Capítulo 6.2 "Buenaventura"

1968 Words
Una ola de autoreproche lo inundó. No era posible cometer tantos errores en tan poco tiempo. Todo se remontaba a antes de permitir que Karen se convirtiera en una heroína y se envolviera en la fantasía de su hermana. Incluso antes de eso, había expuesto a su hermana, obligándola a salir con su apariencia felina para un simple evento. Luego, vino el haber salvado a una s*****a que, probablemente, para esas alturas ya habría intentado quitarse la vida de nuevo. También había arruinado cualquier oportunidad con Mara y, lo peor de todo, había segado la vida de un hombre. ¿En qué momento exacto su vida había comenzado a complicarse de forma tan irrevocable? Tal vez el punto de inflexión había sido el día del robo en la tienda. Su mente retrocedió hasta esa mañana en que todo parecía normal. Había salido a correr como de costumbre, temprano, para no llamar la atención con su peculiar y exigente rutina de calentamiento. Eran sus habituales dieciséis kilómetros, seguidos de una serie de ejercicios que habrían agotado a cualquiera. Fue el sábado, 2 de Mayo, Carlos disfrutaba de la libertad de entrenar hasta las diez de la mañana. Para hidratarse, solía comprar una botella de agua en una tienda de autoservicio. Pero justo ese día, mientras seleccionaba su bebida en los refrigeradores del fondo, un ladrón irrumpió en el local blandiendo un arma y exigiendo el dinero al tendero. En la Ciudad de México, ese tipo de escenarios eran tan habituales que la ciudadanía se había acostumbrado a ellos, hasta el punto de que, en la indiferencia general, podía considerarse simplemente un día normal. Pero entonces se mezcló una voz femenina, firme y desafiante, que empezó a discutir. Una curiosidad leve, pero insidiosa, lo llevó a agarrar la bebida de frutas tropicales y acercarse a ver qué ocurría. Y entonces lo vio. Un hombre con el rostro cubierto apuntaba con un arma a una joven, una cliente como cualquier otra. Alternaba la dirección de la pistola entre ella y el tendero, quien, con manos temblorosas, vaciaba el contenido de la caja registradora en una bolsa. —¡Malditas ratas! —escupió la chica. Era una joven común, de tal vez veinticinco o veintiséis años, cabello oscuro y largo, tez morena y complexión gruesa. Llevaba una bolsa de plástico y, contra toda lógica, parecía empeñada en frustrar el robo—. ¿Por qué le roban al hombre trabajador? ¡Vayan a robarle a su p*ta madre! Parecía tener un coraje que brillaba por su ausencia en las otras seis personas presentes, incluido Carlos. Por un brevísimo instante, este pensó en actuar, en asestar un golpe certero cuando el ladrón se distrajera. No parecía difícil; el criminal estaba visiblemente nervioso. Pero entonces, la sombra de sus propios temores se cernió sobre él. Ya se imaginaba los titulares: "JOVEN FRUSTRA ROBO". Eso lo pondría en el ojo público, lo desnudaría ante un mundo que no entendía lo que era. Bajó la cabeza, confundiéndose con la penumbra de un estante, y se condenó a ser un espectador. Se repitió a sí mismo que lo más seguro era que el ladrón lograra su cometido y huyera, sin víctimas que lamentar. Era un mantra cobarde, y lo sabía. El tendero terminó de entregar el dinero. No habían pasado ni tres minutos. El ladrón tomó la bolsa y se dirigió a la salida. Justo cuando Carlos pensaba que el desagradable episodio había concluido, la joven sacó de su bolsa una lata de aluminio y se la arrojó al criminal, dándole en la cabeza. El hombre se desorientó, y el arma se le escapó de las manos. Al verla caer, la chica se abalanzó sobre ella. El ladrón también se agachó. Ambos la agarraron al mismo tiempo y comenzó un forcejeo desesperado. Ante esa muestra de valor, tres clientes que hasta entonces habían permanecido paralizados se acercaron para ayudar a la joven. Eran cuatro contra uno. La victoria parecía segura. Hasta que se escuchó la detonación. El arma se había disparado. Lograron quitársela al ladrón y, cegados por una ira colectiva, descargaron sobre él, una lluvia de golpes y patadas que lo dejaron tendido e inconsciente en el suelo. Cuando todo parecía haber concluido, Carlos desvió la mirada del delincuente masacrado y la posó en la joven. Estaba sentada en el piso, recostada contra el mostrador, con una mano apretándose la cintura. Una corazonada gélida lo recorrió. Se acercó y, al ver el charco de sangre oscura que se expandía a sus pies, el mundo pareció ralentizarse. Se arrodilló a su lado. —¿Dónde? —preguntó, con una voz que intentaba sonar calmada pero que delataba su aceleración interior—. Dime dónde te hirió. Ella lo miró, sus ojos empezaban a vidriarse. —Tengo… las manos hormiguean —murmuró. Una lágrima solitaria escapó de su ojo y surcó su mejilla. Con movimientos urgentes pero cuidadosos, Carlos se quitó la sudadera. La acostó en el frío suelo y apartó su mano del vientre. La sangre manaba de una herida que era difícil de localizar a simple vista. —¡¡LLAMEN UNA AMBULANCIA!! —gritó, y el tendero, pálido como la muerte, comenzó a marcar en su celular. Carlos colocó su sudadera sobre la herida y ejerció presión, tratando de contener la vida que se le escapaba entre los dedos—. No debiste enfrentarte a él —le dijo, hablando más para mantenerla consciente que para regañarla—. Tenía un arma. —No era justo —respondió ella, con un hilo de voz. —¿Justicia? —repitió Carlos, con amargura—. ¿Qué tiene de justo perder la vida por unas cuantas monedas? —El valor —susurró ella, clavando su mirada en la de él—. Si puedes hacer algo... ¿por qué no hacerlo? Esas palabras, simples pero cargadas de una verdad demoledora, se clavaron en la mente de Carlos como un cuchillo. Una persona común, sin poderes, sin habilidades sobrehumanas, guiada solo por un deseo férreo de hacer lo correcto. Él, que tenía la fuerza para haber cambiado el curso de los acontecimientos desde el principio, había optado por la sombra. A los cinco minutos, que parecieron una eternidad, llegó la ambulancia y se llevaron a la joven. Otra unidad se llevó al ladrón, quien también había quedado muy malherido. Algunos presentes lo felicitaron por su ayuda, diciendo que presionar la herida había sido crucial. La policía tomó declaraciones y solicitó las grabaciones de seguridad. Carlos escuchó cómo los demás clientes narraban su intervención, y cómo alababan el valor de la chica. "¿Valiente?", resonaba en su interior, mientras una voz más oscura y cínica musitaba "Estúpida". Cuando un oficial se acercó a tomarle su declaración, Carlos relató los hechos de forma fría y precisa. Omitió, cuidadosamente, cualquier mención a la palabra "valiente". El oficial, un hombre experimentado, lo miró con una curiosidad sutil, como si pudiera leer en sus ojos el conflicto silencioso que lo carcomía por dentro: la admiración y la culpa, el respeto y el remordimiento, todos librando una guerra sin cuartel en el pecho de un joven que, por un momento, había tenido el poder de ser un héroe, y había elegido no serlo. Pensó que todo había terminado, que todo había salido bien tanto para la chica como para el criminal. Hasta que, esa misma noche, llegó la terrible noticia. En la televisión, un reportaje sobre el incidente hablaba de Natali, la mujer que intentó detener el atraco, muerta a causa del disparo, y de Paulo, el ladrón, fallecido por la golpiza recibida. La noticia dejó a Carlos en estado de shock. Algo dentro de él se quebró para siempre. Su único consuelo fue su hermana, quien lo escuchó pacientemente y después lo acompañó durante toda la noche. Dos muertes que, si bien no fueron causadas directamente por él, de alguna forma parecían ser su culpa. Si hubiera actuado a tiempo, tal vez habría podido salvarlos a ambos… Un empujón dado por Karen despabiló a Carlos, obligándolo a entrar finalmente en la habitación. Ella lo siguió y cerró la puerta, dejando a Peach fuera. —No, ellas deben irse —se quejó Karen—. ¿Sabes lo que hizo la Cacao? Carlos depositó con cuidado a la chica en su cama. —Kokoa —corrigió, con un hilo de voz. —¡Se comió la pizza que sobró! Era mi desayuno. Y, peor aún, la grandota se tomó mi leche. Y la Paches ni me deja sola; siempre quiere hablar, preguntando a cada rato si estoy bien, si quiero desahogarme... Me siento hostigada, ¡ya no lo aguanto! —dijo, imitando con sarcasmo la voz compasiva de Peach. —Podrías ser un poco más tolerante y… —intentó Carlos. —¡No quiero, no quiero, no quiero! —Karen hizo una rabieta casi en susurros, para evitar ser escuchada desde el pasillo. Carlos tomó una toalla de un cajón de su ropero, salió al baño de abajo y regresó con ella humedecida en agua caliente. Con movimientos gentiles, comenzó a limpiar el rostro de la desconocida. A pesar de no mostrar rastro de heridas, estaba sucia y el polvo parecía dificultarle la respiración. Peach había aprovechado la salida de Carlos para colarse en la habitación. El muchacho, ignorándola, continuó su tarea con un cuidado meticuloso. Un silencio incómodo se apoderó de la estancia. Karen, ansiosa por quejarse, no se atrevió a hacerlo frente a Peach, así que, con un bufido, decidió marcharse. El pesado ambiente se desvaneció junto con ella. —¿En verdad crees que esta chica cayó de un avión? —cuestionó Peach. Carlos no quiso responder. Él sabía lo que había pasado, y con eso le bastaba. Cubrió a la chica con la cobija mientras Peach observaba con incredulidad. —Ella es como yo —declaró Carlos por fin, y se dejó caer en la silla de su escritorio. Ni siquiera mostró la cortesía de ofrecerle un asiento a Peach; era como si considerar que darles un techo era suficiente. Gracias a los reclamos de Karen, sabía que ya se habían adueñado del lugar. —La vi muy mal. Recibió un impacto terrible y después... se recuperó. —Justo después de lo ocurrido con el demonio de humo, ¿no te parece una coincidencia muy sospechosa? —insistió Peach. Era verdad. Carlos no había notado ese nexo, y puesto en esa perspectiva, la situación parecía alarmante. Sin embargo, había algo en la chica que lo calmaba, como una llamada sutil, un tesoro inesperado que ni siquiera sabía que estaba buscando. —La mantendré vigilada —declaró Carlos con firmeza. Peach parecía tener más que decir, pero se mordió la lengua. —Y ahora, dime —la interpeló Carlos, cambiando abruptamente el tema—, ¿quiénes son ustedes? ¿Qué hacen aquí? —Bueno… —Peach tragó saliva, como si las palabras que necesitaba decir fueran tan espesas que requerían lubricar la garganta—. Soy tu madre, y esta es mi casa. Desde la habitación de Karen se escuchó un grito ahogado. —Mientes —afirmó Carlos, fríamente. —¡No soy tu madre biológica, pero soy la esposa de tu padre! Y… —Mientes —repitió Carlos, sin apartar la mirada de la chica que dormía plácidamente en su cama. —No miento. Tu padre y yo tenemos un lazo tan fuerte que prácticamente somos uno. —Está claro que es mentira, pero tú te lo crees —replicó Carlos, como si hablara de un monstruo, no de su padre—. Ese tipo es incapaz de concentrarse en alguien que no sea él mismo. Es el egocentrismo personificado, un nárciso orgulloso de su propio ser. Y sobre la casa… no sé si mientes o no.
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