Después de la cena, el comedor se sumió en un silencio denso. Las copas, medio vacías sobre la mesa de ébano, reflejaban la luz tenue, y la conversación, que había sido una esgrima de ingenios, llegaba a su fin. Me puse de pie, mi figura recortada contra la penumbra. Era el momento.
- Acompáñame,- le dije a Samira, mi voz más una invitación íntima que una orden.
Sabía que no la llevaba a cualquier habitación, sino a mi santuario, o mejor dicho, al santuario de mi tío, un espacio donde se guardaban mucho más que simples objetos. Ella se levantó sin dudarlo, sin una pizca de curiosidad impaciente. Lo sentí en la forma en que mis propios pasos, que solían resonar con una autoridad fría, ahora lo hacían con una gravedad casi reverente sobre el mármol pulido. Había recogido un pequeño manojo de llaves antiguas del aparador de caoba, cada una con su propia historia.
Caminamos por un largo pasillo alfombrado, el olor a cera y a antigüedad envolviéndonos. Atravesamos dos alas enteras de la mansión, como si nos adentráramos en un laberinto de tiempo. Finalmente, llegamos a una puerta de madera maciza, tallada a mano con motivos intrincados y herrajes de hierro forjado que parecían susurrar siglos de relatos. La abrí con una llave dorada, pesada en mi mano. El chirrido metálico fue suave, casi un susurro, como si incluso el tiempo, contenido allí dentro, respetara la solemnidad del lugar.
Entramos.
Era una sala inmensa, los techos altos se perdían en la penumbra, y estanterías de roble oscuro subían hasta tocar las elaboradas molduras del cielo raso. La luz tenue de las lámparas de pared, estratégicamente dispuestas, acariciaba con halos dorados una colección abrumadora de objetos antiguos: instrumentos de cuerda que parecían esperar una melodía, relojes centenarios cuyas agujas se habían detenido en un tiempo ajeno, pergaminos enmarcados con caligrafías imposibles, baúles misteriosos, muebles restaurados con técnicas ancestrales que pareciera que Samira apenas creía posibles. Al fondo, como el corazón mismo de ese santuario, se erguía un majestuoso piano vertical de madera negra, su superficie pulida y brillante, con un banco solitario cubierto de una fina capa de polvo, como un velo que ocultaba una historia.
Samira se quedó perpleja. Sus ojos verdes, acostumbrados a lo rústico y funcional, se abrieron de asombro ante tanta belleza y tanto legado.
- Es... increíble, - susurró, dando un paso más hacia el interior, su voz apenas un hilo, como si el aire tuviera memoria y pudiera romperse con un ruido fuerte, alterando el sueño de las cosas.
Yo me quedé cerca de la puerta, los brazos cruzados, observándola mientras ella recorría con los ojos cada objeto, cada detalle. Su trenza, que un momento antes había sido un látigo suelto, ahora oscilaba a su espalda como un péndulo silencioso, marcando el ritmo de su fascinación. Se detuvo frente a uno de los pergaminos más antiguos, enmarcado con delicadeza, y lo tocó con la yema de los dedos, una reverencia.
- Mi abuelo me enseñó cómo restaurar estos documentos,- dijo, su voz cargada de admiración. - Son rarísimos. Pensé que nunca volvería a ver uno así. Es una colección... invaluable.
Caminé a su lado, la cercanía de nuestros cuerpos llenando el espacio. Relajé mi postura, dejé caer mis brazos, y mis palabras salieron como un suspiro, una confesión casi involuntaria.
- Sí... Creo que mi tío pasó mucho tiempo solo. Mucho. Y por eso se refugiaba aquí. En estas cosas. En esta sala. Coleccionaba. Guardaba. Escribía...- Callé un segundo, mi mirada se perdió en la penumbra de los estantes, un dolor sutil en mis ojos azules. - Cosas que aún no estoy listo para leer.
Samira me miró. Esa confesión, dicha con una franqueza tan repentina, no era menor.
- Te entiendo, - dijo, bajando la voz casi a un susurro, como si también respetara al hombre ausente cuya energía aún flotaba en la habitación, como si su presencia la estuviera tocando. - Pero llegará el momento. El valor, el coraje para enfrentar esas verdades, llega cuando menos lo esperas. O cuando más lo necesitas.
Bajé la mirada un instante, absorto en mis pensamientos. Cuando volví a levantarla, ella ya estaba junto al piano, el imponente piano que por mi orden había sido traído. Sus manos estaban apoyadas con reverencia sobre la tapa de madera pulida. No había en su postura la impaciencia de quien viene a cobrar, ni el desdén de una profesional más. Había cuidado, una reverencia palpable, incluso una promesa silenciosa de sanación.
- Quiero trabajar contigo, Grayson, -dijo, mirándome de frente, sin rodeos, sus ojos verdes transparentes. - Porque mi abuelo David lo haría. Sin duda alguna. Este lugar... este legado... merece manos que lo comprendan. Manos que no solo reparen, sino que también honren.
No respondí de inmediato. Un nudo en mi garganta me impedía hablar. Me acerqué despacio, la distancia entre nosotros disminuyendo. Y entonces, extendí mi mano, no como un empresario cerrando un trato millonario, sino como un hombre confiando una parte de sí mismo, una parte de su pasado y su dolor, a una mujer que acababa de ver mi alma a través de un piano.
-Entonces empieza cuando quieras,- murmuré, mi voz apenas audible, ronca de una emoción que apenas controlaba. Sentí que, por primera vez en esa casa colmada de reliquias y fantasmas, alguien había dicho exactamente lo que necesitaba oír.
Y entonces ella se fue...
Unas horas más tarde. La casa estaba en silencio.
Un silencio espeso, casi vivo, como si incluso los muros de piedra y madera respiraran con más calma después de la partida de Samira. Su energía, tan vibrante, había dejado una huella.
No volví de inmediato al comedor para recoger las copas ni subí a mi estudio a revisar correos. En cambio, caminé en línea recta, guiado por un impulso que llevaba días, semanas, conteniéndose, una necesidad imperiosa. Atravesé el ala este, descendí la escalera de piedra antigua que crujía bajo mis pies, y volví a entrar en la sala de las reliquias, ese santuario de mi tío que ahora, gracias a Samira, parecía un poco menos una cripta y un poco más una promesa.
Encendí solo una lámpara, la del rincón donde dormían los libros y los cuadernos, un halo de luz amarilla cayendo como una caricia sobre las cubiertas de cuero envejecido y los lomos gastados. Tomé una libreta. No, no al azar. Una libreta negra, de tapa dura y hojas gruesas, con las iniciales “G. J.” grabadas discretamente en una esquina. Las mismas iniciales que mi nombre. Las mismas que mi tío había compartido conmigo. La abrí con cautela, como si cada página fuese un hueso antiguo a punto de romperse, revelando secretos dolorosos.
Comencé a leer. La letra era firme, elegante, sin titubeos, idéntica a la caligrafía que recordaba de mi tío, tan imponente y precisa como la presencia que siempre había admirado.
"Ser hombre libre. Ese fue mi sueño, Grayson. Mi gran ambición. Sin esposa que me llore, sin hijos que me reclamen, sin cadenas invisibles que me retengan. Pensé que era sabio al elegir ese camino. Pensé que era poderoso. Pero el tiempo no se detiene. Y ahora… soy viejo. Libre, sí. Libre de todo. Pero solo. Eternamente solo. Y la libertad, cuando no hay nadie con quien compartirla, se vuelve una prisión helada.”
Seguí leyendo, sintiendo que el frío de la sala, un frío que ya no era solo ambiental, comenzaba a colarse bajo mi piel, anidando en mis huesos. Era el frío de la soledad que mi tío había conocido tan bien.
“Las sábanas de mi cama aún huelen a perfume ajeno. A risas fugaces. A gritos contenidos de placer. A uñas que se clavaron sin querer. A sudor de mujeres que nunca quise retener, que solo fueron momentos, cuerpos sin nombre. Ellas lloraban después. Algunas. Otras solo se vestían sin mirarme, la humillación tatuada en sus gestos. Y todas, todas, se fueron. Ni sus nombres recuerdo. Ni sus lágrimas. Un vacío en la memoria. Una amargura silenciosa.”
Cerré los ojos un segundo, el cuaderno apretado en mis manos. Era como si lo estuviera escuchando, la voz grave de mi tío llenando el silencio de la sala, como si aún estuviera en esa habitación, hablándome desde la muerte, confesando sus arrepentimientos.
“Te obligué a casarte, Grayson. Lo hice sin decirte la verdad de mi propio infierno, de mi propio fracaso. Porque deseaba que tú fueras mejor que yo. Que quizás, bajo un contrato frío y la mano de una mujer correcta, apareciera el milagro del amor verdadero. Creí que con el tiempo llegarían los hijos. Que los mirarías a los ojos y sentirías lo que yo nunca supe: el amor incondicional. Que me llamarían ‘abuelo’, aunque no lo fueran. Que correrían por estos pasillos, llenando la inmensidad de esta casa con vida. Que me salvarías de este final solitario a través de ellos, a través de tu propia felicidad.”
Tragué saliva. El peso de esas palabras era asfixiante. Me senté pesadamente sobre la vieja silla de roble sin mirar lo que tenía a mi alrededor, sin ver los objetos. Ya no estaba en mi casona, en mi cómoda vida. Estaba dentro de ese corazón que mi tío nunca abrió en vida, en el centro de su dolor.
“Devora no fue la elegida. Ni para ti. Ni para este sueño que yo había construido. Lo supe cuando la oí gritarte por quinta vez, cuando sus reproches eran más fuertes que sus caricias. Cuando vi tus ojos apagados después de hacer el amor con ella como si cumplieras una tarea, no un deseo, no una entrega. Su llanto, sus escándalos, su forma desesperada de suplicar atención, eran el reflejo de un miedo que yo conocía bien, un miedo que me había perseguido toda la vida: el de saberse no amado. El de ser solo un medio.”
Mis manos temblaron ligeramente, una hoja del cuaderno crujió bajo la presión de mis dedos. Apreté el cuaderno con fuerza contra mi pecho, como si pudiera absorber su dolor por ósmosis, como si mi propia alma pudiera cargar con ese peso.
“Tal vez esta casa fue un error. O tal vez fue un altar, un lugar de sacrificio. Guardé durante veinticinco años cada moneda, cada joya, cada pieza de arte, con la esperanza silenciosa de dejarte un espacio sagrado donde pudieras construir una familia. Donde un niño pudiera correr descalzo, sintiendo la madera bajo sus pies. Donde una mujer te mirara como yo jamás fui mirado: con amor puro, con entrega absoluta. Pero ahora sé que moriré sin conocer esa historia. Sin ver tu familia. Sin nietos. Solo. En esta casa inmensa y hermosa, tan llena de tesoros y tan vacía de voces.”
Una página estaba manchada con una sombra oscura, como si el papel, ya amarillento, hubiera absorbido una gota de agua… o una lágrima, una que mi tío no quiso o no pudo derramar.
“Perdóname, Grayson. Si algún día lees esto, si encuentras el coraje de mirar mi corazón, quiero que sepas que no heredaste una casa. No heredaste solo un imperio. Heredaste un sueño inconcluso. Una oportunidad. Y aún estás a tiempo.”
Dejé caer la cabeza hacia atrás, cerré los ojos y me quedé así… respirando con dificultad, sintiendo el peso de esas palabras hundiéndose en mi pecho, en lo más profundo de mi ser. Entendiendo por fin que mi tío no me había dejado solo: me había dejado un mapa, una brújula, una esperanza.
Una misión.
Me levanté con la libreta aún en la mano, mis dedos aferrándola. La coloqué sobre la tapa cerrada del piano, el piano que Samira restauraría, el piano que ahora era un símbolo. Y mientras mis dedos recorrían la madera fría, como lo haría un músico que aún no se atreve a tocar, pero anhela la melodía, dije en voz baja, con una voz que era una mezcla de dolor y una renovada determinación:
"Estoy a tiempo, tío… Tal vez sí. Tal vez por primera vez en mi vida, estoy realmente a tiempo."