Comida para un hombre herido

1420 Words
No me fui enseguida. No podía. Me quedé en el taller, sentado junto a Salomón, tomándome no sé cuántas cervezas más. Estaba bastante ebrio, ebrio de alcohol, de rabia, y con el orgullo hecho pedazos. El rostro me ardía, la ceja partida escociendo, los nudillos hinchados… pero el dolor más fuerte no estaba en mi cuerpo. Estaba en mi pecho. Me había enamorado de una mujer promiscua. Una mujer con más historias que la arena de la playa, con más huellas que cualquier camino recorrido. Y aun así, estaba loco por ella. No podía contenerme. Ni siquiera quería. El eco de César me perseguía: “¿Qué hiciste con ella? ¿Le obligaste a cambiar de número?”. Lo había dicho con malicia, con soberbia. Pero sus palabras, aunque envenenadas, me dieron paz en el fondo: Samira no le había contestado ni un solo mensaje. Eso, al menos, me lo había dejado claro. Cuando volví a la mansión, la ebriedad me tenía atado al cuerpo como cadenas. No entré directo. Rugí con los cauchos de mi motocicleta y corrí por la pista que aún no estaba terminada. Necesitaba drenar la rabia, el fuego, la impotencia de haber amado con todas mis fuerzas y aun así sentirme amenazado. Las vueltas me consumieron el poco aliento que me quedaba. Volví con el corazón latiendo como un tambor, con la sangre ardiendo. Entré a la sala, me serví un whisky y dejé caer la cabeza contra el respaldo del sofá. No sé cuánto tiempo pasé ahí, atrapado entre el sueño y la furia, hasta que la puerta se abrió. Samira entró. Sonreía, como si el mundo entero no estuviera a punto de derrumbarse sobre mí. Llevaba en las manos un tupper. —Te traje comida de casa —dijo con naturalidad, dejando claro que cada vez que estaba con sus padres, yo tenía que comer lo que ella traía. Me incorporé despacio, con la ceja ardiendo y el labio partido. Ella se detuvo un segundo, observándome. No sé si notó el golpe o si simplemente prefirió no preguntar. Pero yo, con la voz ronca y baja, le solté: —¿La pasaste bien? Ella dejó el tupper sobre la mesa y me miró fijamente. —Sí. ¿Por qué? —Porque mientras tú sonreías, yo estaba pensando que me estaba volviendo loco —dije, alzando el vaso de whisky—. Que había perdido la cabeza por ti. Sus labios se curvaron apenas, con esa mezcla entre ternura y rebeldía que me partía en dos. —No es mi culpa que no sepas qué hacer con lo que sientes, Grayson. No pude evitar reír con amargura. —Lo sé. Pero tampoco es mi culpa que cada vez que te vas, yo sienta que me estás arrancando la piel. Me incliné hacia adelante, clavando los ojos en ella. —¿Vas a seguir huyendo de mí, Samira? ¿O vas a quedarte a ver cuánto tiempo me dura la locura? Ella no respondió enseguida. Se limitó a abrir el tupper, el aroma casero llenando la sala, como si en medio de tanto caos ella pudiera darme un refugio. Y yo, con el alma herida y los nudillos aún sangrando, supe que esa mujer iba a ser mi condena y mi salvación. Un encuentro de verdades crudas —Dime qué te pasó, Grayson —la voz de Samira sonó firme, sin el tono juguetón que solía usar conmigo—. ¿Quién te golpeó? ¿O vas a negarme que tuviste un accidente? Se sentó a mi lado, con esos ojos verdes que parecían perforar hasta mis huesos. Yo eché la cabeza atrás en el sofá, cerrando los ojos, como si al no verla pudiera huir de la verdad. —No me pasó nada. Estoy bien —mentí con la voz ronca, sin fuerza. Ella no se movió. —No estás bien —insistió, bajando un poco la voz, como si temiera que la dureza de mis heridas se rompiera con su tono—. ¿O crees que estoy ciega? Dime qué te pasó. ¿Caíste? ¿Te peleaste? ¿Qué pasó, Grayson? Abrí los ojos y la miré. Esa mujer, la misma que me enloquecía con su libertad, estaba ahí, exigente y dulce a la vez. Tomé su rostro entre mis manos y murmuré, con una rabia contenida que me ardía en la garganta: —¿Sabes que a veces te odio? Ella parpadeó, sorprendida. —¿Qué? —Por lo que me haces sentir —dije con un hilo de voz, apretando suavemente su piel como si temiera que desapareciera—. Porque te metiste en mi pecho y no sé cómo sacarte. Ella tragó saliva, los labios apenas separados. —No me importan las malditas heridas ni los golpes —continué—. Estoy enloqueciendo con tu maldito misterio. Samira arqueó las cejas, intentando mostrarse inocente. —¿De qué misterio hablas? —¿Cómo que de qué misterio? —estallé—. ¡Samira! Nadie sabe que sales conmigo. ¡Ni siquiera sé cómo se llama esta maldita relación! Entras y sales de mi vida como si fuera una puerta giratoria. No pides permiso, apenas notificas. Siempre me recuerdas: “Soy libre como el viento”. Puede que hoy estés… y mañana no. Me incliné hacia ella, con la rabia devorándome. —Me estás volviendo loco, maldita sea. ¡Voy a matarme con todos tus malditos amantes hasta que entiendas que yo soy el único que va a amarte! El único que lo hará de verdad. —Grayson… —murmuró, con un brillo extraño en la mirada. —Dime que nunca has necesitado que alguien te ame —la reté, mi voz temblaba—. Porque ahora mismo me estoy ahogando si no dices que lo quieres. Me enfermo con esos ojos verdes y esa sonrisa que no sé si es tierna o si es triste. Samira bajó la mirada, respiró hondo y murmuró: —Esto siempre pasa cuando alguien quiere quedarse. Tal vez es mi esencia la que los daña. La que te hace sufrir. Lo siento, no quiero lastimarte… pero es inevitable. Se levantó del sofá con la firmeza de quien está a punto de irse. —Por hoy creo que es mejor que me vaya. El mundo se me vino abajo. Sentí que el aire me abandonaba. La sujeté de la mano, apretando con desesperación. Nunca había rogado, y esa fue la primera vez que mi orgullo se rindió. —Perdóname —mi voz se quebró—. No sé por qué reacciono así. Soy un hombre sensato, he levantado diez mil imperios, he negociado con los mejores magnates. Siempre exitoso, siempre calculador. Pero tú… —mi mirada se hundió en la suya—. Tú sacaste mis demonios más recónditos. Los que ni sabía que existían. Respiré hondo, con el corazón desbocado. —No te vayas. No me dejes aquí, ahogándome con esto. O dímelo. Dime que no me amas, que no te atraigo, que no estás atada, aunque sea un poco. Y te juro que tomo un avión y no vuelvo aquí nunca más. Mis palabras salieron tan sinceras, tan crudas, que ella se quedó callada unos segundos. Me observó en silencio, como si buscara una grieta para meterse en mi alma. Al fin suspiró y dijo: —Vamos a la habitación. Necesito curarte esas heridas. Y ya deja de darle tantas vueltas al asunto. Se inclinó hacia mí, rozó mis labios con un beso breve, y agregó en un susurro: —Vivamos el día a día. Usa tus mejores armas. Conquistame. Enséñame que vale la pena que me haga la idea de quedarme. Porque así me veas fuerte, Grayson, yo siempre tengo miedo… y por eso soy peligrosa. La tomé del cuello con un impulso feroz, con ganas de quebrar esa coraza que me volvía loco, pero solo me robé un beso salvaje, desesperado. Y luego la seguí a la habitación. Ella me ayudó a ducharme, sus manos recorrieron mis heridas con una delicadeza que me hizo temblar más que cualquier batalla. Me limpió una a una las marcas, me vendó con paciencia. Recalentó la comida que traía en el tupper y me alimentó en silencio. Nunca en mi vida, yo, Grayson Johnson, me había sentido tan domesticado por una mujer. Y aun así, esa noche, bajo sus caricias y sus besos dispersos, me dormí sin sexo, sin promesas, sin respuestas… Solo con su calor. Solo porque ella no se había ido.
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