Capitulo 16

1644 Words
Sus ojos estaban clavados en los míos. No sabía si eran un juicio silencioso o un aviso de que debía mantener la distancia, pero aun así, allí estaba yo: congelada cerca del marco de la puerta, incapaz de irme. Incapaz de moverme. Él ya había traspasado la habitación con pasos firmes, seguros, como si nada de aquello lo alterara. Ni tenerme allí. Ni saber que pasaríamos la noche en el mismo espacio. Parecía tranquilo. Demasiado tranquilo. Eso era lo más inquietante. Hasta ese momento, cada vez que me había cruzado con Luca Moretti él había sido puro acero: los hombros tensos, la mandíbula apretada, el ceño fruncido como si el mundo entero fuera una amenaza constante. Pero ahora… ahora respiraba como si al fin pudiera hacerlo sin dolor. Se acercó a la ventana abierta, y cuando exhaló, su pecho musculoso se expandió y luego descendió con una suavidad que me resultó casi prohibida de mirar. Me obligué a apartar la vista. Y a maldecir a mi corazón por acelerarse solo por verlo respirar. Me odiaba por eso. Más de lo que odiaba esta situación absurda. —¿Crees que tu padre…? —pregunté apenas, con un hilo de voz, temiendo que las paredes escucharan, que alguien estuviera detrás de la puerta, que cualquier movimiento pudiera arruinar esa frágil mentira que sosteníamos. Luca negó lentamente, sin mirarme. Era un gesto tan sencillo… pero me alivió. Y no quería que me aliviara. Cuando levantó los brazos para estirarse, los músculos se tensaron bajo la luz plateada que entraba por la ventana. El movimiento era natural, cotidiano… pero en él se veía demasiado íntimo. Demasiado cercano. Tragué saliva y di un paso hacia atrás, aferrándome a la correa de mi bolso como si fuera un escudo. —Traje mis cosas aquí porque Giulio me dijo que no había más habitaciones —logré decir, preparando mi voz para lo peor: que me echara, que se burlara. Con Luca nunca sabía qué esperar. Entonces él se giró hacia mí, y su expresión cambió. No era enojo. Era simple… desconcierto. —¿Quién es Giulio? Yo parpadeé, incrédula. El hombre llevaba años en esa casa. Era mayor, amable, prudente. Había servido a la familia Moretti probablemente desde antes que Luca supiera atarse los cordones. ¿Cómo demonios podía no saber quién era? Pero antes de que mi lengua soltara una estupidez, cerré los ojos un segundo, respiré hondo y suavicé la mandíbula. No valía la pena discutir. No con él. Cuando volví a mirarlo, forcé una sonrisa dulce… demasiado dulce. Esa que había usado frente a su padre. Solo que ahora llevaba una carga de ironía que él entendió de inmediato. —Giulio es uno de tus mayordomos, querido —respondí, dejando que la última palabra se hundiera como una gota de veneno suave. El ceño de Luca se frunció aún más. Sabía que había captado la ironía. Perfecto. Por primera vez desde que entramos, sentí que recuperaba un poco de control. Un poquito. Muy poquito. Pero algo era algo. Y aún así… La distancia entre nosotros seguía siendo peligrosa. La noche sería larga. Y estábamos atrapados allí juntos. Después de todo ese silencio, Luca soltó un suspiro cansado y caminó hacia el enorme sillón frente a la cama. Dejó caer su cuerpo allí como si llevara un peso invisible sobre los hombros, acomodándose para dormir sin pensarlo dos veces. Pasaron unos segundos eternos en los que no me atreví ni siquiera a mover un dedo. Cuando por fin se giró hacia mí, llevaba una sonrisa ladeada, una de esas que dejaban claro que estaba disfrutando cada segundo de mi incomodidad. —¿Te quedarás ahí, preciosa? —preguntó con la voz cargada de diversión. Se acomodó todavía más en el sillón, como si fuera lo más natural del mundo. —No puedes pasar la noche ahí parada. Duerme en mi cama, yo me quedaré aquí. Fruncí el ceño y avancé unos pasos hasta quedar a su lado. Me di cuenta tarde de que había arrastrado el bolso casi hasta la mitad de la habitación, y el ruido debió molestarle porque su expresión se tensó apenas un instante antes de recuperar esa actitud arrogante que tanto lo caracterizaba. —¿Y si tu padre entra y te ve ahí? —pregunté, con la voz más débil de lo que pretendía. Pero Luca no compartió mi preocupación. Al contrario: soltó una carcajada tan ruidosa que me recorrió un escalofrío por la espalda. Se giró por completo hacia mí, clavando sus ojos en los míos. Esa sonrisa… esa sonrisa empezaba a desquiciarme. —Si quieres dormir conmigo, preciosa —dijo, arrastrando cada palabra con descaro—, solo tenías que decirlo. Sus palabras me quemaron la piel. Mi estómago se contrajo, pero no sabía si por vergüenza, nervios o por ese maldito efecto que él tenía sobre mí cuando sonreía así. Quise responderle, quería decirle que no era eso, que no tenía la menor intención de compartir una cama con él… pero mi lengua se enredó, mis pensamientos se chocaron unos con otros, y lo único que pude hacer fue respirar hondo para intentar recuperar algo de dignidad. —Ve a dormir, preciosa —dijo él después de unos segundos. Su voz había perdido la diversión de antes; ahora sonaba firme, casi protectora—. Mi padre no entrará aquí, te lo prometo. Asentí sin atreverme a agregar nada. Me giré hacia mi bolso y lo tomé para llevarlo al baño contiguo, el que estaba junto al enorme vestidor. Todo en ese espacio era ridículamente amplio, más grande incluso que la habitación que él me había asignado. Una locura. Una completa locura. Al entrar, la luz blanca me cegó por un instante. El baño era impecable: mármol blanco, grifería dorada, espejos que parecían no tener fin. Nada se parecía a su habitación oscura, silenciosa y apenas iluminada. Suspiré y abrí mi bolso para buscar algo con lo que dormir. Entre las telas dobladas, mis dedos rozaron los papeles guardados en el fondo. Los dibujos. Esos dibujos que hacíamos Ángel y yo junto a papá y mamá cuando éramos niños… antes de que Sofía aprendiera a decir cualquier palabra sin que nosotros nos riéramos de ella. Antes de que todo cambiara. Los recuerdos me atravesaron como una punzada. Tan nítidos que dolía tocarlos. Escuché un golpe leve fuera de la habitación y reaccioné rápido, guardando los dibujos de nuevo como quien esconde un secreto demasiado frágil. Me cambié a toda prisa y salí. Cuando abrí la puerta, Luca estaba hablando con Matteo en el pasillo. La puerta había quedado entreabierta, así que podía ver la silueta del mayordomo y escuchar apenas fragmentos. —Ve y habla con él… eso no debe pasar otra vez. —Sí, señor. Lo haremos. Matteo se dio cuenta de mi presencia cuando pasó junto al marco de la puerta. Me dedicó una mirada rápida antes de retirarse. No alcanzó a decir nada: Luca abrió la puerta de golpe justo en ese instante. Si no hubiera reaccionado, me habría roto la nariz contra la madera. Y no mi nariz, no, por favor. Mi preciada nariz no. —¿Estás loco? —reclamé, llevándome ambas manos a la cara como reflejo. Por un segundo, vi preocupación auténtica en sus ojos al verme tapar la nariz. Pero desapareció tan rápido como llegó cuando notó que estaba bien. Alzó una ceja, miró hacia el pasillo por donde se había ido Matteo y luego volvió a centrarse en mí. —Esa pregunta ofende —respondió con esa arrogancia suya tan natural, entrando en la habitación y cerrando la puerta detrás de nosotros. Quedó demasiado cerca. Sentí su respiración, la tensión eléctrica en su postura. Su rostro se inclinó ligeramente hacia el mío, como si evaluara qué tanto podía acercarse antes de que yo retrocediera. Como si estuviera probando límites. Y aunque tenía la urgente necesidad de empujarlo, o mejor aún, de estamparle la rodilla en la entrepierna… no lo hice. No. Me contuve. No quería dormir esta noche preguntándome si había firmado mi sentencia de muerte. Luca dio un paso más, lo suficiente para que su sombra me cubriera por completo. Su proximidad hizo que el aire se volviera espeso, casi hirviente, llenándome la garganta con un calor que no sabía si odiar o temer. Era imposible inhalar sin sentir que mis pulmones temblaban. —¿Terminaste de escuchar detrás de la puerta? —preguntó al fin, con esa voz baja que parecía más peligrosa cuando susurraba que cuando gritaba. Tragué saliva. Rodé los ojos para disimular cómo mis manos estaban empezando a sudar. —La puerta estaba abierta —dije—. No es mi culpa que no sepan cerrar bien. Quise sonar segura. Independiente. Con control. Pero mi voz tembló justo en la última palabra, traicionándome. Luca lo notó. Por supuesto que lo notó. Su mirada bajó entonces, lenta, insolente… deteniéndose en mi ropa de dormir. Sentí que mis mejillas ardían. No había nada revelador en lo que llevaba, pero eso no importaba. No con él mirándome de esa forma. Como si estuviera viéndome por primera vez. Como si algo no encajara… o encajara demasiado. Frunció apenas el ceño. Fue un gesto sutil, casi imperceptible… pero suficiente para que mi estómago se revolviera. No sé si de vergüenza, nervios… o algo peor. —Tendré que castigarte más tarde por escuchar cosas que no te incumben, querida —murmuró. La palabra “castigar” se deslizó de sus labios con una calma tan peligrosa que tuve que obligarme a no retroceder. O a no avanzar. No sabía cuál impulso era peor. —No tienes ninguna autoridad para castigarme —respondí en voz baja, aunque sonó más a advertencia dirigida a mí misma que a él. Él inclinó la cabeza, evaluándome. —Qué raro —susurró—. Desde aquí, pareces muy… dócil.
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD