Capítulo 10 "Mimus polyglottos"

1950 Words
"Soy Ñorita y estoy aquí para proteger a los ciudadanos del demonio de humo, lado a lado con la Minina y el Zorro" El aire en la sala de la Casa del Barranco estaba cargado de una electricidad silenciosa, rota solo por el tenue zumbido de los dispositivos tecnológicos. Bajo la luz fría de la lámpara de cocina, Carlos terminó de trazar con dedos firmes el mensaje en su HoloPad y lo proyectó al centro del espacio, donde los caracteres azules flotaban como un juramento público: YO PELEARÉ CON ESE NUEVO CAMPEÓN. MIENTRAS GINA Y KOCOA LOCALIZAN AL DEMONIO DE HUMO. ES HORA DE ACABAR CON ESTO. Las palabras permanecieron suspendidas apenas un parpadeo. Antes de que su significado hubiera terminado de calar, el mensaje se desvaneció, borrado por una intervención digital tan rápida como un latigazo. La pantalla de Kocoa brilló con una respuesta inmediata, trazada con la eficiencia glacial de quien ha ensayado esa negativa miles de veces en su mente: NO, NO PODEMOS. TENEMOS REGLAS DE FERNANDO DE NO INTERVENIR. La revelación golpeó el silencio con la fuerza de un derrumbe. Carlos sintió el suelo inclinarse bajo sus pies. No era solo una negativa; era la exposición de una estructura invisible que había sostenido su realidad desde la llegada de las chicas. Su mirada, perdida por un instante en el espacio vacío donde su mensaje había estado, se desplazó hacia Yoko. La chica tenía los ojos muy abiertos, un brillo de desconcierto y traición incipiente empañando su mirada. Junto a la ventana, Gina no necesitaba un HoloPad. Su lenguaje era el del cuerpo: inclinó la cabeza en una reverencia lenta y profunda que no era de sumisión, sino de pena monumental. Era la postura de un soldado que ve desobedecerse la única orden que anhelaba romper. Con los dedos temblorosos de rabia contenida, Carlos tecleó: PERO NOS AYUDARON CONTRA PÍPILA. La respuesta de Kocoa llegó antes de que él hubiera retirado el dedo de la pantalla: DEVI NOS SOBORNÓ. TECNOLOGÍA POR ASISTENCIA. ES POR ESO QUE TERMINÉ LOS HOLOPAD. Y SOMOS LOS TESTERS DE PATO. FUE UNA TRANSACCIÓN, NO UNA ALIANZA. Carlos dejó el dispositivo sobre la isla de la cocina con un chasquido seco. El sonido resonó como el golpe de un martillo sobre el frágil cristal de sus suposiciones. Cerró los ojos, respirando hondo. No era ira lo que sentía, sino el desmoronamiento de un mapa mental. Todo encajaba ahora: la ayuda puntual de Devi, la tecnología avanzada que surgía de la nada, la distancia prudente de Gina durante la pelea. No eran compañeras; eran prisioneras con grilletes de código y promesas hechas a un hombre ausente. Abrió los ojos, su mirada ya no buscaba consuelo, sino una nueva ruta en el terreno recién devastado. Escribió de nuevo, esta vez con una calma más aterradora que cualquier grito: BIEN. SOLO LES PIDO QUE VIGILEN A MI HERMANA. SI ELLA VA, ES PROBABLE QUE MUERA. Las palabras aún brillaban cuando el HoloPad de Yoko emitió un suave pitido. Su mensaje era breve y tembloroso; las letras bailaban ligeramente, como si hubieran sido escritas con las manos frías: NO. YO TE ACOMPAÑO. Carlos alzó la vista. Yoko estaba plantada frente a él, su cuerpo delgado tenso como la cuerda de un arco. La sonrisa que le dirigió no fue de condescendencia, sino de dolorosa conmoción. Era conmovedor, sí, pero también desgarrador: la oferta de una chica que no recordaba su nombre, dispuesta a arrojar su frágil existencia recién estrenada a una batalla que no era suya. No por heroísmo, sino por gratitud convertida en instinto. Carlos negó lentamente con la cabeza antes de teclear: NO CREO QUE SEA UNA BUENA IDEA. ADEMÁS, ESTA PELEA ES MÍA. MÍA CONTRA ESOS ENTES. NO TUYA. Yoko pareció encogerse. Su dedo índice se cernió sobre la pantalla, dibujando círculos invisibles, buscando palabras que no llegaban. Finalmente, dejó caer el HoloPad sobre el sofá con un sonido sordo. No hubiera sido más elocuente si lo hubiera estrellado contra la pared. En dos pasos estaba frente a Carlos, y luego contra él. Su abrazo fue un estudio en contradicciones: fuerte como un nudo marinero que teme soltar su amarre, pero ligero en la presión, dejando siempre una escapatoria, un permiso tácito para liberarse. No dijo nada. No hacía falta. Su mejilla se apoyó en su hombro, y luego la frotó suavemente, una vez, dos veces. No era un gesto de cariño romántico; era un intento de transferencia. Como si pudiera impregnar su calor, su olor, el sonido de su respiración en la tela de su playera. Una cápsula del tiempo sensorial, un recuerdo por si algo malo sucedía. Por si solo regresaba el eco. Carlos permaneció inmóvil unos segundos, permitiendo que el silencio hablara. Luego, con una delicadeza que contrastaba con la urgencia del momento, desenlazó sus brazos. Sus manos se posaron un instante sobre los hombros de Yoko, un aplomo, una promesa tácita de regreso. Sin una mirada atrás, subió las escaleras de dos en dos. En su habitación, la transformación fue rápida y ritualística. Se despojó del uniforme escolar, esa piel prestada de normalidad, y vistió la armadura del anonimato: un pants n***o de algodón ajustado, una playera roja de cuello redondo ya desgastada por incontables lavadas. Lo último fue la pañoleta de seda negra, un trofeo o un recuerdo cuyo origen ni él mismo recordaba. La colocó con precisión, cubriendo nariz, boca y la mitad de la frente, anudándola firmemente en la nuca. Solo quedaron al descubierto sus ojos, esas ventanas de heterocromía verde y azul que ahora brillaban con una frialdad premeditada. En el espejo, el Zorro lo miró fijamente. No había lugar para Carlos Alfonso García Solano ahí. Su mente, curiosamente, estaba en calma. No bullía con escenarios de derrota ni con la sombra de la muerte. En su lugar, habitaba la simplicidad arrogante del que no contempla el fracaso. No era "Tal vez no regrese", sino un cálculo casi doméstico: "Tal vez tarde dos o tres horas. Tal vez no llegue a clases." Era la mente de un ganador, sí, pero también la de un niño que aún no comprende del todo la mortalidad. Cuando bajó, las tres lo esperaban en un cuadro vivo de despedida junto a la puerta. No llevaba nada consigo. Ni llaves, ni dinero, ni identificación. Solo el peso de su cuerpo y la determinación silenciosa. Gina se irguió. Su saludo no fue de palabras, sino de geometría corporal. Llevó dos dedos a su sien en un gesto nítido y luego los extendió hacia Carlos, el brazo totalmente estirado, los dedos apuntando como una espada. Saludo marcial. Promesa de soldado. "Te cubro la retaguardia. Tu honor es el mío." Kocoa estaba junto a la puerta, su cuerpo pequeño irradiando una frustración palpable. Su ceño estaba tan fruncido que parecía doloroso, y masticaba el interior de su mejilla. La prohibición la atormentaba; era un dique que contenía un torrente de voluntad. Finalmente, alzó la vista. Sus ojos, del color del chocolate amargo y la tierra húmeda, encontraron los de Carlos. No hubo sonrisa, ni gesto de suerte. En un movimiento rápido, casi violento, cerró el puño y golpeó a Carlos en el hombro, justo en el músculo. No fue un golpe de ira, sino un sello. Un "Idiota, haz que valga la pena" codificado en un impacto seco. Luego, desvió la mirada de nuevo hacia su laptop, sus dedos ya danzando sobre el teclado, sellando la conversación. Yoko dio un paso hacia adelante y mostró su HoloPad a Carlos con un mensaje de PATO: "Fenómeno acústico en Bellas Artes: vidrios rotos y sonidos sobrenaturales." Ya tenía un rumbo. Carlos asintió, una única vez, un movimiento de cabeza que incluyó a las tres. En el patio, sin reducir la marcha, Carlos corrió directo hacia el borde del barranco. No hubo titubeo, no hubo cálculo. Simplemente se lanzó al vacío. El aire silbó a su alrededor en un descenso controlado. Cuando la pared de piedra volcánica y las raíces retorcidas estuvieron a centímetros de su rostro, su brazo derecho se disparó como un resorte. Su puño, reforzado por tendones sobrehumanos, impactó contra la roca no para romperla, sino para redirigir su impulso. La piedra cedió ligeramente con una explosión de polvo seco, y su cuerpo giró en el aire. La rama de un ahuehuete anciano que surgía de una g****a apareció en su trayectoria; sus dedos se cerraron alrededor de la madera rugosa y, usando el ímpetu, completó una maroma perfecta que lo depositó de pie sobre un saliente más abajo. Un movimiento, dos, tres. Ya no caía; descendía con propósito, como un felino negociando un acantilado. Sus pies encontraron por fin un techo de lámina, que resonó con un thum sordo bajo su peso. Sin mirar atrás, sin comprobar si alguien lo observaba desde la casa, Carlos continuó su carrera. Cuando llegó hasta la escultura ecuestre de “El Caballito” en Paseo de la Reforma, el caos que se desplegaba ante sus ojos tenía la cualidad de un cuadro surrealista pintado con pinceles de urgencia. El orden habitual de la avenida —ese flujo matutino de oficinistas, vendedores ambulantes y los primeros turistas— había sido reemplazado por una coreografía militar tensa y precisa. Desde su posición elevada en la cornisa de un edificio de cantera blanca, Carlos observó cómo la escultura de Carlos IV parecía galopar eternamente hacia una barrera de vehículos blindados Humvee y soldados con fusiles de asalto que formaban un perímetro de acero y camuflaje. El acordonamiento no era discreto; era una declaración de fuerza. Los reflectores móviles, aún encendidos contra la penumbra del amanecer, proyectaban sombras alargadas y dramáticas sobre el asfalto. Para él, la ruta más segura era clara: seguir saltando por los tejados neocoloniales y las fachadas de cristal que flanqueaban Reforma, un camino elevado e invisible que lo llevaría directamente frente a Bellas Artes. Ya estaba tensando los músculos para el siguiente impulso cuando algo —o alguien— lo detuvo en seco. Entre el maremágnum de uniformes verde oliva y chalecos antibalas, un hombre de gabardina café sobresalía como una nota discordante. Era el detective Oliver Ignacio. Pero no estaba observando discretamente; estaba actuando. Con un megáfono rojo en la mano, el detective se paseaba de un lado a otro tras la línea militar, su voz amplificada pero curiosamente carente del tono autoritario de los oficiales. “¡Zorro Cachorro! ¡Zorro Cachorro!” El apodo, un híbrido entre el mote que los medios le habían dado y un diminutivo casi paternal, resonaba con insistencia contra las fachadas de piedra. El detective subió al capó de una patrulla blanca y verde estacionada, elevándose por encima de las cabezas. Desde allí, su figura recortada contra el cielo todavía oscuro, apenas teñido de azul grisáceo en el horizonte, parecía un director de orquesta intentando llamar la atención de un solista rebelde. Era lógico, pensó Carlos por un instante, que el hombre usara el megáfono si quería ser escuchado por encima del murmullo de la multitud y el runrún de los generadores. Pero había algo en su persistencia, en la forma en que su mirada escudriñaba los edificios circundantes y no la multitud, que sugería que no gritaba a ciegas. Carlos dudó. El tiempo era un lujo que no tenía; cada segundo perdido era un segundo más de ventaja para el campeón en Bellas Artes. Bajarse era arriesgarse a ser detenido, identificado, o peor, perder el elemento sorpresa. Sin embargo, una certeza más profunda que la lógica se arraigó en su pecho: aquel hombre tenía algo que decirle. Algo que necesitaba oír. La determinación lo inundó, fría y clara. No era un salto temerario, sino una decisión calculada.
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