué…?
—Y por favor, cúbrete, tus pechos son un deleite, pero podrías resfriarte, esta casa es muy vieja y no funciona muy bien la calefacción.
Emma, estaba ahí, de pie, con el torso desnudo y un paquete absurdo de hojas en las manos, viendo como ese hombre casi perfecto tomaba asiento en su imponente silla gerencial. Ella no se lo creía, ese debía ser un mal sueño que hacía parte de un mal día y de una semana aún peor. Steven le dijo que podía preguntarle cualquier cosa sobre el trabajo, o podía bien dejar todo y marcharse. Pero la chica no se iría, aceptaría el reto. Quería jugar a hacerse el interesante, claro que jugaría. Se puso de nuevo su franela, se sentó del otro lado del escritorio y con el orgullo herido empezó a hacer su trabajo. Recordaba vagamente sus estudios en la universidad, antes que se convirtiera en una marioneta a merced de los hombres. Ella no siempre había vendido su cuerpo, antes era una chica que estudiaba, que trabajaba y amaba, pero a la que dañaron hasta convertirla en eso.
***
Fin capítulo 1