Esa tarde, la cocina de Jenna estaba impregnada del aroma a ajo y tomate. La rubia se movía entre la estufa y la encimera, con el cabello recogido en un moño desordenado y un pequeño short que apenas cubría el inicio de sus muslos. La camiseta negra que llevaba le quedaba ajustada, marcando sus pezones contra la tela del algodón fino. Eran casi las tres de la tarde, el sol iluminaba el interior de la casa con tonos dorados, y el único sonido era el del agua hirviendo en la olla cuando el chasquido de la cerradura girando rompió el silencio. Jenna frunció el ceño. Nadie más tenía la llave. Su corazón se aceleró y, sin pensarlo, tomó el cuchillo con el que cortaba los tomates, alzándolo frente a ella con una mezcla de temor y alerta. El sonido de la puerta abriéndose fue seguido por unos p

