El Fuego Azul Eléctrico

1142 Words
A las nueve y media en punto, pisé el pueblo con pasos seguros y una presencia que, aunque no gritaba lujo, sí susurraba peligro. Llevaba una camisa negra entallada que marcaba la amplitud de mi espalda y la poderosa silueta de mis antebrazos tatuados, las mangas arremangadas justo por debajo del codo, revelando el arte del Fénix que ascendía por mi piel. Un pantalón oscuro, impecablemente planchado, caía sobre botas de cuero pulidas que brillaban con cada movimiento. Mi cabello, un desorden intencional, caía sobre mi frente con un aire descuidado… pero se notaba que cada detalle, desde el primer botón desabrochado hasta el brillo de mis botas, había sido calculado para una noche de seducción casual. Al entrar en Refugio, la discoteca más concurrida del pueblo, fui recibido por un torbellino de sensaciones: la vibración profunda del reguetón, el eco de risas roncas que se perdían entre la niebla del humo de cigarro, y las luces intermitentes que pintaban el ambiente con destellos de neón. Y el recuerdo de Samira aquella noche. Caminé con una confianza innata hasta la barra, apoyando los codos como si conociera aquel terreno de batallas nocturnas de toda la vida, y pedí un whisky doble, ignorando el bullicio. - ¡Jefazo!,- gritó Salomón desde el fondo, su voz ahogada por la música, rodeado de un grupo de hombres rudos y alegres que me saludaron con entusiasmo. - ¡Venga pa' acá que esta mesa ya huele a motor y a ron! ¡Justo a tu gusto! Sonreí con media boca, una expresión que apenas alteró la seriedad de mis ojos, y me acerqué. La mesa estaba repleta de campesinos, mecánicos, jóvenes con gorras hacia atrás, adultos con camisas de cuadros sudadas, todos brindando y riendo con vasos de cerveza humeantes y botellas de ron que rotaban sin cesar. Al principio, me sentí como una pieza de ajedrez en un tablero de dominó, un elemento extraño en un lugar que no me pertenecía… pero luego lo noté. Nadie me conocía. Nadie me miraba con la reverencia de un millonario o un heredero, y mucho menos como al dueño de media hacienda. Solo era un hombre más, uno de ellos, en una noche cualquiera. Y eso me gustó. La anonimidad era un lujo que rara vez podía permitirme. Me relajé. Bebí mi whisky, brindé con los hombres, y hasta me animé a bailar con una chica de risa escandalosa que, con la audacia del alcohol, me arrastró a la pista al ritmo vibrante de una bachata. No sabía dar los pasos exactos, carecía de la gracia de los bailarines locales, pero movía la cintura con una soltura inesperada, una sensualidad cruda que encendió los murmullos y las miradas curiosas. Hasta que… El aire se detuvo. Como si alguien hubiera apretado el botón de pausa en el tiempo. Las luces de la discoteca parecieron dar un giro hipnótico, centrándose justo cuando la puerta se abrió de nuevo. Y entonces, la vi. Samira Aldridge. Entró con sus dos amigas del equipo de restauración, pero era ella, solo ella, quien hipnotizaba. Vestía un minivestido azul eléctrico, un tono tan vibrante que parecía tejido con la única intención de pecar. Le ajustaba como una segunda piel, dejando ver el contorno redondo de sus pechos firmes, la curva audaz y provocativa de sus caderas, y las piernas torneadas que brillaban bajo los focos estroboscópicos del lugar. Cada paso suyo era una sacudida a la lógica, una declaración. Su cabello, usualmente recogido o trenzado, caía ahora suelto sobre sus hombros, una cascada oscura y salvaje. Los hombres de la mesa de Salomón silbaron al verla entrar, algunos alzaron sus vasos. Algunos le murmuraron a Salomón, con ojos desorbitados: - La señorita aldridge es diosa, Salomón? ¡Por Dios! Pero él, entre risas ahogadas por la cerveza, solo dijo: - Esa fiera es del inglés. Pero shhh… él aún no lo sabe. Es una historia larga. Yo ya no sonreía. La bebida se me heló en la garganta, quemándome el esófago. Mi cuerpo, que un segundo antes se movía con soltura en la pista, se quedó rígido. Ella caminó directa a la barra, su mirada fija, sin mirarme, como si no me hubiera visto. Pero lo supe. Claro que me había visto. Me olfateó antes de entrar, me reconoció antes de abrir la puerta. Era Samira. Siempre Samira. - Tres margaritas, por favor- , pidió Samira con voz suave y afilada, el sonido de su voz un bálsamo y una condena a la vez. Sus amigas reían y se movían al ritmo de la música, con ropa colorida y coqueta, sus cuerpos vibrando con la juventud. Samira también se movía, incluso mientras esperaba su bebida, pero lo hacía con esa naturalidad felina, una gracia innata que la diferenciaba de todas las demás. No intentaba ser sexy; lo era sin esfuerzo. Cuando volteó levemente la cabeza, sus ojos de jade buscaron los míos al otro lado de la pista, la multitud bulliciosa desapareciendo entre nosotros. Fue como si el techo se cayera, el mundo entero se redujera a esa conexión silenciosa y volátil. Ninguno sonrió. Ninguno saludó. Solo nos medimos. Ella me sostuvo. Yo… también. Una promesa tácita de batalla. Samira levantó su copa de margarita recién servida y brindó con su amiga pero sus ojos seguían clavados en mí, un brindis silencioso que era un desafío. Entonces, se volvió hacia sus amigas, les murmuró algo con una sonrisa cómplice, y se dejó llevar por la música. Su cuerpo se movía con una cadencia peligrosa, sin vergüenza, cada movimiento una provocación deliberada. Sabía lo que hacía. Cada giro de cadera, cada ondeada de su cabello, cada movimiento de sus brazos, era un castigo para mí. Un mensaje: Esto es lo que te pierdes. Apreté la mandíbula, mis nudillos blancos alrededor del vaso de whisky. Uno de los campesinos me dio un codazo amistoso, la voz un susurro cargado de curiosidad: - ¡Epa! ¿La conoce? ¡Esa muchacha es fuego!. Me serví otro trago, el alcohol quemándome la garganta, pero no aliviando el fuego que crecía en mi interior. Mis ojos, oscuros y posesivos, seguían clavados en Samira. - Digamos que sí, es como una deuda…, - murmuré, mi voz apenas audible, pero cargada de intención, - que me está cobrando con intereses. Y muy altos. Salomón se carcajeó, golpeando la mesa con la palma de la mano. - ¡Ay papá! ¡Esa te va a dejar sin herencia y sin aliento, Jefazo! ¡Y con el corazón en la mano! Pero no reía. Estaba hipnotizado, completamente cautivado por la mujer que se movía a su antojo en la pista. Ella no me había tocado, ni hablado, ni sonreído directamente. Pero ya me tenía ardiendo. Consumiéndome. Y la noche… apenas comenzaba. La verdadera batalla, de dos fieras que no se rendían, estaba por desatarse.
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