Antes de salir del apartamento, Alena se duchó durante casi cuarenta minutos, diciéndose a sí misma que era porque se había quedado sin material para duchas vaginales y queriendo asegurarse de eliminar cualquier rastro de sangre, moco, semen o flujo vaginal. Tenía un miedo innato a que Eric se quejara de que olía mal ahí abajo. Sabía que tenía mal olor y siempre usaba tampones, compresas y esprays perfumados para disimularlo o eliminarlo. Pero no tenía a mano a ninguno de los solicitantes necesarios, así que mantuvo la boquilla de la ducha dirigida a su v****a, abriéndola para que el agua palpitante purgara sus labios menores de cualquier agente causante del mal olor.
Pero irónicamente, al menos la mitad del tiempo lo pasó con la boquilla presionada contra su clítoris, lo que le provocó dos orgasmos intensos. Habría intentado un tercero, pero Nick regresó y salió corriendo de la ducha, apenas teniendo tiempo para secarse con la toalla húmeda y sucia que había dejado a un lado esa misma mañana.
Maldita sea, cuando tenga mi propio piso, juro que lavaré la ropa fielmente una vez a la semana, se prometió mientras se ponía sus mejores bragas. Y tendré a mano un suministro de duchas vaginales pase lo que pase. Y con ese estado de ánimo, salió furiosa del apartamento.
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Exactamente a las 8:04 de la noche siguiente, Alena golpeó tres veces la puerta de la habitación 422, esperando fervientemente haber acertado con el número de la habitación.
—Un momento —gritó una voz de hombre desde adentro. Un instante después, la puerta se abrió y Eric apareció allí con un traje gris de tres piezas y corbata roja.
—¡Pasa! ¡Pasa! Ponte cómoda, Alena. Siéntate donde quieras.
Alena llevaba su único atuendo decente, un vestido amarillo que terminaba siete centímetros por encima de la rodilla. Había cedido y se había puesto su sostén deshilachado simplemente porque el vestido lo exigía. Sin él, sus pechos habrían sido visibles a través del amarillo casi transparente del vestido.
Era una típica habitación de hotel con una cama doble y un sillón. El baño estaba a un lado, con la puerta abierta. Alena lo observó todo y se sentó en el borde de la cama. Eric se sentó inmediatamente a su lado.
—¿Quieres beber ahora? —preguntó.
Nerviosa, Alena rechazó su oferta.
—Entonces te sugiero que te quites la ropa. Déjame verte en todo tu esplendor.
Alena asintió. Sabía que ese momento llegaría, así que se levantó y caminó hacia el otro lado de la habitación, quitándose los zapatos de un patada.
Se observaron mientras ella se desabrochaba el vestido amarillo. Lo dejó caer al suelo y se apartó. Sus ojos devoraron su esbelta figura.
—Eres incluso más hermosa de lo que pensaba —dijo Eric.
Alena notó que respiraba con dificultad.
—Ahora el sujetador, por favor —graznó con voz ronca.
Una vez más, Alena se estiró hacia atrás, desabrochó el viejo sujetador y lo arrojó a un lado.
—Ya casi estamos —dijo él con la voz cargada de lujuria.
Asintiendo para sí misma, Alena se quitó las bragas con gracia felina, arrojándolas sobre el vestido amarillo que yacía a sus pies.
Se había dado cuenta de que su pelo estaba enmarañado y descuidado, y tardíamente comprendió lo mal que había trabajado secándose después de la ducha.
—¡Dios mío, qué estará pensando!
—Mírate —dijo, mirándola con una mirada que Alena interpretó como obscena, pero que en realidad reflejaba el máximo respeto por su belleza—. Tú eres la razón por la que detesto usar profesionales.
Ante sus palabras, su mano cayó defensivamente y cubrió su monte de Venus.
Eric se acercó a ella y se paró a centímetros de su cuerpo tembloroso.
—No te haré daño, Alena. Te lo prometo. —Luego la besó en la boca mientras ella, esforzándose por no inmutarse, pensaba en los trescientos dólares y en lo que le traerían esos y los jueves siguientes.
Cuando su boca se separó de la de ella para acariciar su cuello, Alena evaluó su beso. Es bastante tierno, nada que ver con Nick ni con algunos de los otros chicos que he besado. Me gustó bastante cómo me mordisqueó el labio inferior antes de pasar al cuello. ¡Dios mío... qué viejo es!
Le tocó cada pecho sin tocarle la areola ni los pezones. Pero cuando le dio un apretón experimental a uno, ella retrocedió un paso.
—No tengas miedo, Alena. No te haré daño. Solo quiero compañía, eso es todo.
—¿Podemos... podemos sentarnos para esto? Me tiemblan un poco las piernas.
—Claro —dijo él, tomándola de la mano y conduciéndola a la cama—.
Una vez sentados, Eric continuó hablando.
—Si te preguntas por el dinero, está en la cómoda. ¿Ves el sobre?
Alena miró la cómoda, vio el sobre y asintió. Lo haré; trescientos es un dineral. Puede que me odie después, pero lo haré. Haré lo que él quiera.
Eric la rodeó con el brazo y la atrajo hacia sí. Se quedaron en esa posición un minuto entero. La inquietud con la que había entrado en la habitación del hotel se disipó.
Alena revisó su entrepierna, repentinamente interesada en cómo lo estaba afectando, y sonrió al ver el notable bulto en sus pantalones.
—Quizás sea más grande que Nick —pensó—, pero se abstuvo de tocarlo. Lo miró a los ojos y vio que bajaban a sus pechos, deteniéndose en sus pezones. Luego, continuaron por su vientre hasta la mata enmarañada que cubría su monte de Venus, y bajaron por sus piernas hasta las uñas de los pies pintadas de rojo.
Se levantó y caminó lentamente alrededor de la cama, observándola desde todos los ángulos. Cuando estuvo justo detrás de ella, Alena se giró para mirarlo. Él la observó por encima de su hombro, y siguiendo su mirada, vio su reflejo en el gran espejo sobre la cómoda.
Ella permaneció sentada impasible mientras él ponía sus manos sobre sus brazos y los arrastraba hacia arriba sobre sus hombros, pasando sus manos sobre sus pechos, provocando sus pezones con sus palmas callosas y provocando que se le pusiera la piel de gallina.
—Para ser un viejo, me pone un poco cachonda —pensó, y, sintiéndose más relajada, apoyó la cabeza en su pecho mientras lo observaba, y en el espejo, mientras él se familiarizaba con su cuerpo. Finalmente, una especie de vértigo se apoderó de Alena, lo que la llevó a ponerlo a prueba aún más y arqueó la espalda de modo que sus pechos sobresalieron imperiosamente, y él gimió.
—Tienes unas tetas increíbles, Alena. Tienes unos pezones excepcionales... esos hinchados, tan jugosos, tan sensibles. Mira cómo piden mi mano. ¡Dios mío, son las tetas más increíbles que he tocado en mi vida!
Los apretó, los aplastó y luego los levantó en alto.
Alena recibió con agrado sus elogios; y, queriendo recompensarlo de alguna manera y posiblemente obtener aún más cumplidos, recurrió a un truco que había usado para excitar tanto a Nick que él había eyaculado sin que ella tuviera que tocarlo. Inclinando la cabeza, se pasó la lengua por uno de sus pezones hinchados y luego lamió el pulgar que aún le quedaba en el seno mientras lo ahuecaba para ella.