Desperté como cada mañana, exactamente a las siete en punto. Mi cuerpo reaccionó antes que mi mente, estirándose levemente entre las sábanas revueltas y enredadas, testigos silenciosos de una noche de excesos, de pasión salvaje y de una rendición que aún me sorprendía. Pero algo era distinto. No era la soledad habitual de mi despertar.
Había un peso, una presencia. Samira dormía.
Y yo ahí, junto a ella, como un caimán al acecho, con los ojos abiertos de par en par y la mirada fija en su rostro, en cada respiración, en cada parpadeo, como si hubiese pasado la noche entera, cada minuto, cada segundo, aguardando pacientemente a que su presa abriera los ojos.
Y cuando ella lo hizo, cuando sus pestañas se agitaron y sus ojos verdes se encontraron con los azules, profundos y oscuros, los míos, no perdí un solo instante.
- Buenos días, fiera,- susurré, con voz ronca por el sueño y el deseo contenido, una voz que prometía más de lo que decía.
Y sin más preámbulos, me abalancé sobre sus labios como un ladrón de aliento, un conquistador que volvía a reclamar su territorio. Samira aún no había salido del todo del sueño, su mente flotando en esa neblina deliciosa entre la inconsciencia y la realidad, pero me recibió. Y mi lengua ya la exploraba con una ferocidad tierna, como si quisiera recordarle cada rincón, cada grieta, cada secreto que había conquistado la noche anterior. Su cuerpo, instintivamente, se arqueó bajo de mí, una respuesta automática al placer, pero esta vez fui yo quien la inmovilizó, quien tomó el control.
Con una sola mano —fuerte, grande, decidida, con la prominencia de mis venas y el arte de mis tatuajes marcados contra su piel— sujeté ambas muñecas de Samira por encima de su cabeza, inmovilizándolas contra la almohada.
Me quedé sobre ella, mi peso imponente, mi figura poderosa, mirándola desde esa altura dominante, con una intensidad que helaba y encendía a la vez, una mezcla de posesión y admiración.
- Tienes prohibido estar con alguien más,- murmuré, mi voz grave, mi aliento caliente contra su piel, una advertencia que era una promesa. - Pero si lo haces… si te atreves a buscar otro consuelo, romperé a tus amantes, uno por uno, hasta el último hueso. No solo soy un hombre rico, Samira, con poder para arruinar vidas. También soy un caprichoso. Un maldito obsesivo. Y desde hoy… tu cuerpo, tus gemidos, tu olor… son míos. Completamente míos.
Samira me miró con media sonrisa desafiante, una expresión que yo estaba empezando a conocer y me volvía loco. Sus ojos oscuros estaban llenos de esa chispa indomable, de la misma rebeldía que me atraía como un imán. La derrota en esa guerra de voluntades no era una opción para ella.
- No te prometo eso,- respondió en un susurro que apenas rompió el silencio de la habitación. Su voz era suave, como la seda de la lencería que ya no llevaba, pero su tono estaba cargado de peligro y de un deseo que quemaba. - Soy como un hombre, Grayson… siempre buscando una piel sin nombre, un rostro desconocido, solo para olvidarme de todo. Solo para recordar que puedo elegir.
Mi corazón latió como un tambor de guerra, un ritmo frenético que llenó mis oídos. En lugar de enfadarme, en lugar de sentir la rabia que habría invadido a cualquier otro hombre, sonreí. Una sonrisa lenta y depredadora, la sonrisa de un cazador que sabe que su presa es la más deseable, la más desafiante. Esa respuesta, tan llena de la esencia indomable de Samira, era gasolina pura para mi fuego, un combustible para mi obsesión. Metí una mano bajo las sábanas, rozando su muslo, y con un solo dedo, con una malicia que la hizo estremecerse, la toqué justo ahí, donde ella ardía más, donde su cuerpo me suplicaba por más.
Samira se estremeció, un gemido se le escapó, ahogado, como un secreto robado, una rendición involuntaria.
- Entonces,- dije, mi voz aún más ronca, acariciando con lentitud, con una deliberación cruel, - tendré que asegurarme de que no puedas buscar más a nadie. De que solo mi huella exista en ti.
Y sin darle opción a responder, sin darle tiempo a que el aire entrara en sus pulmones, me sumergí en ella. No fue una entrada, sino un regreso a casa, pero con la furia de un huracán, la fuerza de una tormenta desatada. Cada parte de su cuerpo, desde los labios hasta los pies, fue saboreada, lamida, absorbida por mis labios, por mis manos, por la obsesión que sentía por ella. No dejaba rincón sin marcar, sin dejar mi rastro, y Samira, aunque se resistía al control, aunque su mente gritara libertad, no podía resistirse a mí. Su cuerpo traicionaba su voluntad, se entregaba a la marea avasalladora de mi placer.
- Dios...
alcanzó a susurrar ella, entre jadeos entrecortados, sus uñas arañando las sábanas por la intensidad.
- No, cariño. No reces,- dije, mi voz profunda, poderosa, mientras la besaba con una pasión desatada. - Ya estás condenada. Conmigo.
Y ella supo que era cierto. Porque aunque su corazón gritara independencia, aunque su mente planeara mil escapatorias, su cuerpo ya había elegido al diablo que la hacía arder, al que la consumía con un fuego que no conocía límites. Y esa condena, paradójicamente, se sentía… liberadora.
El caimán del amanecer la había reclamado. Y ella se había dejado atrapar.
Minutos después, la arrastré del lecho con una risa ronca que no pude contener. Las sábanas, desordenadas y empapadas de nuestro reciente frenesí, atestiguaban la intensidad que nos consumía. No le di tiempo a que objetara, ni a que siquiera terminara de abrir los ojos por completo. La levanté en mis brazos, su cuerpo blando y cálido contra el mío, su cabeza apoyada en mi hombro con esa confianza que solo ella lograba despertarme.
El baño, un santuario de mármol y cristal, nos recibió con la promesa del vapor. El rocío de la ducha ya empañaba las paredes, el aroma a lavanda y eucalipto llenaba el aire, una invitación a prolongar esa burbuja de intimidad que habíamos creado. La deposité con suavidad bajo el chorro caliente, y el agua comenzó a danzar sobre su piel, resbalando por cada curva, cada cicatriz que había descubierto la noche anterior.
Ella jadeó, una mezcla de sorpresa y placer al sentir las gotas en su piel.
- ¿Y esto?, - murmuró Samira, girándose levemente para mirarme, el vapor enroscándose en su cabello. Sus ojos verdes, recién abiertos, me desafiaban con un brillo juguetón.
- Una continuación,- respondí, mi voz grave, la mía, sin filtros, el vapor envolviéndonos como un velo. Mis manos ya estaban en su cintura, tirando de ella hacia mí hasta que nuestros cuerpos, aún húmedos por el sudor de la pasión, se encontraron bajo el abrazo del agua. El calor del vapor y del agua, junto con la calidez de su piel, lo sentía tan real, tan adictivo.
Tomé el jabón y comencé a deslizarlo sobre su espalda, sintiendo la tensión de sus músculos relajarse bajo mis dedos. Era un acto de posesión silenciosa, cada caricia una reafirmación de mi dominio sobre su cuerpo. El roce del jabón, la suavidad de su piel, el vapor que nos rodeaba, todo se mezclaba en una sinfonía de sensaciones que me confirmaban que no había vuelta atrás. Ella era mía.
Samira se apoyó en mi pecho, permitiendo que mis manos exploraran cada centímetro de su piel, desde sus hombros hasta sus muslos. Mis labios rozaron la curva de su cuello, bajando por su clavícula, un rastro de besos húmedos que la hacían temblar. Sentí su respiración acelerarse, sus pequeños gemidos mezclándose con el sonido del agua. El aire se hizo más denso, cargado de nuestro deseo.
- No te relajes demasiado, fiera,- susurré contra su oído, mis dientes mordisqueando suavemente el lóbulo. - Apenas estamos empezando.
Ella rió, una risa baja y sensual que resonó en el baño. Se giró entre mis brazos, sus ojos verdes fijos en los míos, una chispa de desafío aún presente, pero con una rendición tácita que me encendía. Sus manos se deslizaron por mi pecho, sintiendo mis tatuajes, recorriendo las líneas de mi abdomen hasta llegar a mis caderas, atrayéndome aún más cerca.
El chorro de agua caía sobre nuestras cabezas, mezclándose con el vapor que cubría la cabina, creando una atmósfera de irrealidad. La mano de Samira se aferró a mi nuca, sus dedos enredándose en mi cabello mientras me besaba, un beso profundo y ardiente que era una promesa de todo lo que vendría. La pasión, que habíamos creído calmar en la cama, se avivó con más fuerza en el baño, una hoguera inextinguible que amenazaba con consumirnos por completo.
Y en ese instante, bajo el torrente de agua y vapor, supe que esta mujer, mi fiera, no solo había reclamado mi cuerpo, sino que había encontrado una manera de entrar en mi alma, de desafiar mis límites y, de alguna forma, de liberarme.