El resto de la mañana me la paso sentado en las escaleras mirando a la casa. Sé que eventualmente van a bajar para irnos al sastre. Tengo algo de tiempo para pensar en que voy a decirle a mis segundos jefes en el momento en que me pregunten sobre mi primer trabajo. De vez en cuando me levanto y ensayo con el aire:
— Tenemos una complicación.
No, no. Eso significa tenemos un problema, y el señor Bala en ese momento asumiría que el problema soy yo.
— Juan Carlos ha cambiado de parecer.
¿Cambiado de parecer? ¿Qué hiciste para que cambiara de parecer? ¿O más bien asumiste mal? No. Cada palabra tenía que ser precisa si quería evitar perder otro diente, o peor aún: Perder la vida.
Me siento en la piedra fría de las escaleras. Me acomodo el saco y continuo mi ensayo.
— Señores, Juan Carlos lo ha hecho otra vez. Quiero pedirles mil disculpas.
— Disculpas aceptada — dice una voz detrás mía.
Volteo, detrás mío se encuentra Carlos. Tiene los ojos rojos, se nota que ha llorado. Trato de controlarme, asumo una sonrisa política y plástica, ahora trabajo para él después de todo.
— Hola — le digo.
— Adiós.
— ¿Disculpa?
— Ya te dije que aceptada. Ahora por favor vete.
— ¿Irme?
— Tus servicios no son requeridos. Alejate de mi propiedad o llamaré a la policía.
— ¿Ya sabe tu papá que fui despedido?
En ese momento Carlos tomar una piedrita de la grava y la lanza en mi dirección, esta falla (o tal vez acierta dependiendo de a quien le preguntes) golpeando el camino de la entrada, muy lejos de mí.
— ¿Qué te importa lo que diga mi papá?
«¿Qué le pasa a este niño mimado? » pienso. Desde que me vio sólo ha sido grosero conmigo y cree que puede despedirme así nada más. Ojalá fuera tan fácil. El contrato de cinco años y mi vida dependen de que me quede.
— Él me contrató. Lo siento.
— ¡Y yo te des-contrato!
— ¡Así no funcionan los contratos, loco!
— ¡Pues no me importa tu trato, l… m-moco!
— ¿Tienes cinco años o veinte … y algo?
Carlos me tira otra piedra igual de pequeña. Esta vez le da a mi rodilla.
— ¡Auch! Eso me dolió.
— ¡Me alegro que te duela!
— ¿Te gusta lastimar gente? — le pregunto enojado. Estoy apunto de perder la paciencia.
— ¡¿Te gusta arruinarle la vida a las personas?!
— ¿Y yo cómo te arruiné la vida? Sólo soy tu chofer, ¿Cómo podría arruinarle la vida a alguien como tú, que lo tiene todo? Y si no lo tienes simple y sencillamente se lo pides a papi y te lo da.
— ¿Qué dijiste? — dice Carlos, esta vez completamente rojo. Está avergonzado, está enojado. Parece que está al borde de las lagrimas. Ni así me importa.
— Que es fácil juzgar a los de abajo desde el tope de una escalera, hasta el más ruin y cobarde se siente la gran cosa — le digo mientras me alejo. Voy a encerrarme en el coche y no salir de ahí hasta que vayamos al sastre. No tengo la paciencia para niños mimados.
Es entonces cuando Carlos baja y me comienza a golpear.
El primer golpe me tira a la grava. Siento el impacto de las pequeñas piedritas clavándose en la piel expuesta de mi cara y manos. Algunas incluso entran en mi boca. Escupo todo lo que puedo, la boca igual me sabe a polvo. Veo la sombra de Carlos descender sobre mí. Me hago a un lado justo cuando una patada iba en dirección a mi cara. Con un movimiento rápido me lleno la mano de piedritas y se las lanzo en la cara desde abajo. Algunas le entran en los ojos, veo como se agarra la cara de dolor. Se va hacía atrás perdiendo el equilibrio. Me levanto y lo agarro antes de que se rompa el cuello al caerse. Me suelta un manotazo en la quijada, el dolor de mi muela arrancada vuelve a reclamarme con total fuerza la falta de medicamentos para sanarme. Lo suelto, se golpea contra el suelo, sin daños graves por la baja altitud.
Carlos intenta golpear el aire. Yo me alejo tirandome de espaldas en parte para que no pueda tocarme, en parte porqué el dolor es demasiado intenso para aguantarlo.
— ¿Se puede saber qué está pasando aquí? — grita una voz demasiado conocida.
Es Juan Carlos. Lo miro desde el suelo, le veo de manera inversa por mi posición en el piso. Desde aquí pareciera que caminara en el cielo. Su imagen está tan torcida como mi cuello. A su lado Jonás corre para ayudar a Carlos.
— ¿Qué les pasó? — le pregunta Jonás a Carlos.
— Nada. Me caí — dice Carlos haciendo una voz lastimosa, de perrito.
Juan Carlos mira con desprecio a Jonás, luego me dedica una mirada específicamente.
— Alfredo, explícame que pasó en este mismo instante.
Escucho a Carlos quejarse y bufar mientras Jonás lo levanta.
— ¡¿PORQUÉ LE PREGUNTAS A ÉL?!
Juan Carlos lo ignora. Mantiene su mirada en mí.
— Discutimos — Carlos me mira — . Pero yo empecé. Nos golpeamos, tiramos piedras. Pero ya acabamos. Fue empate.
Juan Carlos parece irritado pero satisfecho de mi honestidad. Carlos solo me mira con odio.
— Bien. Pues ya está. Otra pelea estúpida que termina en nada, típico de ustedes dos. Vamos a llegar tarde con el sastre.
— ¿Así nada más? — dice Carlos —. ¿No lo vas a despedir? ¡Me golpeó!
— Sí. Y tú lo golpeaste por la espalda — dice Juan Carlos.
— ¿Cómo sabes eso? — pregunto yo.
— ¿Son idiotas? ¿Cómo más? Los dos gritaron como señoras de mercado antes de golpearse, los vimos desde la casa.
— ¡¿Entonces para qué preguntaste?! — grita Carlos.
Juan Carlos se ríe de su hijo, incluso esa pequeña risita tenía los aires de superioridad que por lo regular tiene su acento.
— Quería saber si eran lo suficientemente hombre para decir la verdad alguno de los dos. Al parecer, tú no.
Carlos comienza a llorar, las lagrimas le brotan sin control. Pero no hace ningún ruido. Sólo me mira con una mirada asesina, similar a su padre el día en que renuncié.
Juan Carlos suspira irritado.
— Otra vez la cara de su madre — dice Juan Carlos mientras nos pasa de lado y se va en dirección a su carro, un Bentley color verde oscuro.
Carlos humillado, esta vez comienza a gemir mientras llora. Jonás lo intenta controlar en silencio.
— Jonás, ven aquí. Deja que la niña llore — dice Juan Carlos.
Jonás se disculpa con Carlos en silencio, y lo deja ahí. Corre con su jefe como un niño regañado.
Me dirijo a Carlos.
— No es justo lo que te hace.
— A ti que te importa.
Le ofrezco la mano, para que se levante. Carlos aleja la mirada.
— Alfredo, deja que él se levante — me grita Juan Carlos.
Lo ignoro.
— No dejes que te trate así. Es tu papá, no tu amo.
Carlos me mira extrañado.
— Te dijo que me dejaras.
— Hace mucho que no hago lo que él dice.
Carlos luce confundido.
— ¿Quién eres?
Trago saliva, eventualmente tiene que enterarse.
— Soy el ex-gerente de banco Tláloc.
Carlos pasa por una serie de emociones. Su rostro pasa de extrañado, a confundido, luego parece recordar algo. Su boca se abre intentando decir algo, la cierra de golpe. Niega con la cabeza como si no pudiera entenderlo y al final parece entender.
Al final me agarra de la mano y al levantarlo parece incluso envidiarme… Tal vez incluso admirarme. Me sonríe.
— Cualquiera que haya causado que mi papá tuviera un pre-infarto de coraje es amigo mío — me dice.
Me da un abrazo y entra honestamente feliz al coche.
Un problema menos pienso.
Juan Carlos mira a su hijo, extrañado.
Carlos se sienta tranquilo, limpiándose los ojos de la tierra que le eché.
Me siento en el asiento del conductor. Todo el coche está en silencio.
— ¿Dónde queda el Sastre? — pregunto.
— En la calle de…
En ese momento suena un teléfono.
— ¿De quién es ese teléfono? — pregunta Juan Carlos irritado.
— No es mío, lo dejé en casa — dice Carlos.
Jonás se revisa.
— No es el mío.
Al fin meto la mano en mi pantalón.
Saco mi teléfono. No es.
Sin embargo, en el otro bolsillo, comienzo a sentir una vibración.
Meto la mano, y saco el teléfono rojo.
El teléfono rojo suena.
Son las cuatro.
Es una llamada de mi otro trabajo.
Siento mi cuerpo congelarse. Me llamaron en el peor momento posible.
Intentando no gritar del terror que siento miro a Juan Carlos y luego al teléfono.
— Contesta, y ponlo en altavoz — me dice Juan Carlos.