—Sabes —susurró Devi, cuyo ceño fruncido por el despecho hacia Mara se relajó al contemplar el dispositivo—, si las pruebas de estrés salen bien, el HoloPad podría estar en el mercado en cinco meses. Imagínate si logramos miniaturizar más los componentes, reducirlo al tamaño de un móvil. Sería revolucionario.
—Convertir el HoloPad en un celular y comercializarlo en seis meses. Una idea de millones —respondió Carlos en un suspiro, deslizando sus yemas sobre la superficie fría y pulida. Los iconos holográficos parpadearon suavemente, danzando en un espectro azulado.
Abrió una aplicación de notas y habló en un tono claro pero contenido:
—¿Tú qué piensas, PATO?
En la pantalla, caracteres plateados de trazo elegante aparecieron al instante, transcribiendo su pregunta antes de responder con caligrafía impecable:
«Kocoa recibirá una remuneración sustancial por los derechos del algoritmo cuántico. Un 7.5% de las regalías sería equitativo, considerando que el 92% del hardware es diseño propio.»
Una sonrisa casi imperceptible cruzó el rostro de Carlos. Mientras a su alrededor los estudiantes sacaban cuadernos y libros convencionales, él interactuaba en silencio con una tecnología que parecía extraída de un futuro lejano, con un fantasma celoso aferrado a su espalda y el peso de una mirada que, incluso desde tres filas de distancia, sentía clavarse en su nuca. El mundo podía regresar a su normalidad, pero la suya se había fracturado para siempre en una realidad infinitamente más compleja.
El profesor de Historia ajustó sus lentes y recorrió el salón con mirada cansada. "Para el proyecto final", anunció con voz que cortó el murmullo ambiental, "investigarán sobre Quetzalcóatl. Prepararán una exposición sobre sus hazañas más significativas y lo harán en parejas".
Carlos palideció. El nombre de la serpiente emplumada resonó en su interior como un campanazo en una catedral vacía.
Devi, inmediatamente, se irguió en su espalda, sus brazos fantasmales apretándose en un abrazo protector. "¡Es mi favorito!", susurró con devoción. "El señor del viento, el que le dio el maíz a la humanidad, el más sabio de todos los dioses. ¡Era un gentleman, a diferencia de ciertos humanos ingratos!"
"Era un dios manipulador", replicó Carlos mentalmente, con más fuerza de la que intentaba, mientras sacaba su HoloPad. "Un mero farsante."
"¡BLASFEMIA!", chilló Devi, y Carlos sintió un dolor agudo y gélido, como una descarga eléctrica, en la base de su cráneo—el famoso "sape espiritual". "¡Tú, que ni siquiera puedes mantener una conversación con una chica sin arruinarla, osas juzgar a una deidad! ¡Quetzalcóatl era pureza!"
El dolor hizo que Carlos apretara los dientes, justo cuando Mara se deslizaba en la silla a su lado—elegida por el profesor para ser su compañera. Su aroma lo embistió primero: un perfume nuevo, limpio y herbal, a lavanda y algo más, algo salvaje y terroso que no había notado antes. Su rostro, bañado por la luz dorada de la ventana, parecía más sereno, pero con una tristeza profunda anidada en la profundidad de sus ojos.
—¿Cómo has estado? —preguntó Carlos, y su voz sonó extrañamente áspera, cargada de un nerviosismo que lo delataba.
Mara no lo miró directamente. En su lugar, fijó la vista en los surcos de su cuaderno y recitó con una voz clara pero distante:
—"He estado en lo profundo y he regresado, no como Ulises, triunfante, sino como una sombra que aprendió a caminar de nuevo bajo el sol."
Las palabras, cargadas de una poesía dolorosamente elaborada, dejaron claro que su ausencia había sido una odisea íntima y tortuosa.
—La exposición —continuó ella, cambiando abruptamente el tema con precisión quirúrgica— debe ser sobre Tezcatlipoca y Quetzalcóatl. El espejo humeante y la serpiente emplumada. El inicio del cielo y la tierra. La lucha que lo define todo.
—Vamos, Mara. ¿No quieres hablar de…? —intentó Carlos, desesperado por romper el hielo, por rozar su mano, por sentir que el puente entre ellos no yacía en ruinas irreparables.
—No creo que sea conveniente —lo interrumpió, con una firmeza que le arrancó el aliento—. Ya hablé con una amiga, y por fin siento que estoy saliendo del pozo. Solo quiero hacer el trabajo. Además… —esta vez sí lo miró, y en sus ojos había un reproche silencioso que lo traspasó—, yo te llamé. Varias veces. Y nunca contestaste.
—¡Mi celular se rompió! —explicó Carlos, mostrándole rápidamente el HoloPad como un náufrago muestra su tabla de salvación—. Lo reemplacé con esto.
Mara lo observó con escepticismo, arqueando ligeramente una ceja.
—Se ve como una tableta común y corriente.
Era su oportunidad. Con un toque sutil, la pantalla de cristal se iluminó desde dentro.
—PATO, ¿puedes explicar la diferencia fundamental entre un sistema operativo cuántico y uno binario?
Un texto fluido apareció al instante, con una tipografía elegante: "Claro, Carlos. La computación binaria opera en bits (estados 0 o 1), mientras que la cuántica utiliza qubits, que pueden existir en superposición (0 y 1 simultáneamente), permitiendo un procesamiento exponencialmente mayor. Este dispositivo procesa información a 17 teraflops, una hazaña actualmente imposible con arquitecturas de silicio estándar."
Mara abrió los ojos desmesuradamente, su escepticismo devorado por un asombro puro e incontestable. "¿Eso... eso es una...?"
—Inteligencia Artificial —confirmó Carlos en un suspiro cargado de orgullo y alivio.
Mientras tanto, Devi no cesaba en su arenga silenciosa:
"¡'Una amiga', dice! ¡Mira su pulso, acelera cuando estás cerca, es obvio! ¡CARLOS, ESCÚCHAME! ¡Esa chica es una DRAMA QUEEN SHAKESPEARIANA! ¡Dile que esos brackets se le ven FATALES!"
Carlos ardía por dentro. Anhelaba tomar la mano de Mara, quería explicarle todo el intricado tapiz de su vida, suplicar perdón y borrar esas semanas de silencio. La deseaba con una intensidad que casi lo mareaba, un fuego que consumía sus entrañas. Pero solo podía apretar el HoloPad hasta que sus nudillos se blanquearan, atrapado en la tormenta perfecta entre el deseo tangible de la chica de carne y hueso frente a él y los celos etéreos del espectro a sus espaldas, mientras la figura de Quetzalcóatl, el dios que dividía aguas incluso en su propia existencia, los observaba desde las páginas amarillentas de los libros de texto.
El trabajo de la exposición se extendería hasta el día siguiente, cuando los chicos presentarían una oratoria frente al salón. Al terminar la clase, y antes de irse, Mara se volvió hacia Carlos con una decisión sorprendente.
—Deberíamos ir a mi casa para terminar el trabajo —propuso, y aunque al chico le pareció una idea excelente, un alivio inmediato lo inundó. No quería llevarla a la Casa del Barranco, no con todo lo que había sucedido, ni con ánimos de dar explicaciones sobre el peculiar y abarrotado universo que ahora habitaba.
Las clases continuaron su flujo monótono y, casi sin que se diera cuenta, habían terminado sin novedad alguna. Carlos se reunió con Mara.
—¿Cuánto tardará esto? —preguntó Devi, con fastidio—. Me debes un helado, recuérdalo.
Mara y Carlos esperaron en el salón vacío durante cinco minutos interminables, hasta que la Licenciada Saraí apareció para recoger a su hija. Mara explicó la situación del proyecto con una precisión que evitaba cualquier objeción. Aunque la actitud gélida de la licenciada hacia Carlos era más elocuente que cualquier palabra—sus labios apretados, sus brazos cruzados como una fortaleza—, si se trataba de una tarea académica, no intervendría. Así, los tres partieron juntos en un silencio incómodo.
Después de un trayecto en combi abarrotada, diez estaciones de metro con sus respectivos transbordos y cinco largas cuadras caminando bajo el cielo que se teñía de naranja, llegaron por fin a la casa de Mara y la licenciada.
—Trabajen en el comedor —ordenó la profesora, y acto seguido se refugió en su habitación como si escapara de una contaminación.
—¿La licenciada sabe lo que pasó? —preguntó Carlos, con los nervios a flor de piel.
—Sabe algo y tiene sus sospechas —respondió Mara, evitando su mirada—, pero dudo que sepa lo que... estuvo a punto de pasar.
Algo confundido, Carlos se acercó a Mara e intentó susurrar lo más bajo que su voz permitía:
—¿Qué iba a pasar?
Mientras, Devi, consumida por el aburrimiento y los celos, no cesaba de lanzar improperios contra Mara desde su espalda.
—Bueno —habló Mara, igual de baja, con una seriedad que heló la sangre de Carlos—, primero es preciso decir que doy por terminado nuestro acuerdo. Lo he meditado mejor y creo que debemos desistir de cualquier posibilidad de relación. Es claro que el destino ha hablado.
Carlos no entendía del todo hacia dónde quería llegar Mara, pero una urgencia visceral le gritaba que no podía perder esa oportunidad, que era su última cuerda de salvación.
—Mira, no soy un hombre que anda con cualquiera —comenzó, desesperado—. La chica con la que me viste no es nada mío... —Devi le propinó un "sape" espiritual tan fuerte que hizo vibrar sus molares—. Es decir, la señorita de diecisiete años —hizo énfasis en la edad, buscando apaciguar al fantasma— no representa nada para mí, solo es una...
—No —lo interrumpió Mara, alzando una mano para detener su torrente de palabras—, no te estoy pidiendo explicaciones. Ese día me comporté como una loca y lo lamento. No fue mi intención dar esa impresión.
Mara decidió no hablar más. Sus ojos comenzaron a brillar con una humedad que no llegó a convertirse en lágrima, pero que Carlos captó al instante. Ante eso, no insistió.
—¿Qué te parece si hacemos un dibujo de Quetzalcóatl y Tezcatlipoca luchando contra el Cipactli? —sugirió Mara, cambiando abruptamente el tema hacia la seguridad del trabajo académico.
Así iniciaron la tarea, sumergiéndose en un silencio solo roto por el rasgar de los lápices y el susurro ocasional de las páginas.
Casi media hora después, se acercó un joven alto, de cabello corto y oscuro. Era Rafael, el hermano de Mara.
—Oye, Chopo —saludó con cordialidad, chocando los puños con Carlos—. ¿Cómo has estado? —preguntó, y continuó sin esperar respuesta—: ¿Dónde te metiste? Te invité el Día de las Madres, pero no viniste.
—Una disculpa, Rafa, pero ese día tenía planes con mi hermana —se excusó Carlos.
—Con mi hermana, más bien —replicó el chico, lanzando una mirada cómplice hacia Mara.
—¡Rafael, lárgate a la cocina y déjanos en paz! ¡Tenemos tarea! —gritó Mara, con las mejillas teñidas de un rubor vergonzante.
Rafael alzó las manos en señal de rendición y se retiró a la cocina, donde pronto comenzaron a escucharse los sonidos y aromas de una comida en preparación.
—Oye, Chopo, ¿te quedas a comer? —preguntó Rafael desde la cocina.
Carlos titubeó. Por un lado, quería aceptar, pero era evidente que Mara no lo deseaba, sin mencionar la presencia de un fantasma malhumorado en su espalda y la actitud de la licenciada.
—No, Rafa, tranquilo. En cuanto terminemos, debo irme —respondió Carlos, con un dejo de pereza forzada.
Los chicos continuaron con su tarea. Mara se dedicó a redactar con caligrafía cuidadosa, mientras Carlos daba vida a las deidades con trazos seguros. Su dinámica era perfecta, casi robótica, una sincronización que solo nace de años de complicidad.
Cuando el reloj marcó las cuatro de la tarde, la exposición estaba casi terminada; solo faltaban los toques finales de color.
—Mira, yo terminaré de colorear —propuso Mara, entregándole unas fichas de estudio a Carlos—. Y tú, apréndete esto. Yo tengo mi parte. Es un diez seguro.
Carlos comprendió el mensaje subyacente: era una invitación educada para que se fuera. Recogió sus cosas, ayudó a limpiar el espacio de trabajo —un gesto automático— y se despidió de Rafael.
—¿Seguro que no te quedas a echar un taco? —insistió el hermano, con genuina pena.
Carlos volvió a declinar la oferta y salió de la casa, acompañado por Mara hasta la puerta.
—Bueno, yo me voy —anunció Carlos, abriendo la pesada puerta del zaguán.
—Espera —dijo Mara, casi por instinto, como si una parte de ella se resistiera a dejarlo ir—. Nos mudamos —soltó, de pronto.
—¿Cómo?
—Sí... bueno, papá encontró, al fin, un hospital que no quiere dejarlo ir. Parece que es una gran oportunidad —explicó Mara, con un tono desanimado que contradecía sus palabras—. Mamá ya no quiere que estemos lejos de él. Nos mudamos a Monterrey.
La revelación cayó sobre Carlos como un bloque de cemento. Ese era el eslabón perdido. El 10 de mayo, Mara había huido de su casa para estar con él porque acababa de recibir la noticia de la inminente mudanza. Esa comprensión le heló la espina dorsal, su estómago se retorció en nudos cada vez más apretados y el mundo comenzó a estrecharse, convirtiéndose en un túnel oscuro. Era un estado de total desconexión. Por suerte, sus piernas se mantuvieron firmes, porque de otro modo habría colapsado en el suelo.
—¿Te vas? —logró decir, con una voz apenas audible.
—Sí. Y... bueno, te debo una disculpa. Quería usarte para quedarme —confesó, con los ojos vidriosos—. Pero me hicieron darme cuenta de que un hijo no era la solución... que los bebés son más para...
La chica se tapó la boca con ambas manos, los ojos desmesuradamente abiertos. Había revelado mucho más de lo que jamás había pretendido. Incluso Devi, al escuchar la palabra "bebé", soltó su abrazo y huyó de la escena como si se hubiera topado con fuego sagrado.
Carlos tardó tanto en procesar el bombardeo de información, que Mara tuvo tiempo de abrir la puerta de par en par y empujarlo suavemente hacia fuera.
Se mantuvo plantado en el zaguán durante un tiempo indefinido, tratando de digerir las palabras de Mara. Era como si una espesa niebla algodonosa hubiera invadido su mente. Sin decir nada más, emprendió el camino a casa tambaleándose, con el eco de la frase "un hijo con Mara" repitiéndose en su cabeza como un mantra tortuante.
Tardó casi ocho horas en llegar a la Casa del Barranco. En ningún momento tomó transporte; simplemente caminó, o más bien, se arrastró por la ciudad, un autómata guiado por el piloto automático del shock. Cuando finalmente llegó, Yoko lo recibió en la puerta, su rostro marcado por la preocupación ante lo intempestivo de su llegada.
El muchacho la ignoró por completo, junto con todo lo demás, y se dirigió directamente a su habitación. Allí, se dejó caer al suelo y se arrastró hasta su "nido", el rincón entre la cama y la pared donde el mundo exterior no podía alcanzarlo, mientras la revelación de Mara seguía retumbando en el silencio de su mente.