El Primer día, Parte uno.

2144 Words
Estoy mirando al mar. Alrededor mío el viento corre salvajemente llevando el aire frío de la mañana, allá, lejos. Donde nadie puede tocarlo ni detenerlo. Hace mucho lo hubiera envidiado. Ahora sin embargo pienso en alcanzarlo. Sé que no puedo hacerlo. Sin embargo lo intentaré. El risco en el que estoy parado, aunque alto no es más alto que mis sueños. Miro una vez más a mi casa, y saludo a los girasoles que he plantado en el patio de enfrente. Salto mirando hacía las nubes, allá abajo, atrás de mí puedo escuchar el golpe de las olas chocando contra las piedras. Sonrío mientras abro los brazos. Comienzo a flotar. No, no floto. Vuelo. Estoy volando por los aires mientras el viento me lleva más allá de las nubes. Estiro los dedos intentando tocar el sol. Me pregunto si ahora mismo los girasoles están girando hacía a mí. Giro mi cuerpo en dirección a la tierra y veo a lo lejos a una mancha oscura entre la nieve de una montaña congelada. ¿Qué tan lejos me ha llevado el viento? No lo sé ¿Qué importa? Soy feliz y eso es lo que importa. Me lanzo hacía la mancha oscura. Mientras más me acerco la mancha se desintegra y frente a mí se alzan cientos, miles de pingüinos chaparritos patagónicos se mueven de manera graciosa mientras se alejan de mí. Me lanzo contra el hielo y me deslizo. Ellos me siguen. Comenzamos a deslizarnos en el hielo, ellos se divierten. Yo también. Soy feliz. Hasta que escucho el hielo crujir bajo de mí. El hielo retumba. El eco suena rompiendo mi tranquilidad. Dejo de flotar, y solo logro deslizarme un poco más. Sin embargo los pequeños pingüinos se alejan por completo. Logro verlos ir a una velocidad increíble dejándome atrás casi de inmediato. De pronto se vuelven una mancha negra otra vez. Demasiado lejos para que los logre alcanzar. Me levanto intentando alcanzarlos. El hielo es resbaladizo y me caigo de inmediato. Miro al abismo bajo la capa quebradiza de hielo, los pocos hilos de luz que llegan no pasan más de veinte metros. Sin embargo me dejan ver una silueta enorme que se mueve por debajo de la penumbra. Puedo sentir como el hielo es sacudido por la fuerza del agua dispersada. Desaparece por un momento. Pero vuelve a aparecer. Sus ojos son más grandes que todo mi cuerpo y en sus facciones no veo ningún rasgo que se humano o animal. Sin embargo por el como muestra sus dientes parece que está sonriendo. Se acerca a toda velocidad hacía a mí. Me levanto y trato de correr mientras el rostro, si eso puedo llamarlo, se lanza en contra del hielo el cual se quiebra bajo la presión. Siento el impacto escupiéndome del suelo. Caigo de cabeza sobre el agua helada y sin embargo siento el terrible calor de su aliento exhalando en mi cuerpo. Y aunque no puedo olerlo sé que es el aliento de diez mil cadáveres descomponiéndose al mismo tiempo sobre mí. Intento nadar. Pero… ¿Hacía dónde? Las aguas ahora se mantienen en perpetua oscuridad, ni un rayo de luz es visto y sé que ya no habrá más ¿Cuál lado es arriba? ¿Qué lado es abajo? El mundo bajo las aguas se siente interminable y vasto. Un grito vibra en las aguas empujándome en círculos hacía la nada absoluta. El frío eterno me lastima cada fibra de mi carne subiendo de golpe por la espina de mi espalda. Quiero gritar pero en las oscuridad ningún grito puede ser dicho pues se ahoga y a ningún lado llega. Pataleo en vano. Quiero huir. Es inútil. La figura nada lenta detrás de mí, su calor me inunda, mis piernas tocan su lengua rasposa y al mismo tiempo babosa. Quiero vomitar. Intento aferrarme a sus colmillos para evitar ser tragado. Me agarro con todas mis fuerzas aún si el impulso es tan vasto que los músculos de mis brazos se desgarran en el esfuerzo. Abrazo con todas mis fuerzas uno de sus colmillos. Miro hacía atrás. Quedo impactado por lo que veo y me dejo ir hundiéndome en el calor de la bestia. A la bestia le faltaba una muela. Despierto gritando. Estoy lleno de sudo frío. Sarita llega corriendo de su habitación con un rostro lleno de horror. La veo y solo puedo llorar. Ella me abraza hasta que me logro controlar. Son cerca de la cuatro de la mañana. Ninguno de los dos podemos dormir, así que le preparo un desayuno temprano. — No sé que haría sin ti — le digo. Ella sonríe. — Ay, alf. No te preocupes — me responde con su voz nasal de siempre. Los dos desayunamos en silencio. Está decidido, debo mudarme lo antes posible. Ya no quiero ser una molestia. A las cinco en punto plancho mi ropa mientras veo las noticias esperando encontrar algo sobre la bomba molotov de anoche. Nada. Solo mencionan de pasada que uno de mis vecinos, Don Guillermo lleva días desaparecido y que ninguno de mis vecinos han querido declarar nada a la prensa, la última vez que alguien lo vio lo seguía una multitud de vecinos enojados con antorchas y picos. Seguro no es nada. A las seis en punto espero el camión cerca de la mancha oscura donde el fuego quemó anoche. Espero no llegar demasiado tarde. No me dijeron a que horas presentarme, así que asumo que el señor se despierta y se va antes de que se abra la tienda y el banco. Es mejor estar demasiado temprano que demasiado tarde. Antes de las seis y media estoy en el conjunto de condominios donde se encuentran las mejores casas de la ciudad. La zona la llaman Buganvilias por las arboles que adornan todas las calles y casas. Su tono rosa le da color a las casas blancas más aburridas y sin color que el hombre haya podido concebir. Aún en la noche ese tono rosa resplandece como pocas cosas. Debo admitir que me asombro un poco al toparme la casa exacta de la foto que se me había mostrado. Ese shock me recuerda tristemente que debo cumplir con una misión que no deseo. Es un peso que por segundos no siento, solamente para que este vuelva pocos después a golpearme y dejarme mareado con su impacto. Tengo que concentrarme, tengo dos trabajos que hacer. Toco el timbre y espero afuera de la casa. Su mansión se ve completamente vacía, tétrica aún completamente iluminada. Una luz azul ilumina la alberca dotándola de un aura espectral. Su campo de Tenis iluminado por completo con luces blancas que no dejan espacio para sombras. Y la casa bañada de una luz roja intensa que hace a la casa tener el color de la sangre aún si sé que es una casa blanca. Aún faltan horas para el amanecer y me siento completamente descubierto aquí afuera. Vuelvo a tocar el timbre. Esta vez hay respuesta en una bocina junto a la reja de enfrente. — ¿Diga? — me dice una voz cansada, somnolienta. — Soy el nuevo chofer. ¿Le dijo el señor Mendoza que empezaba hoy? — ¿A esta hora? — El señor no me dijo el horario al cual presentarme así que asumí que debía estar lo más pronto posible. — Ah — Se escucha que algo se mueve —. Así es el señor. La puerta se abre. Entro por el camino que parece interminable, escucho la grava ser movida por mis pies en cada paso. Miro a cada rincón intentando recordar todo. Desde la locación de cada entrada y salida visible hasta los botes de basura metálicos tras el pilar izquierdo de la puerta. Al final del día debo dar un reporte. Aún así, me siento sucio por hacerlo. Aunque tampoco es como si tuviera la opción de negarme. En la puerta un hombre viejo de piel morena con ojos cansados me recibe. Parece somnoliento, como si recién hubiera despertado. Me detiene en la puerta y señala a un tapete rugoso. — Los pies — me dice. Le hago caso y me limpio con el tapete. Seguido a eso entramos. La sala está completamente oscura con excepción de una pequeña lampara que ilumina a un sillón rojo con una almohada rosa que no parece combinar. Probablemente está de improvisado ahí. El Hombre me señala que me siente. Le hago caso. — Perdone si lo desperté — le digo. — Ah, no te preocupes. De todas maneras estoy esperando a alguien. — ¿A quién? — Al señor Carlos por supuesto. — ¿Se refiere a Juan Carlos? — No. Su hijo. No ha llegado desde anoche y luego le da por… En ese momento se escucha un ruido afuera. Como si los botes de aluminio hubieran sido golpeados por algo. El anciano inmediatamente se levanta. — Ay no. Otra vez llegó borracho. Me voltea a ver y me dedica una sonrisa de disculpa. — Por favor disculpe, iré a recibir al joven. Hay café en la segunda cocina, al final del pasillo a la derecha. Siéntase cómodo. Es la cocina de los trabajadores. — ¿Segunda cocina? ¿Cómo puedo saber cuál es cuál? El Hombre me sonríe. — Es la más pequeña. — Ah... Tiene sentido. El Hombre asiente casi divertido. Se va. Puedo ver en el momento en que su sonrisa se convierte en rostro de regaño cuando se dirige a la puerta por el dichoso Carlos. Sinceramente nunca lo he visto. Sólo he escuchado rumores. Dicen algunos que es la viva imagen de su padre. Otros dicen que gracias a dios le sacó todo a la madre. No sabría decirlo. Juan Carlos Mendoza ha llevado a muchas mujeres a tiendas Mendoza. Claro, nunca ninguna de ellas tenía pinta de ser la esposa. Bostezo. Es demasiado temprano. Aún cuando me tocaba abrir el Banco Tláloc me dedicaba a dormir más horas. Me resigno, y me levanto por ese café prometido. Le echo un buen vistazo a la sala. Es más grande que el departamento en el que vivo y el de Sarita combinados. Incluso es más grande que la casa en la que viví mi infancia, allá en el pueblo cerca del valle. La Sala tiene dos entradas de cada lado, una que mira a la entrada y otra que lleva a lo que parece ser un patio trasero detrás de la casa. En medio hay un enorme vidrial que mira a la alberca y justo del otro lado de eso un pasillo largo que sigue hasta lo que me dijeron son las cocinas. El pasillo es tan largo que parece que hay más de cinco habitaciones de cada lado de este. Al final parece ser que está la cancha de Tenis. Justo a un lado de la sala en la que me encuentro, casi en medio de la casa, al lado izquierdo de mí se encuentra un escaleras de caracol construidas en un pilar de cemento con una alfombra roja que llevan a las habitaciones de arriba. La casa es tan grande que parece interminable. Avanzo por el pasillo, probando que habitación está abierta y cual no para llegar a la segunda cocina. Creo que la encuentro. La cocina pequeña es del tamaño de mi departamento antiguo. Casi me siento ofendido cuando la llamó pequeña. En medio de la cocina hay una barra con una cafetera sencilla. Todas las luces están apagadas excepto unas luces led detrás de la barra dándole un ligero color naranja a la habitación casi oscura. Pienso en prender las luces pero prefiero dejarlas así. Si así estaban es mejor no moverle a nada hasta que me den permiso de hacerlo. Me intento servir en la primera taza que encuentro, cuando me doy cuenta de que cada una de las tazas tiene nombres de posiciones de trabajo. Hay una del guardaespaldas, asistente, jardinero, aseo (uno y dos). Más no hay de chofer. Quiero creer que la otra se ha quebrado. No quiero pensar en la alternativa. Me resigno. Comienzo a echarle un vistazo a lo que hay en la cocina de los trabajadores. Justo cuando estoy apunto de volver a la sala para preguntarle al hombre amable de la puerta cual podía usar. Noto que el microondas tiene una puerta que refleja. Ahí veo por primera vez la silueta. Detrás de mí hay alguien, acercándose lentamente. Me intento voltear. Pero en ese momento la persona me empuja contra la barra y me tapa la boca. Quedo completamente bajo su poder aplastado en la barra. Siento su respiración caliente en mi oído. Miro su reflejo en la puerta del microondas, la luz no es suficiente como para ver sus facciones. Pero puedo ver una sola cosa, la cual hace que mi mente entre en pánico. La silueta tiene la sonrisa de la bestia.
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