Salomón un Amigo Inesperado

1849 Words
Salí a buscar mi segunda prioridad. Necesitaba manos capaces de dar vida a mis autos y motos. Y tal como el oficial del pueblo me había dicho, había un hombre: Salomón. Lo encontré al cruzar la esquina, en un pequeño taller al fondo de un callejón polvoriento, con las paredes repletas de herramientas colgadas como si fueran trofeos. Salomón estaba con medio torso metido bajo el capó de una camioneta vieja, tarareando una canción que no encajaba con nada: reguetón. —¿Salomón? —pregunté, deteniéndome justo frente al taller. El muchacho salió de golpe, manchado de grasa hasta las pestañas, una sonrisa blanca y amplia como un faro. —¡Presente! ¿Quién pregunta? ¿Tiene motor averiado o está perdido, compa? Alcé una ceja. No estaba acostumbrado a ser recibido con tanta soltura… y mucho menos con una risa. —Soy Grayson Johnson. Busco un mecánico con manos decentes. Me hablaron de ti. —¿Ah sí? ¡Entonces le hablaron bien! —Salomón se sacudió las manos con un trapo, me tendió una—. Soy el mejor de este pueblo. Y el único, pero eso no importa. Solté una breve carcajada. El muchacho no tenía filtros y tampoco aparentaba tener miedo. —Tengo varios autos antiguos en la casona. Necesito alguien que me ayude a pintarlos, restaurarlos, mantenerlos vivos. ¿Interesado? —¿La casona del inglés misterioso que nunca baja al pueblo? —Salomón me miró con picardía—. Pensé que era un mito. ¡Claro que sí! Por trabajo y por curiosidad, me apunto. ¿Cuándo empezamos? —Mañana. A las ocho. —¿De la mañana? —Salomón hizo un gesto teatral de horror—. ¡Eso es criminal! Pero está bien. Voy. ¿Quiere que lleve mi música? —Solo si no es reguetón —gruñí, divertido. —Entonces llevaré salsa. ¡Para que esos carros bailen mientras los pintamos! Y así fue. A la mañana siguiente, mi Range Rover bajó hasta el portón principal para recibir al nuevo invitado. Salomón llegó en una bicicleta roja destartalada con una bocina que chillaba cada vez que frenaba. —¿Ese es tu medio de transporte? —Mi leal compañera. Le dicen “la roja furiosa”. —Salomón golpeó el manubrio como quien acaricia a un caballo—. Pero tranquilo, jefe, que mi trabajo es más rápido que ella. Durante las primeras horas, revisamos los autos. Salomón tocaba cada máquina con la devoción de un cirujano y el humor de un presentador de televisión. —¡Este coche tiene más historia que la reina de Inglaterra! Mire este motor, señor Grayson. Con un poco de amor y aceite, esto ruge como un león. Yo, que solía ser reservado y directo, me sorprendí riéndome más de la cuenta. El chico hablaba sin parar, pero cada frase tenía ritmo, gracia y una honestidad fresca. —¿De dónde vienes, Salomón? —pregunté mientras limpiábamos la carrocería de un Mustang del 68. —De todos lados. Mi mamá es de Venezuela, mi papá de Marruecos y yo… yo soy del planeta “no me quedo quieto”. Crecí aquí, pero viajo con cada historia. ¿Y usted? ¿Por qué un millonario viene a esconderse en un pueblo donde lo más emocionante es el día de mercado? Lo miré de reojo. No había malicia en la pregunta, solo una curiosidad genuina. —Buscaba silencio. Y lo encontré. Aunque empiezo a pensar que un poco de ruido no me vendría mal. —¡Pues llegó el indicado! Yo soy ruido. Ruido con piernas. Esa tarde, el garaje se llenó de música latina, olor a pintura fresca y anécdotas absurdas que Salomón contaba mientras sacaba piezas oxidadas y revisaba motores. Yo, contra todo pronóstico, me quedé allí todo el día. Pintamos juntos, nos manchamos las manos, y hasta compartimos unas cervezas al caer la tarde. —¿Y qué más necesita el jefe? —preguntó Salomón, mientras nos limpiábamos las manos con trapos viejos—. Porque ya le pintamos el alma a este auto. —Tal vez un amigo —respondí, sin mirarlo directamente. —Entonces lo tiene, jefe. Y con descuento. —Y me dio una palmada en el hombro que a cualquier otro habría costado el despido. Pero no a Salomón. A él se lo ganó. Porque yo, por primera vez en muchos meses, no me sentí solo. La casona ya no era tan fría. Los motores rugían. Y la risa —sí, la risa de Salomón— llenaba los rincones donde antes solo vivía el silencio. --- Al segundo día, puntual como el reloj suizo que llevo en la muñeca, Fui por ella, Samira Aldridge preparó sus herramientas. La vi. Cada movimiento, cada pieza de madera pulida, cada frasco de aceite especial, todo con la precisión metódica de un cirujano. Su bolso de cuero, viejo con las costuras reforzadas, parecía una reliquia en sí mismo. Mientras la miraba también me preguntaba por qué habría aceptado mi encargo, siendo yo un completo desconocido. Algo en mi voz, pensó, la había empujado a decir que sí. Una rareza. No hablamos manteniendo la distancia la vi subir a su camioneta utilitaria, un vehículo que apenas respondía al girar la llave, tosiendo antes de arrancar, y conducir hacia mi propiedad. El tránsito, sorprendentemente fluido, nos trajo en apenas treinta minutos hasta la verja de hierro forjado, imponente y recién pintada de un n***o azabache, un portal hacia otro mundo. Y ese mundo, mi mundo, había cambiado radicalmente desde la última vez que Samira había pasado por aquí, hacía años, cuando aún era una adolescente y la propiedad languidecía. Donde antes solo había maleza invadiendo cada rincón, polvo espeso y un aire de abandono, ahora la mansión resplandecía con nueva vida: ventanas limpias hasta el brillo, jardines inmaculados y cuidadosamente recortados, techos renovados que reflejaban el sol y, lo más sorprendente, una carretera recién asfaltada que zigzagueaba como una serpiente elegante hacia la casa principal. —¿Y para qué querrá una pista de asfalto así aquí? —la escuché murmurar para sí misma al ver los trabajos de maquinaria pesada, todavía activos, en lo que parecía una ampliación de la carretera. Mientras la reja se habría vi en sus ojos verdes.La conclusión era obvia—. Este hombre nada en dinero. Juro que la escuché murmurar al pasar con mi auto lentamente junto al de ella para tomar la delantera. Cuando ella se bajó del vehículo, dejando la puerta abierta y la camioneta exhalando vapor, Yo la esperaba en la entrada del garaje, apoyado contra el marco de la puerta de madera, con las manos apenas manchadas de grasa de motor, como un mecánico de alta alcurnia. Mi camisa de lino de un tono neutro, remangada hasta los codos, dejaba al descubierto mis antebrazos firmes y tatuados, las líneas de tinta contrastando con mi piel. mi cabello rubio oscuro, revuelto por el viento, me daba un aire despreocupado que ocultaba la tensión en mi expresión contenida, mientras evaluaba cada paso de Samira. Su nombre ya no se iba de mis pensamientos. Ella, con una profesionalidad impecable, solo me miró con un asentimiento educado, como si fuera un cliente más, uno de tantos en su agenda. Su mirada apenas se detuvo en mí. Pero entonces lo vio, la figura familiar que se movía detrás de mí: Salomón, el mecánico del pueblo, el hombre de unos treinta y tantos, con la cara manchada de aceite y una sonrisa nerviosa. —¡Tú y yo hablaremos luego! —dijo Samira, señalándolo con un dedo acusador, sus ojos verdes clavados en él como cuchillos afilados mientras avanzaba sin dudar un paso hacia él, ignorándome por completo. Salomón tragó saliva, una mezcla de diversión y genuina preocupación en su rostro curtido. —¿Otra vez, señorita Samira? Si solo le puse cariño a ese motor viejo… —Quiero que arregles la casa rodante como la dejó mi abuelo —lo interrumpió Samira sin piedad, su voz firme, sin espacio para la réplica—. Ni un tornillo cambiado. Solo haz que funcione. Pero te prohíbo que la desarmes de nuevo. No quiero verla en piezas otra vez. —Su voz se endureció, una amenaza velada en cada sílaba—. No sé qué va a ser de tu vida si no lo haces bien, Salomón. —Nunca la he estafado, señorita —respondió el muchacho, alzando las manos como en señal de paz, una súplica muda en sus ojos—. Pero esa reliquia necesita un milagro. Tal vez un exorcismo. Eso no es motor, es un suspiro con ruedas. Ella entrecerró los ojos, el fuego brillando en su mirada, pero luego soltó una exhalación contenida, casi un gruñido. —Solo hazlo. Y si lo logras, te invito una cerveza… si no, no quiero volver a verte ni en sueños. Salomón rió por lo bajo, divertido por la amenaza, pero conociendo la seriedad detrás de sus palabras. —Acepto el reto. Pero si se me aparece en sueños, espero que no venga con un destornillador en la mano. Samira no respondió, solo giró sobre sus talones, la conversación con Salomón finalizada, y caminó hacia mí, quien había observado la escena en silencio, una media sonrisa formándose en mis labios. —Ahora sí, señor —dijo con profesionalidad renovada, su tono cambiando drásticamente, ignorando por completo la chispa de humor que acababa de encenderse detrás de ella, o mi presencia imponente—. ¿Podría llevarme a ver ese hermoso objeto sin voz? La miré un instante, con la mandíbula ligeramente apretada. Había algo en su tono —en la elección exacta de las palabras, en la forma impersonal con la que me trataba, como si fuera un autómata, un mero guía— que me resultaba profundamente irritante y, al mismo tiempo, exquisitamente adictivo. Ella era un enigma andante. Sin decir una palabra, solo con un gesto de la cabeza, le indiqué que me siguiera hacia la imponente puerta de la mansión. Ella caminó por delante, con paso firme, sus botas deportivas apenas haciendo ruido en el suelo pulido. Yo, un par de pasos detrás, aproveché el momento para observarla. Un estudio minucioso. Nada en ella evocaba a la fiera desenfrenada de aquella noche en el hotel. No había tacones altos que acentuaran sus curvas, ni vestidos ajustados que invitaran a la imaginación, ni labios pintados de un rojo provocador. Lucía ordinaria, vestida con una camisa clara metida en unos jeans de mezclilla gastados, botas deportivas cubiertas de un ligero polvo de carretera y el cabello recogido en una trenza apretada que caía por su espalda como un látigo disciplinado. Nada en su atuendo sugería coqueteo, nada indicaba que supiera quién era yo, el hombre que controlaba imperios. Pero a mí no me engañaban las apariencias. Yo había visto la tormenta bajo esa calma. Cada movimiento de Samira, cada palabra medida, cada gesto de sus manos, me parecía un acto deliberado, parte de un guion que solo ella conocía. Si era un juego, yo no pensaba perderlo. Jamás.
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