El amanecer llegó demasiado rápido.
Ninguno de los tres había logrado dormir bien, aunque cada uno cargó su insomnio de maneras distintas.
Angel estuvo deambulando por la casa toda la noche, caminando del despacho a su habitación con pasos pesados, nerviosos, como si buscara una solución que no iba a aparecer por arte de magia. Al final, Sofia, medio dormida y con el mal humor típico de sus dieciséis años terminó gritándole que dejara de sonar como un “fantasma con zapatos”.
Mi madre, en cambio, pasó horas encerrada en su habitación. Escuché cajones abrirse y cerrarse, bolsas moverse, pasos suaves y repetitivos. No sé qué hizo exactamente, pero conozco ese sonido: el de una madre que intenta controlar la ansiedad manteniendo las manos ocupadas.
Yo tampoco pude dormir. Pasé la madrugada doblando mi ropa, guardando mis documentos y algunas pocas pertenencias en una caja. La ropa nueva que papá me había comprado la metí aparte, en otra caja que le pediría a mamá que vendiera. No quería llevarme nada que me recordara promesas rotas.
Al final, los tres terminamos acostados en el sofá, como si necesitaramos el calor del otro para no quebrarnos del todo.
—¿Cuándo vendrás? —preguntó mi madre en un susurro ronco, sin mirarme.
Sus ojos estaban fijos en el techo blanco, donde la luz del sol de la mañana comenzaba a teñirlo de un tono dorado. Ese brillo hacía que sus ojeras parecieran aún más profundas.
—No he hablado mucho sobre eso… —murmuré.
—¿Hiciste un trato y no pusiste condiciones? —Angel giró la cabeza hacia mí de golpe. Su incredulidad me atravesó como un dardo.
Se pasó las manos por el rostro, dejando escapar un largo suspiro. Luego, igual que mamá, volvió a quedarse mirando el techo como si allí se escondiera alguna respuesta.
—A, no estabas en posición de negociar, lo sé —dijo finalmente—. Pero igual me preocupa.
Movió su cuerpo hacia mí y me apoyó la mano en el hombro, obligándome a mirarlo de frente.
—Debes tener cuidado —su voz se volvió más grave, más protectora—. Si ese tipo te toca o hace algo sin tu consentimiento… me llamas. Lo que sea. Iré por ti.
Sonreí con tristeza. Esa era la parte de Angel que reconocía. La parte que quería conservar.
Sabía que todos estábamos asustados, pero ninguno lo decía en voz alta.
Sofia era la que menos entendía la situación; pasaba la mayor parte del día en la escuela y a veces ni siquiera regresaba a casa porque prefería quedarse con sus amigas. Angel trabajaba ahora en la oficina de papá, tratando de arreglar un desastre que no le pertenecía, y mamá había tomado un segundo turno para ayudarle a pagar la deuda… o quizá porque estar ocupada era la única forma de no pensar en él.
En cuanto a mí… apenas trabajaba en una cafetería. Un turno que empezaba a media mañana y terminaba entrada la tarde.
La casa, incluso antes de que yo me fuera, ya se sentía vacía. Ahora sería aún peor.
Y aun así, debía hacerlo.
La puerta sonó de un golpe, seca y contundente, y los tres nos enderezamos al mismo tiempo. Podía sentir cómo nuestros corazones latían al mismo ritmo, como si ese sonido anunciara un destino que ninguno quería enfrentar.
Nos miramos apenas de reojo, en silencio, y fui yo quien dio el primer paso hacia la entrada. Tragué saliva antes de girar el pomo.
El hombre que me había acompañado hasta el ascensor la otra vez estaba ahora frente a mi puerta, impecable como siempre, flanqueado por dos hombres más. Los tres vestidos de n***o, perfectamente firmes, como si fueran parte de la estructura misma.
—Buenos días, señorita Park —saludó él con una sonrisa breve, casi educada, aunque sus ojos ya estaban escaneando mi casa por encima de mi hombro—. Lamento llegar tarde.
¿Tarde? Eran las siete de la mañana. No entendía cuál era su definición de horario, pero asentí con un leve movimiento.
—Está bien —logré decir con una voz más pequeña de lo que pretendía—. Pasen.
Me hice a un lado y los tres entraron. Su presencia llenó la sala en segundos, tragándose la sensación de hogar.
Angel caminaba cerca de mis cosas, como si quisiera protegerlas con el cuerpo. Cuando vio a los tres hombres, se tensó y se adelantó un paso.
Mi madre, en cambio, permaneció en el sofá. Rigida. Las manos entrelazadas sobre las rodillas, apenas lanzando miradas de reojo, como si temiera que al mirarlos demasiado se atrevieran a decirle algo.
—¿Usted es…? —intentó preguntar Angel.
—Soy Matteo, mano derecha del señor Moretti —lo interrumpió con suavidad, como si lo hubiera hecho cientos de veces antes. Luego señaló con un gesto a los dos hombres detrás de él—. Ellos ayudarán a la señorita Park a llevar sus pertenencias a la residencia. No podemos tardar mucho.
Sus ojos recorrieron la sala, deteniéndose un segundo más de lo necesario en cada objeto, como si estuviera fotografiando todo. Angel se puso aún más tenso. Los otros dos hombres, sin embargo, se mantuvieron inmóviles, tan rígidos que parecían robots.
—¿Esas… son tus cosas? —preguntó Matteo, señalando mis dos cajas medianas y el bolso. Asentí. No tenía mucho más. Eso fue suficiente para que él soltara una leve risa que hizo que Angel lo fulminara con la mirada —Lo siento —dijo Matteo, levantando una mano—. Creí que serían muchas más cosas. Bueno… no necesitaremos más hombres.
Se giró hacia los dos hombres a su espalda.
—Ustedes, levanten eso y llévenlo al auto.
Los dos hombres se movieron de inmediato, sin decir palabra, cargando mis pertenencias como si no pesaran nada. Matteo volvió su atención hacia mí.
—Te esperamos afuera.
Y allí estaba. El momento que había intentado retrasar toda la noche, la despedida inevitable, la línea invisible que cruzaría para entrar al mundo de Luca Moretti.
Respiré hondo. Mi hermano tensó la mandíbula. Mi madre me apretó la mano sin decir nada.
Caminé por el pasillo que daba a las habitaciones, sintiendo que cada paso se hundía un poco más en la casa que estaba a punto de dejar. Al llegar al final, empujé la puerta de la habitación de mis padres. El aire olía a perfume viejo y a polvo. Todo estaba desordenado, como si el caos del interior de mi madre se hubiera desbordado durante la noche. Ropa apretujada sobre la silla, papeles abiertos sobre la cama, cajones sin cerrar. Era una visión dolorosa. Una imagen de lo rota que estaba nuestra vida.
La habitación de Ángel estaba oscura, silenciosa, con la cama sin tender y una taza de café frío sobre el escritorio. Él nunca había sido ordenado, pero esa vez el desorden parecía tener una gravedad distinta. Un cansancio distinto.
La de Sofía tenía la puerta cerrada. Se escuchaba apenas su respiración pesada, adormilada. Ella seguía allí, sin enterarse de nada, con su antifaz rosado y los tapones que había usado la noche anterior cuando Ángel no dejaba de caminar por el pasillo. Su cuarto era el único que parecía seguir vivo: la luz del sol entraba brillante, rebotando sobre sus paredes pastel y sus muebles blancos perfectamente alineados. Aun en medio del desastre, su mundo seguía intacto.
Llegué a mi habitación. Era la que más había cambiado. Se veía apagada, casi fría. Vacía. Pero en medio de todo ese silencio, había algo que todavía brillaba: el mueble de madera pulido donde descansaba la foto de nuestra familia. Mi familia. Completa. Sonriendo. Antes de que todo se quebrara. Antes de que papá desapareciera. Antes de que yo tuviera que fingir ser la esposa de un hombre como Luca Moretti.
Tomé la foto entre mis manos, acaricié el borde y la dejé allí. No podía llevarla. Era un peso que no quería arrastrar a la mansión Moretti.
Cuando regresé a la sala, mi madre estaba esperándome en la entrada, con los ojos hinchados y las manos temblorosas agarradas entre sí. Ángel se mantenía detrás de ella, rígido, con las llaves del auto aún en la mano, como si buscara cualquier excusa para no soltar el control.
No dijimos nada.
Simplemente nos abrazamos.
Como cuando me iba cada fin de semana para estudiar una carrera que nunca terminé. Como cuando cerrar la puerta era solo un “nos vemos el proximo viernes”, no un “no sé cuándo volveré”.
Pero esta vez era distinto.
El abrazo fue más fuerte, más largo, más silencioso. El aire estaba tan denso que sentí que no me alcanzaba el oxígeno. Los brazos de mi madre temblaban alrededor de mi espalda. Ángel tuvo que parpadear varias veces para contener las lágrimas.
Por primera vez, comprendimos que esta despedida no era temporal.
Que quizá… esta vez no habría un regreso igual.
Todo se sentía como un final.
Y los finales siempre duelen más cuando todavía no estás lista para irte.