Capítulo 7 "Fragmento"

1986 Words
...oscuridad. Una oscuridad pesada, tan densa que sentía que con un gramo más de presión, mi cabeza estallaría. En ocasiones, entre las sombras, podía entreabrir los ojos y ver tu rostro, casi pegado al mío. Eso... me hizo sentir protegida. Cuando por fin el dolor en todo mi cuerpo cedió, pude emerger de esa negrura... y ahí estabas tú, dormido. La chica, aún sentada en la cama, relató esto con los ojos cerrados. Solo al terminar, los abrió, como despertando de un sueño propio. —¿Recuerdas algo del avión? ¿O del robot? —preguntó Carlos, que seguía de pie al pie de la cama, con los brazos cruzados. Su postura era rígida, pero su voz cargaba una genuina curiosidad. Ella cerró los ojos de nuevo, buscando en la nada, para luego negar con la cabeza con lentitud. —Y al menos... ¿recuerdas tu nombre? —interrogó el muchacho, intentando no sonar demasiado urgente. La chica volvió a sumirse en su breve meditación con los párpados bajos. —Yo... Ko... —tartamudeó, frunciendo el ceño—. Creo... creo que mi nombre es Yoko. Es lo único que logro escuchar cuando busco en mi interior. —La duda teñía cada una de sus palabras. Carlos desvió la mirada, sus pensamientos eran un torbellino. "¿Yoko... japonesa? ¿Una coincidencia más? Podría tener que ver con el demonio de humo... o quizás la amnesia es tan profunda que solo logra aferrarse a un eco." —Dices que yo estuve en un avión... con robots —comentó Yoko, rompiendo su silencio. Carlos soltó un suspiro cargado de la fatiga de la noche. Tras un momento para ordenar sus ideas, le relató todo lo sucedido: cómo creyó que viajaba en una aeronave, la explosión, la certeza de que ella era la única superviviente y su teoría de que los autómatas habían provocado el desastre. —Entonces, ¿caí sobre mi cabeza? —preguntó Yoko, con un destello de lucidez clínica que sorprendió a Carlos. Era el tipo de deducción que él mismo habría hecho—. Los casos más comunes de amnesia anterógrada o retrógrada suelen estar vinculados a un trauma craneoencefálico severo. Un golpe así puede afectar al hipocampo y los lóbulos temporales, interrumpiendo la consolidación de la memoria. —Bueno, sí... —admitió Carlos, impresionado por su vocabulario—. Pero cuando caíste, no estabas solo golpeada. Estabas... carbonizada. No parecías estar viva, ni siquiera parecías humana. —Hizo una pausa, midiendo sus palabras—. Y aun así, despertaste. Y... bueno, no pude protegerte. Un robot emergió de los escombros. Me lanzó por los aires y esa... maldita máquina... —Vaciló, preguntándose si los detalles serían demasiado— ...te asestó un golpe directo en la cabeza. —¡Ahí está! —concluyó Yoko con un destello de lucidez casi infantil, como si hubiera descifrado un código secreto—. El golpe en la cabeza. La ecuación es lógica. Su expresión de triunfo se desvaneció de golpe, reemplazada por un horror creciente. —Espera… ¿un robot me golpeó? ¿En la cara? —Sus manos volaron instintivamente a sus mejillas, sus ojos se abrieron desmesuradamente—. ¡Necesito un espejo! ¡Debo de ser un monstruo desfigurado! Se incorporó de un salto en la cama, y al notar su atuendo carbonizado y hecho jirones, un nuevo pánico se apoderó de ella. Un grito estridente le escapó. —¡NO! ¡Se me ven los… los… bombachos! —exclamó, para luego frenar en seco, su propia palabra pareció hacer eco en la habitación. Frunció el ceño, confundida—. «Bombachos»… ¿está bien dicho? ¿Cómo se le dice a esta… indumentaria inferior? Carlos, que había conteniendo la respiraación durante toda la escena, no pudo evitar que una sonrisa se le escapara ante la mezcla surrealista de terror y pedantería lingüística. —Em… —carraspeó, buscando una respuesta seria mientras Yoko lo miraba con genuina expectación, como si estuviera en una clase de idiomas—. Lencería, ropa interior… o, más comúnmente, ¿calzones? —¡Eso! Calzones —declaró Yoko con un aire de superioridad redescubierta, como si hubiera ganado una batalla cultural. El triunfo le duró poco. La realidad de su semi-desnudez volvió a golpearla. Con un movimiento brusco, se envolvió en la cobija de la cama como si fuera una capa, y soltó otro grito, esta vez más agudo y avergonzado. —¡Tranquila! —dijo Carlos, levantando las manos en señal de paz—. Te traeré algo para que te cubras. Al abrir la puerta, se encontró con una escena cómica: Peach, con las mejillas encendidas como dos amapolas, se alejaba a toda prisa por el pasillo, solo para chocar de frente con Karen, quien avanzaba con determinación. Peach se levantó del suelo sin decir palabra y salió despavorida. Karen, ignorando el percance, continuó su marcha directo hacia Carlos con un montón de ropa en los brazos. —Toma. Para Yoko —dijo Karen, entregándole la pila de prendas. Carlos las aceptó —¿estás seguro de esto? Si lo que dice la Peches es cierto… Su mirada se desvió por encima del hombro de su hermano, hacia la puerta entreabierta de la habitación, donde Yoko asomaba un ojo, curiosa y tímida. Al ser descubierta, la chica se escondió de inmediato como un caracol asustado. —Maldición —masculló Karen, bajando la voz—. Es una ternura viviente. —Luego, clavando una mirada seria en Carlos, añadió—: Aún así, tenla vigilada. No pienso andar escondiéndome en mi propia casa. Voy a salir; no aguanto más este gentío. Regreso a las 10. —¿A dónde vas? —preguntó Carlos, pero su hermana ya daba media vuelta. Él suspiró, sabiendo que era inútil—. Solo… ten cuidado —susurró, con la certeza de que su agudo oído había captado cada sílaba. Al regresar a la habitación, le entregó la ropa a Yoko. —Toma, cámbiate. Hay un espejo en el baño; te muestro dónde está cuando termines. Tal vez quieras darte una ducha. Mientras Yoko se cambiaba detrás de la puerta cerrada, su voz llegó a Carlos, nítida y analítica. —Esa chica… ella sabía de mí y de mi nombre. ¿Es tu hermana? Deben de tener algún vínculo, tal vez una comunicación parasimpática o incluso telepatía cognitiva. Dices que tú me salvaste de un robot, pero no muestras lesiones. La probabilidad de que poseas habilidades regenerativas o una densidad muscular supra-normal es alta. Si esa chica es tu hermana, es lógico deducir que ella también las posea. Por lo tanto, es plausible que ambos compartan un nexo psíquico. Otra hipótesis: tienen cámaras de vigilancia y ella nos observa, pero ¿quién instalaría dispositivos de monitoreo en dormitorios? Eso sería una violación ética grave. Pudo habernos espiado, como la otra persona que salió corriendo. No lo sé. Una tercera posibilidad: ella posee un umbral auditivo hipersensible, capaz de captar frecuencias sonoras o conversaciones a través de obstáculos sólidos. Las deducciones de Yoko eran frías, lógicas y asombrosamente precisas. Carlos se quedó inmóvil. Era como escucharse a sí mismo pensar en voz alta. La puerta se abrió. Yoko, ahora vestida con la ropa de Karen, lo miró con una curiosidad que rayaba en lo científico. —¿Quién eres? —logró preguntar Carlos, su voz cargada de una incredulidad que no podía disimular. —Qué gracioso. Sabes que padezco amnesia retrógrada severa —respondió ella, y una sonrisa pícara, demasiado astuta para alguien que no recordaba su nombre, asomó a sus labios—. ¿O… lo dices en serio? ¿Es porque acerté? ¿Tu hermana y tú son… telepáticos? —No, no lo somos —aclaró Carlos, comenzando a caminar hacia la sala y haciendo un gesto para que lo siguiera—. Pero eres increíblemente analítica. Eso es innegable. Yoko lo siguió de inmediato, su mente ya trabajando a toda velocidad. —Entonces, se descarta la telepatía. Y la hipótesis de las cámaras me parece cada vez menos probable por su baja practicidad… —Mira, te presentaré al resto —dijo Carlos al bajar las escaleras. Desde la mitad de la escalera, la escena de la planta baja se reveló ante ellos: Kocoa, absorta en su laptop en la isla de la cocina; Gina, en el centro de la sala, ejecutando una serie de movimientos marciales fluidos y precisos contra un adversario imaginario; y Peach, de espaldas a ellos, hundida en el sillón frente a la televisión. —Ella, la enajenada por la pantalla, es Kocoa —señaló Carlos—. La que está librando una guerra contra el aire es Gina. Y la chismosa de ahí es P… —¡Paola! —gritó Peach, interrumpiéndolo al ponerse de pie de un salto. Su sonrisa era tan forzada que casi se podía oír el esfuerzo—. Carlos, ¿puedo hablar contigo un momento? En privado. —Oh, bien. Yo me doy una vuelta por aquí —dijo Yoko con naturalidad, desviándose hacia la cocina con una curiosidad inocente. Carlos y Peach se aislaron en un rincón cerca de la entrada. El rostro de Peach perdió toda su falsa dulzura. —¿Qué estás haciendo? —le espetó en un susurro urgente. —Eso mismo iba a preguntarte, Paola —replicó él, cargando la palabra con todo el sarcasmo que pudo. —¡No le des información a una desconocida! Es peligroso. ¿Y si es una espía? —la voz de Peach temblaba de una preocupación que rayaba en el pánico. Carlos volteó a mirar a Yoko. La chica estaba ahora en la cocina, observando con fascinación la pantalla de Kocoa, quien, inusualmente, parecía permitirlo. No parecía una amenaza; parecía… una estudiante curiosa. —¿Bromeas? —cuestionó Carlos, volviendo la mirada hacia Peach—. Esa chica es tan indefensa como un gatito. —¡Los gatitos tienen uñas, Carlos! —le espetó Peach, ya sin disimular su arrogancia—. Y rasguñan, sin importar lo lindos que sean. Yo no te permito que hables de mí con esa… gatucha. Antes de que Carlos pudiera responder, Peach dio media vuelta y subió las escaleras con furia contenida. Frustrado, Carlos se acercó a Yoko, quien ahora observaba a Gina con interés, intentando imitar torpemente uno de sus movimientos. La escena era tan absurda como entrañable: la misteriosa amnésica, posiblemente una de los seres más simples que había conocido, tratando de copiar una kata en el centro de su sala. —Yoko —llamó Carlos, y la chica volvió la mirada hacia él—. ¿Me acompañas? Ella, como si respondiera a un impulso interno, abandonó su pose. En un despliegue de agilidad que parecía innata, dio una maroma apoyándose únicamente en sus manos y aterrizó en equilibrio sobre el estrecho respaldo del sillón, manteniéndose solo con las yemas de sus dedos índices. Por un instante, se sostuvo como una estatua viviente, para luego descender con un movimiento fluido y elástico que terminó con sus pies firmes en el suelo, incorporándose frente a Carlos con una sonrisa pícara. —¿Viste eso? —exclamó, con una mezcla de asombro y júbilo, como si ella misma no pudiera creer lo que su cuerpo era capaz de hacer. Carlos la observó, y una punzada de inquietud lo recorrió. Al verla, se preguntó si aquello era un destello de un recuerdo que regresaba o simplemente la memoria muscular, un eco fantasma de una vida que ya no existía en su mente. Juntos, se dirigieron al baño en silencio. Nada más cruzar la puerta, la mirada de Yoko fue capturada por su propio reflejo. Corrió hacia el espejo y comenzó a inspeccionarse con una curiosidad meticulosa, tocándose el rostro, la curva de sus pómulos, la línea de su mandíbula, como si estuviera redescubriendo el mapa de su propia existencia.
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