El día estaba acabando cuando atravesé la puerta de mi casa. La luz anaranjada del atardecer se filtraba por las ventanas y proyectaba sombras largas sobre el suelo, como si todo el lugar estuviera alargándose para recibirme con la misma pesadez que llevaba encima.
El día había sido largo. Demasiado denso. Demasiado lleno de cosas que todavía no terminaba de procesar.
Había tenido a Marco detrás de mí toda la jornada, lanzándome preguntas, suposiciones, comentarios inútiles.
“¿Qué pasó con Luca?”
“¿De verdad estuviste con él?”
“¿Te hizo algo?”
Yo solo podía repetir lo mismo una y otra vez:
—No hay mucho por decir...
Hasta que Pia, la dueña, lo obligó a irse al otro extremo del restaurante porque no había hecho nada más que seguirme como una sombra ansiosa. Me sentí mal por él, un poco, sí… pero estaba segura de que habría tiempo para contarle. Cuando yo misma supiera cómo contarlo.
Solté un suspiro cansado y cerré la puerta detrás de mí, dejando la calle atrás. Me esperaba silencio. O eso creí.
—¡Alessia! —la voz de mi madre retumbó desde la sala, cortante, frenética.
Me quedé congelada por un instante.
Cuando levanté la mirada, la vi ahí, de pie, rígida como una estatua. Su rostro estaba desencajado, sus labios tensos, y sus ojos... sus ojos eran un fuego vivo. Un incendio. Y por primera vez, solo por primera vez en toda mi vida entendí por qué la gente decía que mi madre podía intimidar a cualquiera cuando perdía la paciencia.
Jamás la había visto así. Nunca la había visto de una manera que me hiciera retroceder un paso sin darme cuenta.
—¿Dónde estabas? —preguntó, pero no sonó como una pregunta. Sonó como una acusación. Como si ya supiera la respuesta. Como si temiera escucharla en voz alta.
Sentí un nudo subir por mi garganta.
Algo en el aire estaba mal. Muy mal.
Y supe, sin que ella lo dijera todavía, que alguien le había contado algo.
Algo que tenía que ver con Luca Moretti.
—Tra-trabajando —dije.
La palabra salió atropellada, como si se me hubiera quedado atorada en la garganta. Vi el rostro de mi madre teñirse de un rojo vivo, un tono más intenso que hace segundos. No era vergüenza. No era cansancio. Era furia pura.
Tragué saliva.
Mi hermano, Ángel, apareció desde la cocina con una taza en la mano. El vapor se escapaba por el borde y, cuando levantó la vista, su expresión se tensó al ver a mamá con los brazos cruzados y ese gesto rígido en el rostro. Soltó un suspiro cargado de resignación y rodeó el sofá, dejándose caer en él como quien se prepara para presenciar una explosión.
—¿Hay algo más que debas contarnos, A? —preguntó con esa voz suave que siempre usaba cuando quería calmar las aguas. Ángel era el mediador de la familia… pero ni siquiera él parecía muy optimista esta vez.
Antes de que pudiera responder, mi madre soltó algo con tanta fuerza que el sonido del golpe contra el suelo me hizo dar un pequeño salto.
Miré hacia abajo.
Un sobre blanco, grueso, elegante.
Con el sello dorado de Moretti Corp.
Mierda.
El suelo pareció moverse bajo mis pies cuando lo recogí. Mis manos temblaban sin querer, traicionándome. Podía sentir los ojos de mi madre clavados en mí como cuchillas y los de mi hermano, más suaves, pero igual de expectantes.
—Bueno… yo… —murmuré, apenas audible, mientras deslizaba una mano dentro del sobre.
Sentí el papel firme, de ese tipo caro que jamás había tocado en mi vida.
Lo desplegué.
Mis ojos recorrieron la primera línea:
“Srta. Park, en el día de mañana pasaremos a buscar sus pertenencias para dejarlas en la mansión Moretti.”
Mi corazón se detuvo.
Sentí la sangre salir de mi rostro. Sentí el silencio clavarse como agujas. Sentí… que no tenía escapatoria.
—Dijimos que no nos involucraríamos con esa familia, A —dijo Ángel.
Su voz ya no era suave; tenía un filo cortante que jamás le había escuchado. Apenas me dirigió la mirada cuando lo vi fruncir el ceño con tanta fuerza que sentí que estaba viendo a otra persona. Estaba molesto… igual que mamá, que seguía en silencio, con los labios apretados y la respiración pesada, como si cada palabra que yo no dijera fuera capaz de romperla en algún punto.
Sentí cómo mis manos temblaban alrededor del sobre. Las palabras se me atoraban en la garganta, porque sabía que en algún momento del día iba a tener que enfrentarlos. Simplemente no pensé que sería tan pronto… ni tan doloroso.
—¿Por eso estabas tan insistente en hablar esta mañana? —Ángel volvió a hablar, pero esta vez con la voz áspera, casi quebrándose por la rabia contenida—. Te dije que no íbamos a involucrarnos. Te lo dije. Y aun así fuiste a…
—¡No! —lo interrumpí, mi voz saliendo más fuerte de lo que pretendía, rebotando en las paredes del salón—. Tú decidiste dejar a papá en el olvido y no hacer nada…
—¡¿No hacer nada?! —gritó él.
Su explosión fue tan súbita que di un paso atrás. Se levantó del sofá con una furia acumulada que jamás le había visto. Caminó hacia un lado de mamá, como si quisieran enfrentarme los dos juntos. Como si yo fuera el problema, la causa de todo.
—¡¿Crees que este tiempo no estuve haciendo nada?! —continuó—. A… papá dejó una deuda grandísima, enorme, que estoy seguro que ni siquiera te imaginas lo grande que es. La empresa está en bancarrota, nos quieren embargar la casa… —apretó los puños, respiró hondo, pero la rabia seguía ahí—. Y tú… ¡tú solo piensas en encontrarlo por sobre todas las cosas!
Sus palabras me golpearon más fuerte que cualquier cosa que hubiera imaginado.
La rabia que tenía en el pecho se convirtió en un nudo, algo áspero y punzante que no me dejaba respirar. Abrí la boca para responder, pero no salió nada. Ni una palabra. Nada.
Vi el rostro de Ángel, rojo de furia; vi el temblor en sus manos; vi cómo desviaba la mirada como si estuviera cansado… cansado de sostener una familia que se caía a pedazos.
Y mamá… mamá seguía ahí, rígida, como si cada revelación la encogiera un poco más. Sabía que había cosas malas, pero no que estábamos tan al borde del abismo.
¿Era culpa de papá?
No estaba segura.
Pero por primera vez, empecé a temer que sí.
Mi madre soltó un suspiro largo, tembloroso, y se limpió las lágrimas que comenzaban a resbalar por sus mejillas. La fuerza con la que intentaba recomponerse solo hacía más evidente su desesperación.
—¿Qué fue lo que hablaste con Moretti? —preguntó, la voz quebrada—. ¿Qué tenemos que hacer ahora?
Negué con la cabeza despacio, sintiendo el peso del sobre en mi mano como si fuera una sentencia.
—Ustedes nada —respondí, levantándolo para que pudieran verlo bien. Una risa amarga se escapó de mis labios, rasposa, casi un sollozo disfrazado—. Iré a vivir con Luca Moretti… hasta que encontremos a papá o… hasta que sepamos lo que pasó realmente.
Angel me miró en silencio. Esa mirada suya, normalmente tan firme, se veía vacía. Sus ojos recorrieron la sala, esquivándome. Fue entonces cuando habló:
—¿Por qué debes irte a vivir con él? —Su voz era baja, casi un murmullo incrédulo—. No eres una…
Sus palabras murieron antes de salir por completo. Mi madre abrió los ojos de golpe, horrorizada, y yo sentí un ardor feroz treparme por el cuerpo. La furia me quemó la piel. No me miró, pero lo dijo. Lo pensó. Lo suficiente para que doliera.
—El trato es que fingiré ser su esposa —susurré finalmente. Las palabras salieron rotas, cargadas de vergüenza y rabia—. Solo será hasta encontrar a papá o…
—¿O qué, A? —preguntó Angel, la voz ronca. No había enojo esta vez. Había miedo.
Tragué saliva. El silencio cayó sobre nosotros de manera pesada, como si el aire se volviera más grueso. Mi madre apretó los labios, esperando. Angel no respiraba.
Me costó levantar la vista, pero lo hice. Porque ya no podía ocultarlo.
—O... hasta que Moretti se canse de que sea su marioneta —murmuré.
Un escalofrío recorrió la habitación. Mi madre se llevó una mano a la boca. Angel dio un paso hacia mí, casi como si quisiera protegerme… o como si recién entendiera en qué me había metido.
Y yo… yo solo podía pensar en que, pasara lo que pasara, mañana empezaría mi vida en la mansión Moretti.
Con un hombre que podía salvarnos… o terminar de destruirnos a todos.