El edificio que se alzaba frente a mí era descomunal. Un gigante de vidrio y acero que parecía rozar el cielo. Incluso inclinando la cabeza hacia atrás, el final se perdía entre las nubes. Una parte de mí quiso pensar que era un mal presagio. Otra, que era una advertencia.
Habían pasado exactamente tres días desde mi conversación con Ángel. Tres noches sin dormir, con el corazón acelerado y la tarjeta de Luca Moretti quemándome la palma cada vez que la miraba. Tres días intentando convencerme de que llamar era una estupidez… y que presentarme en persona era una estupidez mayor.
Y aun así, ahí estaba.
Tragué saliva. La plaza del edificio estaba abarrotada de ejecutivos entrando y saliendo, vestidos perfectamente, con esa seguridad que yo había perdido hacía mucho. La entrada principal estaba custodiada por dos guardias con expresión pétrea, como si hubieran sido entrenados para detectar dudas a kilómetros de distancia.
Yo era literalmente una duda hecha persona.
Apreté los dedos alrededor del asa de mi bolso. ¿Qué estoy haciendo aquí?
Di un paso atrás. Después otro. En mi cabeza, la voz de Ángel resonaba como un eco que no sabía si me advertía o me condenaba:
No vamos a involucrarnos con los Moretti.
Pero entonces recordé la mirada de mi padre la última vez que lo vi. Su sonrisa cansada. Su mano revolviéndome el cabello. Su promesa de que todo estaría bien. Y cómo esa promesa nunca se cumplió.
Respiré hondo. Mis piernas temblaban, pero esta vez no retrocedí.
Si hay un infierno esperándome allá adentro, entraré caminando.
Me giré de nuevo hacia el edificio, enderecé la espalda con una valentía que no sabía si era real o puro pánico disfrazado… y di el primer paso hacia la puerta.
Crucé la gran plaza y, cuando llegué hasta los guardias de seguridad —lista para abrir la boca y soltar cualquier excusa que me permitiera entrar sin una cita—, ambos se hicieron a un lado. Me dejaron el paso libre como si lo hubieran estado esperando.
Me quedé atónita, con una mano a medio elevarse para hablar. Miré por encima de mi hombro, esperando encontrar a alguna figura importante pisándome los talones. Pero no había nadie. Solo yo. Y el viento frío que me revolvió el cabello.
Tragué saliva y avancé un paso más hacia la entrada. La puerta de cristal automática se abrió con un suave zumbido, como si me invitara a cruzar un umbral que no estaba destinada a tocar. Al entrar, observé a los dos guardias ubicados a cada extremo. Ninguno me miró. Ni una sola vez. Era como si yo fuese invisible; o peor, como si ya supieran exactamente quién era.
—Gracias… —musité, aun sabiendo que no me habían escuchado.
Una ola de vergüenza me recorrió. Ni bien crucé por completo el marco de la puerta, el gran vestíbulo del edificio se desplegó frente a mí. Era inmenso, luminoso, moderno. Un espacio que olía a mármol pulido, café costoso y dinero. Mucho dinero.
Las personas que caminaban por allí parecían sacadas de una portada de revista. Trajes que no sabía ni pronunciar, relojes que probablemente costaban más que el auto de mi padre, tacones que sonaban como si anunciaran realeza.
Bajé la mirada hacia mi ropa. Una blusa de segunda marca y un pantalón que ya había sobrevivido varias temporadas. Mi madre lo había comprado hace años, cuando aún podíamos permitirnos darnos pequeños gustos sin revisar dos veces el precio.
Sentí que me encogía. Era imposible no hacerlo.
Estaba claro que, aunque mi padre hubiese alcanzado cierto éxito con su pequeño negocio, yo jamás me sentiría bien en un lugar como este. No era mi mundo, y tampoco quería pertenecer a él. Las personas podían vestir marcas que ni siquiera conocía o que no sabría pronunciar, pero estaba segura de que ninguna de ellas tenía verdadero valor como persona. Eran marionetas del señor Moretti… y de su hijo.
Y yo estaba caminando directo hacia convertirme en una más de la lista. No podía sentirme más miserable.
Solté un suspiro y sacudí la cabeza, intentando expulsar cualquier pensamiento que pudiera hacerme retroceder. No quería que Moretti me viera como una chica débil. Necesitaba demostrarle que yo tampoco iba a jugar. Pero… ¿qué podía hacer más allá de aparentar seguridad? Nadie me temía a mí.
Saqué la tarjeta del bolso y avancé hacia la recepción. La joven detrás del mostrador llevaba gafas, era delicada, impecable y tan bonita que su sonrisa perfecta, blanca, casi irreal me cegó por un instante cuando me dirigió la palabra después de despedir a un hombre de traje gris.
—¿En qué puedo ayudarla? —preguntó, y su mirada inevitablemente recorrió mi ropa.
—Necesito verme con el señor Moretti.
—¿Tiene cita? —sus dedos empezaron a moverse sobre el teclado, pero se detuvieron de inmediato cuando negué con la cabeza—. Bien… ¿su nombre, por favor?
—Alessia Park.
La joven me miró un segundo, abrió los ojos como si hubiese oído algo prohibido y se levantó sin decir más. Caminó hasta una puerta disimulada entre el decorado y desapareció. Los minutos que siguieron fueron eternos. Justo cuando estaba a punto de dar media vuelta e irme, apareció un chico joven, vestido con un traje n***o impecable y el cabello perfectamente alineado sobre la cabeza.
Su expresión dejaba claro que mi presencia no lo alegraba demasiado, pero aun así me dedicó una sonrisa forzada que solo hizo que me mordiera la lengua para no reír. En cualquier otra persona esa mirada hubiese sido hiriente; en él, resultaba casi cómica.
El chico carraspeó, quizá para recuperar algo de dignidad frente a mi risa ahogada.
—Señorita Park, ¿verdad? —preguntó sin dejar de tensar la mandíbula.
Asentí.
—Sígame, por favor. El señor Moretti la recibirá en unos minutos.
Su tono era cortante, profesional, pero no podía ocultar que mi presencia le parecía un error administrativo que alguien dejaría por escrito más tarde. Caminó delante de mí con pasos firmes, y yo lo seguí, sintiendo cómo todas las miradas del lobby se clavaban en mi espalda. Algunas de curiosidad. Otras, de burla. Otras, simplemente… de desconcierto.
Cualquiera que fuera la razón, dolía.
Caminamos hacia un pequeño ascensor privado. El chico pasó una tarjeta magnética y la puerta se abrió con un suave “bip”. Me hizo un gesto para entrar y, cuando lo hice, él se quedó afuera.
—El ascensor la llevará directo al piso treinta y cuatro —dijo sin siquiera mirarme a los ojos—. El señor Moretti la está esperando en su oficina.
Las puertas se cerraron antes de que pudiera preguntar algo más.
El ascensor subió en silencio, demasiado rápido para ser cómodo. Podía sentir mi propio pulso en los oídos, como si quisiera advertirme que aún estaba a tiempo de arrepentirme, dar la vuelta, volver a casa, pretender que nada de esto existía.
Pero ya no podía.
Ya no quería.
Porque nadie más iba a mover un dedo por mi padre.
Un suave sonido marcó mi llegada al piso treinta y cuatro. Las puertas se abrieron y me encontré con un pasillo silencioso, iluminado por luces cálidas que contrastaban con el mármol pulido del suelo. A cada lado, enormes cuadros abstractos daban la sensación de estar entrando a un museo privado, no a una oficina.
Respiré hondo.
Mis pasos resonaron demasiado fuerte.
Al fondo, una secretaria mayor, elegante, con el cabello recogido en un moño impecable, levantó la vista cuando me escuchó llegar.
—Señorita Park —dijo con la voz más tranquila que había oído en días—. El señor Moretti la está esperando. Adelante, por favor.
Se levantó con suavidad y abrió la puerta doble de madera oscura.
El olor a cuero, madera y un perfume masculino caro me golpeó de inmediato. Y allí, frente a la enorme pared de vidrio que daba a toda la ciudad, estaba él.
Con las manos en los bolsillos, la espalda ancha, los hombros tensos y el perfil de alguien que sabía exactamente quién era y cuánta gente temblaba con solo escuchar su nombre.
Se giró despacio cuando escuchó la puerta cerrarse detrás de mí.
Sus ojos verdes se detuvieron en los míos.
Y en ese instante lo comprendí: él ya sabía que vendría.
No estaba sorprendido.
Ni curioso.
Ni siquiera interesado.
Estaba evaluándome.
Midiéndome.
Decidiendo si valía la pena o no.
Tragué saliva, intentando mantener mi postura firme. Pero mis manos temblaban, aunque las mantuve ocultas tras mi espalda.
—Señor Moretti… —empecé, la voz más débil de lo que quería.
Él sonrió. Despacio. Peligroso.
—Pensé que optarias por llamarme —dijo con voz baja, casi un susurro que resonó en toda la oficina—. Pero esto… —se acercó un paso— es mucho más mejor de lo que esperaba.
Mi corazón cayó directo a mis pies.
Y me quedé sin aliento.
Esa voz me daba escalofríos y mi cabeza deliraba.
No sabía si era por placer… o por miedo.