Cuando llegué al taller de Salomón, lo encontré como siempre: sumergido en su universo de metal, grasa y música ruidosa. Una salsa de Marc Anthony, "Valió la pena", retumbaba entre las paredes, vibrando en el suelo de concreto, mientras él bailaba con esos pasos prohibidos que parecían una mezcla de borrachera y alegría desbordada, un puro derroche de energía.
—¡Qué pasó, jefecito! —gritó, al verme, su sonrisa tan amplia como la de un niño—. Ya lo extrañaba. Ahora parezco un tonto que no sabe trabajar solo, que necesita su guía.
No pude evitar sonreír, una sonrisa genuina que rara vez me permitía. Le extendí la bolsa de cervezas frías que llevaba.
—Bueno, Salomón, como verás, aquí estoy. Parece que también te extrañé. El silencio de la mansión se vuelve pesado.
Él soltó una carcajada ruidosa que llenó el taller, destapó dos botellas con un golpe seco y me entregó una. El sabor frío y amargo me alivió la garganta, un bálsamo momentáneo, mientras él comenzaba a explicarme entusiasmado sobre un viejo camión para el ganado que debía entregar en unos días, sus manos gesticulando con pasión.
No sé cuántas tuercas apretamos ni cuántas cervezas se fueron, pero por un momento logré lo imposible: olvidarme de Samira. De dónde estaba. Con quién. Haciendo qué. Por un breve instante, su ausencia no me quemaba.
Hasta que Salomón dijo:
—Jefe, voy a por otra cervecita. Se acabaron las frías. Espérese aquí. No se me vaya a poner a arreglar el camión usted solo.
Asentí, el pulso más tranquilo. Me dirigí a la pila de lavar manos, cerca de la pared. El agua fría y el jabón arrastraban la grasa y el sudor de la jornada, pero no podían quitarme la inquietud que siempre regresaba, como una marea insistente.
Entonces, al levantar la vista, la vi.
La pequeña biblioteca de la señora Nelly. Un rincón acogedor que, según contaban las viejas del pueblo, Samira adoraba desde niña, un lugar de refugio en su infancia. Algo en mí, una fuerza inexplicable, me empujó hacia allá, hacia ese trozo de su historia.
Crucé la puerta, que rechinó apenas. El olor a papel viejo, a madera encerada, a historias acumuladas, me envolvió, un aroma dulce y nostálgico. Toqué los lomos de los libros, pasé la mano por los estantes de madera oscura, como si así pudiera tocar un pedazo de su alma, de sus recuerdos. Al fondo, encontré la esquina donde evidentemente ella trabajaba reparando antigüedades: la mesa estaba cubierta de pinceles, herramientas finas y un par de hojas con anotaciones minuciosas, sus letras garabateadas sobre el papel.
—Buenas tardes, caballero. Cerraremos en unos minutos.
Me giré, sorprendido. Una mujer mayor, con algunas canas que enmarcaban un rostro sereno y unos ojos claros y dulces, me observaba con una sonrisa amistosa, una calidez que me desarmó.
Por instinto, miré mi reloj. Apenas eran las cuatro de la tarde.
Ella sonrió, como si adivinara mi pregunta, mi sorpresa.
—Hoy cerraré temprano. Mi hija acaba de llegar de viaje y estoy segura de que ya está con mi esposo… y créame, necesitan supervisión para no incendiar la casa con sus ocurrencias.
Sonreí sin poder evitarlo. La imaginé a ella, a Samira, ese torbellino salvaje, bajo el cuidado de aquella mujer que irradiaba calma y sabiduría. La ironía de la situación no pasó desapercibida.
—No tengo problema, señora. Solo entré a echar un vistazo. Quería ver este lugar del que tanto se habla.
Ella me estudió unos segundos más, sus ojos escrutando los míos con una perspicacia inesperada, y luego entrecerró los ojos, como si de repente hubiera encontrado una respuesta a una pregunta que yo no había formulado.
—Tú no eres el pequeño Grayson… el sobrino de Don Germán, ¿verdad? El muchacho que siempre andaba tras él.
Me quedé helado, la sangre se me fue a los pies. El reconocimiento en sus ojos me tomó por sorpresa.
—Sí… soy Grayson Johnson. Parece que nos conocemos, entonces. O al menos, usted me conoce.
—Conocernos, conocernos no… —respondió ella con suavidad, su voz teñida de una dulzura maternal—, pero claro que te vi un par de veces antes y después de la desaparición de tus padres. Y después, supe lo de tu tío. Que Dios lo tenga en los cielos, junto a mi padre.
Su voz se volvió nostálgica, sus ojos claros mirando al pasado. Mientras yo le seguía la mujer recogiendo su bolso y fuimos a la salida.
—Mi padre y tu tío eran muy amigos. Eran inseparables, como hermanos. Qué tiempos aquellos… cuando se iban de cacería en la casa rodante, con risas que llenaban la casa y el campo. Mi hija Samira los acompañó varias veces. Era apenas una niña… no sé si lo recuerde. Pero fue especial.
Me quedé en silencio, escuchando cada palabra, cada fragmento de la historia que se tejía frente a mí. Una Samira niña, acompañando a mi tío. La imagen me sorprendió.
Ella continuó:
—Tu tío no se dio a conocer aquí por su apellido o su riqueza. Se dio a conocer por su humanidad, por ese corazón tan noble y esa alegría contagiosa. Era un hombre de verdad.
Sentí un nudo en la garganta, una punzada de emoción.
—Sí, era un buen hombre —alcancé a decir, apenas un suspiro—. Ahora estoy en la mansión… intentando llevar las riendas de lo que dejó. Su legado.
Ella asintió con dulzura, su sonrisa se profundizó.
—Este pueblo puede ayudarte, Grayson. Cuando uno está herido, el campo, las flores, el viento… incluso los animales ayudan a sanar. A veces, la paz está en lo simple.
La miré a los ojos, y dejé escapar algo que ni yo sabía que llevaba en la punta de la lengua, algo que era una verdad brutal.
—No sé si este pueblo me ayude a sanar, señora Nelly. Porque apenas llegué, fui recibido por una bestia. Una que me mordió tan salvaje… que ahora no sé cómo deshacerme de la marca. No sé cómo quitarme este dolor que me ha dejado.
Ella sonrió, y por un segundo juré que entendía a quién me refería, que sabía perfectamente que hablaba de su hija.
—Hasta las bestias más fieras tienen una melodía que las calma, joven. Solo hay que encontrarla. Con paciencia.
Me quedé mirándola, con una mezcla de respeto y desconcierto. Si supiera la verdad… si supiera que hablaba de su hija, de esa mujer que me estaba volviendo loco, que me tenía al borde del abismo.
Entonces, una voz ronca rompió la tensión.
—¡Jefe! ¡Grayson! Venga pa’ acá. —Era Salomón, agitando la mano desde la entrada del taller, su figura corpulenta destacando en el umbral.
Me giré hacia ella y, con una leve reverencia, le dije:
—Fue un placer, señora Nelly. Espero que nos veamos otra vez. Necesito más de sus palabras sabias.
Ella asintió, aún con esa sonrisa maternal que me desarmaba, esa calma que parecía irradiar.
Salí con el corazón acelerado, la conversación con la señora Nelly resonando en mi cabeza. Y mientras volvía junto a Salomón, lo supe con una claridad aplastante: tenía que presentarme frente a los padres de Samira. Tenían que saber que yo estaba aquí para quedarme, que mis intenciones eran serias. Era el siguiente paso.
Me senté con Salomón, y como siempre, las cervezas corrieron fácil. El sabor amargo, la compañía simple, todo era un bálsamo. Entre chistes y ocurrencias sobre motores y mujeres, por un momento casi olvidé a Samira. Él era bueno para eso: para hacerme reír, para arrancarme la tensión que me carcomía desde que ella salió con sus amigas.
Pero la calma nunca dura. Nunca con Samira.
Porque entonces apareció él.
César.
Se plantó frente a mí como si creyera que yo debía temerle, como si la posesión de Samira fuera un derecho suyo. Sus ojos brillaban con esa arrogancia de quien se cree dueño de algo que ya no le pertenece, su mandíbula tensa.
—¿Qué hiciste con ella? —soltó, sin rodeos, su voz un siseo furioso—. Le obligaste a cambiar de número… ¿qué pasa, Grayson? ¿Miedo de que caiga en mi cama de nuevo? ¿De que recuerde lo que era estar con un hombre de verdad?
Sus palabras fueron cuchillos directos a mi orgullo, a mi ya herida paciencia. La mención de su cama, de su "verdad", me hizo perder el control.
No lo pensé. No me detuve a analizar las consecuencias.
Me puse de pie de un salto, y mi puño se estrelló contra su rostro con tal fuerza que juré que caería. Pero no lo hizo. Se tambaleó, se sostuvo apenas… y me devolvió el golpe con la misma brutalidad, un puño directo a mi pómulo que me hizo ver estrellas.
De pronto no hubo más palabras. No hubo explicaciones.
Solo golpes. Puños chocando contra pómulos, el sonido sordo de la carne impactando, labios partidos, el sabor metálico de la sangre en mi boca, costillas que dolían con cada embestida. El ruido de la salsa de Marc Anthony quedó lejos, como si el mundo se hubiera detenido para vernos despedazarnos, para ver a dos animales pelear por su hembra.
Un instante después, sentí mis nudillos arder, como si se hubieran fracturado, cuando un derechazo lo mandó al suelo, el impacto reverberando en mi brazo. El líquido rojo de su nariz manchó la tierra gris del taller, y aún así, tuve que contenerme con toda mi fuerza para no patearle la cabeza allí mismo, para no rematarlo.
Salomón me sujetaba con toda su fuerza, sus brazos de hierro alrededor de mi torso, su voz gritándome algo que no escuchaba, que se ahogaba en el zumbido de la ira en mis oídos.
Yo solo quería rematarlo. Acabar con la osadía de ese imbécil que había osado pronunciar el nombre de Samira como si le perteneciera, como si aún tuviera algún derecho sobre ella.
Entonces lo dije, con la furia ardiendo en mis venas, mi voz un rugido que resonó en el taller:
—¡Jamás cambiaría su número! ¡No es necesario! Ella. Es. Mía. Y ni tú, ni ningún idiota con mensajes o llamadas baratas, se la llevará. ¿Oíste, César? No la tendrás. A menos que yo quiera. A menos que yo te la devuelva. ¡Maldito imbécil!
Y, sin contenerme, le propiné una patada en el estómago que lo dobló en dos. Pensé que vomitaría ahí mismo, que la bilis le subiría a la garganta.
Los mirones ya se habían juntado, algunos lo conocían a César, y entre dos hombres lo levantaron del piso. César estaba medio desmayado, sangrando, pero aún así me clavó una mirada de odio puro, una promesa de venganza que yo recibí con la misma intensidad.
Me acerqué un paso, mi respiración entrecortada, el pecho subiendo y bajando con el esfuerzo de la pelea, y lo sentencié como a un niño que quiere arrebatar un juguete ajeno, pero con la frialdad de un depredador:
—Si vuelves a acercarte a ella… si vuelves siquiera a llamarla… te quebraré todos los huesos de tu cuerpo. Y esta vez, César, no te levantarás. No te daré la oportunidad.
Él no respondió, solo se dejó arrastrar por sus "amigos". Lo sacaron de allí casi arrastrando, un bulto maltrecho y derrotado.
Me quedé quieto, ardiendo de furia, con el pecho subiendo y bajando como un toro embravecido.
Y entonces lo sentí.
El ardor en mi ceja partida, la sangre caliente y pegajosa.
El dolor agudo en mi pómulo hinchado, pulsando con cada latido.
La sangre corriéndome por el labio, el sabor a óxido en mi boca.
Era la primera vez que me golpeaban así, que sentía el peso de un puño ajeno en mi cara.
La primera vez que sangraba por una mujer.
Por Samira.
Por una mujer que ni siquiera estaba segura de querer ser mía.
Salomón, con las manos aún temblorosas, me pasó un trapo sucio, manchado de grasa, y dijo entre risas nerviosas que eran más un desahogo:
—Jefe… si eso no es amor, yo no sé qué demonios es. Usted está perdido.
No respondí. Solo me dejé caer en la silla, mirando mis nudillos sangrientos, el dolor físico apenas una distracción del torbellino emocional. Me preguntaba si Samira alguna vez entendería que me estaba jugando hasta el orgullo, hasta la cordura, por ella.
Y si valía la pena.