Después de dejarla trabajando en el salón, con la música de su radio flotando en el aire, regresé a mi habitación. El tobillo enyesado dolía con una punzada constante, un recordatorio físico de mi vulnerabilidad, pero no tanto como la ansiedad de tenerla tan cerca y no poseerla del todo, de sentirla tan al alcance de la mano y aún así tan etérea. Encendí mi laptop, la pantalla cobrando vida con el logo de mi compañía. Mi imperio no se detendría solo porque yo estuviera enredado con una mujer imposible. Había reuniones, cuentas que auditar, inversiones que revisar. El mundo no dejaba de girar por mis dilemas sentimentales.
El rostro de Dimitri apareció en la pantalla, sonriente, acompañado de los rostros de otros socios distribuidos en las ventanas de la videollamada. Mientras me saludaban con la formalidad habitual, mi mente todavía estaba a medias en Samira, en la imagen de sus dedos manchados de polvo de piano y sus labios apretados para no sonreír ante mis comentarios cargados de doble sentido. Su presencia, incluso a la distancia, era un eco constante en mi mente.
Avanzaba la reunión, con los números y las estrategias fluyendo de mi boca casi por inercia, cuando la puerta se abrió suavemente, sin un ruido, sin una advertencia. No tuve que mirar para saber que era ella. El aroma a vainilla y a tierra mojada, esa combinación única que solo ella poseía, me delató su presencia antes incluso de que escuchara su leve respiración.
Samira entró con un yogurt en una mano y un libro grueso sobre pianos, con la encuadernación de cuero gastada por el uso, en la otra. Bajo el brazo, llevaba una libreta de bocetos y un lápiz. Me ofreció una sonrisa breve, casi una disculpa por la interrupción, y, sin decir palabra, se acercó a la cama con una familiaridad que me dejó sin aliento.
Dejó el yogurt sobre la mesita de noche, con una precisión casi ritual. Luego, sus ojos buscaron mis calmantes, que yo había dejado olvidados, y los puso frente a mí, junto a un vaso de agua. Lo hizo con la misma naturalidad con la que una esposa lo haría, con el mismo cuidado de quien conoce cada rincón de la rutina y las necesidades del otro.
Sin interrumpir mi videoconferencia, sin buscar siquiera mi aprobación, deslizó suavemente una almohada bajo mi pie enyesado. El alivio fue inmediato, un suspiro de confort que apenas logré contener. La miré de reojo; ella no me devolvió la mirada, sus ojos fijos en la pantalla, como si fuera una asistente discreta. Se acomodó a mi lado, cruzando las piernas bajo el camisón corto, y abrió su libro. Luego, con una delicadeza que contrastaba con su imagen de "fiera", tomó su libreta y empezó a dibujar, sus dedos largos y esbeltos moviéndose con gracia.
Yo hablaba de balances millonarios, de proyecciones a futuro, de la pista de carreras que estaba construyendo en la hacienda, de cifras que movían continentes… y al mismo tiempo, la veía garabatear con una concentración absoluta, su lápiz trazando líneas suaves, su frente ligeramente fruncida en un gesto de enfoque. La dualidad de ese momento era casi irreal.
En un momento, Dimitri me hizo una pregunta directa, sacándome de mi trance de observación. Cuando volví a mirarlos a la pantalla, Samira, sin levantar la cabeza por completo, me mostró de reojo el dibujo. Era el piano del tío Germán, reconocí cada detalle, cada curva de madera, pero junto a él, había dos siluetas. Un hombre y una mujer. Yo y ella. Sentados uno al lado del otro, con el piano como testigo silencioso de una vida compartida, de una armonía tácita.
Tragué saliva, mi garganta repentinamente seca. Regresé la vista a la pantalla, fingiendo una calma que no sentía. Pero por dentro, el corazón me retumbaba con la fuerza de un tambor de guerra.
Ella siguió dibujando como si nada, como si no acabara de volcar mi mundo de cabeza con un simple trazo de lápiz. Y yo seguí con la reunión, aunque apenas podía escuchar lo que Dimitri decía, las palabras de mis socios perdiéndose en el eco de ese dibujo.
Porque lo que Samira acababa de poner en papel no era solo un piano. Era una nueva versión de nosotros. Una donde, aunque lo negara con cada fibra de su ser rebelde, se veía como mi esposa.
Cuando la reunión terminó, cerré la laptop con un clic final y me recliné contra las almohadas, la tensión de la videollamada cediendo paso a una más personal e intensa. Samira seguía con la cabeza inclinada sobre la libreta, como si quisiera evitar mi mirada, como si el dibujo la absorbiera por completo. Pero yo no podía apartar la mía de esa hoja, de esa imagen tan íntima y reveladora.
—¿Qué significa esto, Samira? —pregunté, mi voz más suave de lo que esperaba, señalando el dibujo con un gesto.
Ella levantó apenas los ojos, y su sonrisa fue un susurro travieso, una burla apenas perceptible que intentaba enmascarar algo más profundo.
—¿Qué crees que significa, inglés? Solo es un dibujo. Un simple pasatiempo.
—No. —Negué despacio, con convicción—. Es algo más. Porque no solo dibujaste un piano, Samira. Te dibujaste a ti. Y me dibujaste a mí. Juntos.
Su silencio me respondió más que cualquier palabra, una verdad tácita que flotaba en el aire. Cerró la libreta con un gesto decisivo y se abrazó las rodillas, encogiéndose un poco, esquiva, como si de repente se sintiera expuesta. Me incliné hacia ella, con torpeza por el pie enyesado, y le tomé la mano, mis dedos entrelazándose con los suyos.
—Dime que no te importa —le supliqué, mi voz apenas un ruego—. Dime que soy solo un capricho, una distracción más, y te juro que te dejaré en paz. Te lo prometo.
Ella me miró entonces. Sus ojos verdes brillaban con esa mezcla imposible de descaro y fragilidad, una vulnerabilidad que pocas veces me permitía ver. Su labio inferior tembló apenas.
—No puedo, Grayson —susurró, su voz apenas audible—. Porque sí me importas… y eso me asusta más que cualquier cosa. Me aterra.
Sentí que el aire se me detenía en los pulmones, cada respiración se volvió un esfuerzo. La atraje hacia mí, despacio, con sumo cuidado, y ella no se resistió, su cuerpo cediendo al mío. Nuestros labios se encontraron primero con cautela, como si nos midiéramos, como si cada uno esperara la reacción del otro. Pero pronto la cautela se disolvió, y el beso se volvió más profundo, más real. Esta vez no hubo prisa, ni rabia reprimida, ni el hambre salvaje de otras veces. Esta vez hubo ternura. Una caricia lenta, que quemaba más que cualquier arrebato violento, que prometía algo más duradero.
La recosté con cuidado a mi lado, mi brazo bajo su cabeza. Samira pasó sus dedos por mi rostro, la textura de mi barba incipiente, sus movimientos delicados y lentos.
—No deberías enamorarte de mí, inglés —murmuró con voz temblorosa, casi una advertencia, una súplica.
—Ya lo hice —confesé, sin titubear, sin un ápice de arrepentimiento en mi voz.
Sus pestañas temblaron, como si esa verdad la atravesara hasta lo más profundo de su ser. Entonces me besó otra vez. Lenta. Suave. Como si quisiera memorizar cada instante, cada sabor, cada sensación de ese beso que lo cambiaba todo.
Esa noche hicimos el amor, no como bestias desatadas por la pasión, sino como si ambos temiéramos que el mundo se acabara al amanecer. Yo, con el tobillo inmovilizado, ella acomodándose para no lastimarme, moviéndose con una delicadeza asombrosa, como si cuidara de un cristal frágil. Y aún así, cada roce, cada gemido contenido, cada suspiro que escapaba de sus labios me demostró que era la primera vez que no solo me deseaba… sino que también me estaba entregando un pedazo de sí misma, un fragmento de su corazón que creía muerto.
Cuando todo terminó, no me soltó. Se acurrucó contra mi pecho, en silencio, su respiración acompasada con la mía, un ritmo tranquilo y sereno. Yo acaricié su cabello oscuro, la seda bajo mis dedos, sin atreverme a moverme demasiado, por miedo a que esa paz, esa cercanía, se desvaneciera como un sueño.
En ese momento supe que ya no había vuelta atrás. Samira podía decir que su corazón estaba muerto, que el amor era una fantasía cara. Pero esa noche, yo lo había sentido latir contra el mío, fuerte y verdadero. Había sentido el pulso de una nueva versión de nosotros nacer.