EL PACTO CAPÍTULO 3

1058 Words
"No teman a los que matan cuerpo, pero no pueden matar el alma. Teman más bien al que puede destruir alma y cuerpo en el infierno {Satanás}." — Mateo 10:28. Juan Pablonal lloraba atormentado por las cosas que estaba viendo, su respiración fallaba en ocasiones, haciendo qué se ahogara con su propia saliva, provocando horribles sonidos al toser. Sus piernas temblaban de manera inusual, era la primera vez en su vida que sentía tanto temor, pero aún así debía continuar, debía pasar por ese estrecho pasaje sin saber realmente las atrocidades que podían estarlo aguardando del otro lado de esas piedras, pero tampoco quería quedarse de ese lado con esos abominables seres acechándolo. Comenzó a arrastrarse a través de las dos rocas, el espacio entre ellas cada vez se hacía más ajustado, de manera qué se reducía cada vez más con cada metro que lograba avanzar. Sobre las rocas parecía haber personas observándolo, burlándose de él, Juan podías verlas asomarse por la ranura superior qué se formaba entre las dos gigantescas piedras. Un leve murmullo comenzó a oírse en el viento, era tenue, cómo un susurro, Juan rápidamente reconoció la voz de su madre, su memoria era remota y un poco confusa, pero aún así, no tenía dudas, esa voz le pertenecía a su difunta madre, aunque solamente alcanzaba a ver su sombra, una silueta en penumbras, las tinieblas devoraban su visión lentamente mientras las rocas aprisionaban su pecho sin dejarlo respirar. — ¡Juan . . . Juan . . . Mi querido Juan! — Se escuchaba sutilmente en la brisa mientras Juan luchaba por no morir sofocado. Su garganta comenzaba a doler, debido a la fuerte presión que el mismo se estaba provocando en el pecho, sus piernas y brazos se entumecían lentamente dando a entender qué no les estaba llegando sangre, su cabeza podía explotar en cualquier momento, intentaba seguir avanzando, pero cada vez resultaba más difícil, tampoco le era posible regresar, estaba atrapado, su situación solamente empeoraba, las rocas palpitaban, daban la sensación de estar vibrando, era cómo si pudiesen moverse en cualquier momento. El instinto de Juan por sobrevivir, lo llevaba a seguir empujando su cuerpo entre esas dos gigantescas rocas. Lo que había comenzado cómo tenues susurros, ahora se convertían en palabras que podían escucharse claramente, literalmente podía sentir una respiración en su nuca pero las superficies rocosas alrededor de su rostro le impedían voltear para ver de qué se trataba. ¿Cómo era posible que esa cosa se pudiera mover tan libremente en un espacio tan reducido? , fuera lo qué fuera , no podía ser humano. Lo más increíble era que hablaba con la voz de su difunta madre. — ¿A dónde vas pequeño Juan? — Preguntó esa entidad misteriosa a sus espaldas. Juan no respondía a las preguntas de esa extraña presencia, solamente utilizaba el poco aire qué entraba a sus pulmones para rezar, desesperadas plegarias ahogadas entre llantos salían de la boca de Juan, la cuál comenzaba a tornarse morada y sus labios resecos. — ¡Te ves estúpido orando a un Dios que ni siquiera comprendes. Yo también rezaba cuando eras un bebé y padecías de alguna fiebre, pero no oraba por tu mejora, rezaba para que cerraras tu maldita boca, muchas veces me ví tentada a ahogarte en el balde dónde hacía mis necesidades, ideaba mi plan, mi excusa sería muy creíble, estaba tan agotada por el trasnocho, qué te dejé caer en ese recipiente repleto de heces y orina. Sonreiría aliviada mientras tu vida se diluía lentamente! — Dijo esa voz, qué aunque sonaba cómo la madre de Juan, tenía una ligera distorsión demoníaca. — ¡Blasfemia! , ¡Blasfemia! , ¡Blasfemia. ¡Tú no eres mi madre!. — Decía Juan con los últimos suspiros de su garganta. —Disfrutaré mucho despellejándote en el infierno— Expresó abruptamente esa demoniaca presencia cambiando por completo el timbre de su voz para hablar de forma demoníaca. Juan estaba a punto de desmayarse, sus brazos ya no respondían, era imposible continuar impulsándose. De pronto sintió claramente cómo comenzaron a halarlo hacía adelante, sus huesos crujían y su piel se arañaba, su cráneo se aplastaba entre lo angosto de las rocas, pero esa fuerza sobre natural no paraba de atraerlo, continuó de esa manera por un buen rato causándole un dolor insoportable al pobre Juan, quien estaba demasiado lastimado cómo para seguir gritando. Finalmente, Juan terminaría pasando al otro lado de las rocas, todo su cuerpo sentía un dolor agudo, pero debía mantenerse de pie. Ese lugar era cómo si una laguna se hubiera secado por completo, una zona circular rodeada de rocas y arboles, completamente desierto. Juan, cansado, exhausto de tantas cosas que había sufrido esa noche, cayó de rodillas en el centro de ese lugar, intentaba no llorar, porque cuando las lágrimas salían de sus ojos, eran gotas de sangre que le hacían arder enormemente toda su cabeza, acercándose bien a lo qué el supuso a primera vista, eran ramas de arboles, pudo percatarse qué se trataba en realidad de piernas humanas, personas qué al parecer habían sido enterradas de cabeza, dejando las piernas por fuera de la tierra, tal vez para que los animales las comieran. Un horrible olor en el aire impregnaba todo el lugar con una fragancia desagradable, Juan no podía comprender de qué se trataba, era parecido al azufre, a la pólvora. Afligido, desesperado y sin esperanzas, se lanzó de espaldas contra una roca, allí se lamentó por un buen rato, no podía salir de ese lugar, tampoco podía volver. Estaba atrapado, sin salida, ni en sus peores pesadillas había visto tantas atrocidades juntas. Pero aún faltaba la peor parte. Justo delante de él, la arenilla comenzó a moverse lentamente, de ese agujero que se fue generando gradualmente, comenzó a surgir una cabra negra, la más fea que él había visto en su vida. Juan estaba espantado, no tenía el valor para ver esa horrenda criatura, se levantó y se dio vuelta, quedando frente a frente con una enorme roca y sin poder ver a esa cabra recién ascendida desde el mismísimo infierno. — ¡El pecado y la lujuria te saludan Juan. La sangre derramada por una parturienta muerta te da la bienvenida. Qué comience la negociación.— Dijo una voz fuerte y grave a las espaldas de Juan Pablonal.
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