El aroma a panqueques recién hechos me despertó antes de que pudiera abrir los ojos por completo. Escuché a Sofía correr por el pasillo, descalza como siempre, y a mi madre regañándola para que dejara de hacerlo. Sofía nunca hacía caso… y lo que más me sorprendía era que, después de la noticia de anoche, siguiera sonriendo como si nada hubiera pasado.
Con la cabeza hecha un desastre, caminé hacia la cocina. Mi madre sostenía una sonrisa forzada, tan frágil que parecía que se rompería con un suspiro, mientras que Sofía estaba tan radiante como siempre. Esa alegría desbordante me revolvió el estómago.
Ni siquiera parecía afectarle lo que le había dicho el día anterior. Ni una lágrima. Ni una pregunta. Nada.
—A, ve a llamar a tu hermano —dijo mamá cuando me vio en el marco de la puerta—. Está en el despacho.
En el despacho de papá.
Mi hermano había pasado toda la semana encerrado allí. Literalmente toda la semana, sin dejar que nadie entrara, como si apoderarse del espacio fuera su manera de mantener a papá vivo un poco más.
Suspiré, girándome de nuevo hacia el pasillo, que hoy parecía más sombrío que otras veces. Golpeé la puerta del despacho, el que quedaba frente al baño. No obtuve respuesta.
Giré el picaporte y la puerta cedió. El olor a pinos y whisky de mi padre me golpeó como un recuerdo violento. Se me formó un nudo en la garganta. Por eso evitaba mirar siquiera el despacho desde la distancia: no quería entrar ahí sin escuchar la risa de mi padre, sin verlo sentado en su escritorio, sin sentir que ese espacio aún le pertenecía.
Pero lo que más me desconcertó fue la imagen de Ángel en el sofá donde solía sentarse a leer mientras papá le hablaba sobre contabilidad. Fingía escucharlo; casi nunca le interesaba.
Ahora, su mirada estaba perdida en la silla del escritorio, y pude imaginar exactamente qué estaba recordando.
Cerré la puerta detrás de mí. Él apenas giró a verme y soltó un suspiro largo. Se incorporó y caminó hacia mí… no para hablar, sino para huir. Como todos habíamos hecho estos últimos días.
Pero mi voz salió antes de que pudiera detenerla, desesperada incluso para mí.
—Ángel, espera.
Mi hermano se detuvo. Giró solo un poco, lo suficiente para mostrarme un perfil cansado, los ojos apagados. Aclaré la garganta.
—Necesito hablar contigo.
—¿Sobre…? —su voz estaba rota, desgastada por el llanto silencioso que seguramente se había obligado a contener para sostener a mamá… y a mí.
—Tú… ¿Fuiste a su oficina?
Angel me observó en silencio. Mi debate interno, al parecer, no fue tan interno porque, apenas salió la pregunta, ambos sabíamos que no era realmente eso lo que quería decir. Aun así, él asintió.
—¿Hablaste con Eduardo? —insistí.
Angel frunció el ceño, dudó un instante y volvió a asentir.
—No hay mucho de qué hablar, A. Toda la información que tenemos, la policía ya la vio —dijo, sin energía, sin intención de seguir mi interrogatorio—. Cerraron el caso porque dijeron que fue…
—Ajuste de cuentas, sí —lo interrumpí, sacudiendo la cabeza—. Pero tanto tú como yo sabemos que no fue así.
Angel soltó un suspiro largo. Algo en su mirada cambió; me observó como si recién estuviera notando que había algo distinto en mí. Tal vez la misma desesperación que yo llevaba días ocultando.
—¿A qué quieres llegar? —preguntó.
Me quedé quieta. Mi mente era un torbellino. No sabía si Angel estaba tan desesperado como yo, tan dispuesto a considerar lo impensable: aliarme con el hombre más temido del país. El que podría destruirnos con un chasquido.
—Y si papá estuvo relacionado con… la familia Moretti —solté al fin, casi sin aire.
Angel levantó la mano al instante, pidiéndome que no siguiera. Su expresión se endureció. Negó con la cabeza y dio unos pasos hacia la puerta, como si solo escuchar ese nombre lo obligara a salir de la habitación.
—Si papá estuvo o no estuvo relacionado con ellos… —hizo una pausa. Tragó saliva. Parecía que terminar la frase le costaba más que cualquier llanto que hubiera reprimido estos días—. Entonces así se quedará. No vamos a involucrarnos con los Moretti.
Mi mandíbula cayó.
No lo estaba diciendo en voz alta, pero yo lo escuché igual.
Angel estaba insinuando que, si papá realmente había tenido algo que ver con la familia Moretti… él no pensaba ayudarlo.
Mi hermano salió del despacho dejándome sola, sin respuestas a preguntas que no me habían dejado dormir.
Y sin embargo, ahí estaba yo, atrapada entre el olor a whisky de mi padre y el silencio que había dejado la última conversación que tuvimos… si es que podía llamarse conversación.
En mi mano temblorosa yacía la tarjeta que Marco me había dado para llamar a Luca. Dijo que atendería rápido. Que no me haría esperar. Que, si realmente quería avanzar, ese era el primer paso.
Apreté la tarjeta entre mis dedos. El relieve dorado del nombre “Luca Moretti” brilló bajo la luz tenue del despacho, como si se burlara de mí. Como si supiera que, en cuanto marcara ese número, ya no habría vuelta atrás.
Pero después de ver la reacción de mi hermano, ni siquiera estaba segura de poder hacer esto. No si eso significaba enfrentar la posibilidad de que Ángel tuviera razón. No si eso implicaba descubrir que mi padre —mi padre— realmente había estado metido con esa familia.
Me llevé una mano al rostro, intentando detener el temblor que empezaba a escalar por mis brazos. Si llamaba, podía perderlo todo. Si no llamaba, también.
—Papá… —susurré sin voz, sin saber si él hubiera querido que hiciera esto o si me diría que corriera en dirección contraria.
Mi mirada volvió a la tarjeta. Tenía el peso de una sentencia.
Y aun así, la guardé en el bolsillo trasero del pantalón. No estaba lista para llamar. No todavía.
Salí del despacho y cerré la puerta con cuidado, como si dentro hubiera un fantasma al que podía despertar con el más mínimo ruido. Y mientras caminaba hacia la cocina, con el nudo en la garganta apretándose más, una certeza comenzó a formarse entre la culpa y el miedo.
Si quería encontrar a mi padre, si quería respuestas, si quería la verdad…
Tarde o temprano, iba a tener que marcar ese número.
Pero como si una luz se encendiera de pronto sobre mi cabeza, una idea completamente estúpida y aterradora, atravesó mi mente, erizándome la piel.
La imagen de mis pies avanzando directo hacia el infierno, sabiendo que tal vez no habría camino de regreso, se formó clara en mi mente. Luca Moretti era esa puerta: oscura, prohibida, peligrosa. Pero también, la última que quedaba abierta.
No podía mostrar ese temblor frente a mi familia. No podía permitir que notaran el pánico que me recorría entera. Tenía que ser fuerte como mi madre, aunque por dentro me estuviera desmoronando. Respire hondo, clavando las uñas en la palma de mi mano para recuperar el control.
Llamarlo sería fácil. Demasiado fácil. Y de alguna manera, demasiado cobarde.
Si iba a pedirle ayuda al mismísimo diablo, debía hacerlo mirándolo a los ojos. Tenía que demostrar que no estaba buscando un favor, sino un trato. Que no era una niña llorando por su padre, sino alguien que estaba dispuesta a pagar el precio.
Y aunque sabía que no saldría ilesa… si ese sacrificio me llevaba hasta el paradero de mi padre, valdría la pena.
Cualquier cosa valdría la pena.
Iba a enfrentar a Luca Moretti con mis propias manos. Y rezaba, con cada paso que daba, que no fuera la última decisión que tomara con vida.