De camino a la mansión Moretti fue… demasiado aburrido. Pero no un aburrimiento ligero, sino uno tenso, como ese silencio que se forma antes de una tormenta.
La ciudad apenas despertaba. Las calles aún estaban húmedas por el rocío y algunos negocios levantaban sus rejas metálicas, mientras otros trabajadores como yo caminaban apurados, sosteniendo sus abrigos contra el aire helado de la mañana. A través de la ventana, las luces naranjas del amanecer teñían los edificios de un color cálido que no coincidía en absoluto con lo que yo sentía en el pecho.
Matteo, sentado frente a mí, revisaba algo en su teléfono. Sus dedos se movían rápido, casi con precisión militar, y su rostro permanecía inmutable, como si fuera imposible descifrar una emoción en él. No me dirigía la palabra desde que subimos al vehículo, y la forma en que evitaba incluso mirarme me hacía pensar que, para él, yo era una simple tarea más. Un paquete que debía entregar.
Los otros dos hombres viajaban adelante, separados por un cristal polarizado que convertía su presencia en sombras. No podía verlos, ni escucharlos. Solo sabía que estaban ahí por las siluetas quietas, casi rígidas, que se movían cuando el auto frenaba o doblaba.
Todo era silencio… y yo odiaba ese silencio.
Apreté mis manos sobre mis piernas, sintiendo el temblor que intentaba ocultar desde que salí de mi casa. Todo me parecía surrealista. Apenas unas horas atrás estaba sentada en mi sofá, hablando con mi madre y con Angel sobre la deuda, sobre papá, sobre mi…
Respiré hondo y apoyé la cabeza en la ventana. La vibración del motor se transmitía a mi frente mientras los edificios se volvían más lujosos a cada minuto que avanzábamos.
El cambio de paisaje fue casi brusco: calles más limpias, fachadas impecables, autos costosos estacionados en fila, árboles cuidados, jardines que parecían sacados de un catálogo. Era otro mundo. Totalmente ajeno a mi vida.
Matteo por fin habló.
—No falta mucho —dijo sin levantar la vista del teléfono.
Su voz fue tan inesperada que me sobresalté. Matteo lo notó, porque una pequeña curva apareció en la comisura de sus labios. No era una sonrisa amable. Era de esas que te advierten sin palabras: “estás entrando en un mundo tan grande, tan peligroso, que no tienes idea de lo que te espera.”
O quizá solo era mi mente pintando monstruos donde ya existían sombras.
El silencio del auto se volvió más pesado, casi físico. Como si su sola presencia, su autoridad, su lealtad al apellido Moretti hubiera cambiado el aire.
Luca Moretti… no necesitaba estar sentado conmigo para sentirse presente.
Su nombre pesaba.
Un nombre que se había ganado no por herencia, sino por sangre, fuerza y un poder tan crudo que hasta la policía prefería mirar hacia otro lado. Su padre había construido un imperio de negocios ilegales que sofocaban a cualquiera que intentara respirar sin permiso. Monopolios disfrazados de empresas, acuerdos cerrados con amenazas veladas, y una lista de rivales que, si aún estaban vivos, era solo porque Moretti los necesitaba.
Tan influyente que ni el presidente se atrevía a enfrentarlo directamente. Hablar en contra de los Moretti era sentenciarse solo.
Pero Luca… él había tomado ese legado y lo había moldeado a su manera. No negociaba con una sonrisa. No prometía favores. No daba segundas oportunidades.
Controlaba las calles sin necesidad de levantar la voz. Una sola mirada suya podía ser la diferencia entre el éxito o la desaparición repentina de un negocio.
Si no le agradabas… era cuestión de tiempo.
Mi padre, en algún momento, debió caer en su red. Tal vez hubo años de oro, donde todo parecía avanzar sin riesgos. Pero algo cambió. Algo que él nunca nos contó.
Y de pronto, todo se derrumbó. Sus deudas. Su desaparición. La amenaza silenciosa que ahora caía sobre mi familia.
El auto siguió avanzando hacia la mansión Moretti, tan grande e inquietante como el nombre que llevaba.
Al llegar a la entrada inmensa, las rejas se abrieron de forma automática, emitiendo un sonido metálico que resonó en mi pecho como una advertencia. No hubo guardias visibles, ni cámaras apuntándonos… pero estaba segura de que cada movimiento nuestro era observado desde algún lugar.
El auto avanzó por un camino de piedra perfectamente simétrico. A ambos lados, árboles altos formaban una especie de túnel natural que bloqueaba cualquier vista hacia la ciudad. Era como adentrarse en otro mundo; uno donde la luz llegaba apenas filtrada y la sensación de encierro era inevitable.
No veía ninguna mansión. Nada. Solo ese corredor interminable de árboles.
Comencé a inquietarme.
¿Habían cambiado el destino? ¿Me estaban llevando a algún sitio más lejos? Me removí en el asiento, intentando ver algo más allá del parabrisas, pero Matteo no dio señales de notarlo.
De pronto, después de una curva suave, el paisaje se abrió.
Ahí estaba.
Una estructura blanca, enorme, moderna, que parecía absorber la luz del sol y devolverla multiplicada. Sus paredes lisas y amplios ventanales de vidrio n***o le daban un aspecto frío, casi quirúrgico. No era una “mansión”. Era una fortaleza disfrazada de casa de lujo.
Y estaba tan lejos de la ciudad que parecía un lugar prohibido para cualquier persona normal.
A medida que nos acercábamos, pude ver al personal alineado en cada escalón de la entrada principal. Vestían uniforme oscuro, perfecto, sin una sola arruga. Miradas fijas al frente. Inmóviles, casi como esculturas humanas.
Cuando el auto se detuvo, una punzada de vergüenza me atravesó. No sabía dónde mirar. No sabía cómo se debía actuar en una situación así. Pero tampoco ellos parecían cómodos; ninguno parpadeaba, ninguno giraba la cabeza. Como si estuvieran atrapados en un protocolo que no admitía errores.
Era vergonzoso.
Para mí, y para ellos.
Pero en esa casa, estaba claro que nadie tenía opción.
Ni voz.
Ni libertad.
No supe si debía bajar sola o esperar a que me abrieran la puerta. Y ese simple detalle me dejó helada. Sentir que no sabía ni siquiera cómo moverme sin parecer torpe… era el primer recordatorio de que, desde ese momento, yo ya no decidía nada.
Cuando me moví hacia la puerta para salir del auto, Matteo me detuvo con una mano firme sobre mi antebrazo.
Negó lentamente con la cabeza, como si mi simple intención de tocar la manija fuera una falta de protocolo imperdonable.
Yo fruncí el ceño, confundida, pero antes de que pudiera decir algo la puerta se abrió desde afuera.
El aire frío de la mañana entró de golpe al vehículo. Una mano apareció frente a mí, extendida con paciencia. No supe de quién era hasta el último segundo. Solo vi unos dedos largos, piel pálida, venas marcadas… y sentí un cosquilleo absurdo correrme por el brazo.
La tomé porque no quería hacer el ridículo tropezándome frente a todos, pero la piel ajena contra la mía fue como tocar un cable eléctrico.
Una sacudida. Un latido atragantado. Un pensamiento torpe golpeándome: ¿qué demonios fue eso?
Alcé la mirada para agradecer, o tal vez para quejarme por no haberme advertido, pero mis palabras murieron ahí.
Luca Moretti estaba frente a mí.
Y se veía… demasiado bien.
El sol caía detrás de él, iluminando su cabello oscuro con destellos dorados. Sus ojos siempre tan fríos, tan duros, parecían aún más intensos bajo la luz de la mañana. El traje n***o que llevaba puesto no ayudaba en absoluto: marcaba cada línea de su cuerpo y lo hacía ver como si hubiera salido directamente de una campaña de lujo… o de una pesadilla peligrosa.
Me tragué mis pensamientos, avergonzada de mí misma.
No podía sentir nada por él. No debía. No era inteligente. No era seguro.
Pero aun así algo dentro de mí se estremeció, traicionándome.
Luca bajó la mirada hacia mi mano todavía aferrada a la suya, y por un segundo, uno que duró demasiado, sus labios se curvaron apenas, casi imperceptibles.
Solté su mano de inmediato.
El contacto se rompió, pero la sensación quemante siguió ahí, arrastrándose por mi piel como si quisiera quedarse.
—Gracias —dije susurrando, y sacudiendo mi mano para sacar esa terrible sensación.
—Bienvenida a tu nuevo hogar, Alessia —dijo él con una voz tan profunda que hizo vibrar algo dentro de mí.
Asentí con la cabeza, aunque mis pensamientos seguían completamente desordenados. Intenté mantener la vista en cualquier punto que no fuera la figura imponente de Luca. Si mi cuerpo reaccionaba así con un simple toque, si mi respiración podía alterarse solo con sentirlo cerca… entonces debía mantenerme lo más lejos posible de él.
Pero, ¿cómo iba a lograrlo si debía fingir ser su esposa?
Di un paso al costado, alejándome de Luca, y sin querer terminé más cerca de Matteo, que en algún momento había bajado del auto. Él levantó la vista hacia el personal que continuaba esperando en fila. Recién entonces reparé realmente en ellos: parecían estatuas.
No pestañeaban, no se movían, no hablaban. Solo una delatora gota de sudor corriendo por una frente me recordaba que eran humanos… y estaban bajo un sol insoportable.
La culpa me atravesó el pecho.
—Ellos están a cargo del aseo, la comida y cualquier cosa que necesites —dijo Matteo, sin emoción.
Abrí la boca para preguntar si era realmente necesario tenerlos ahí, expuestos, solo por mi llegada, pero una voz profunda me rozó la nuca antes de que pudiera formar una frase.
—¿Pasa algo, Alessia?
Me giré bruscamente. Luca estaba demasiado cerca, tanto que mi espalda casi tocaba su pecho firme. Un escalofrío me subió por toda la columna y quise maldecir a mi propio cuerpo por traicionarme.
Negué, pero eso no detuvo la manera en que su mirada analizaba cada gesticulación mía, como si pudiera escarbar en mis pensamientos.
—Bueno… —me froté las manos para disminuir los nervios y miré hacia el personal alineado; conté al menos diez personas, quizá más—. Solo estoy algo preocupada porque ellos están bajo el sol. No hacía falta que esperaran afuera. Podían estar dentro. No soy tan importante.
Matteo se giró hacia mí. Podía ver en su mandíbula tensa todas las cosas que quería decirme… pero no se atrevía a soltarlas en presencia de Luca. Su silencio era casi violento.
—Ellos están acostumbrados —respondió finalmente, con un tono cargado de desprecio, similar al de la primera vez que me había visto… y que probablemente llevaba reprimiendo toda la mañana—. Y si no, deben acostumbrarse.
—Ellos también son personas —respondí, más molesta de lo que pretendía—. No era necesario hacerlos esperar aquí cuando hace tanto calor. No soy nadie para que los traten así.
Matteo entrecerró los ojos, midiendo cada posible reacción. Pero no llegó a contestar, porque otra voz lo interrumpió. Una voz profunda, segura… y peligrosamente divertida.
—Tiene razón —dijo Luca detrás de mí, y pude sentir cómo elevaba una mano para llevarla a su mentón—. La sala de entrada era lo suficientemente grande como para que esperaran allí.
No sabía si realmente lo estaba considerando… o si se estaba burlando de mí.
Cuando finalmente me atreví a girar para enfrentarlo, sus ojos tenían ese brillo que me desarmaba y me irritaba al mismo tiempo.