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Blurb

Mi nombre es Juan de Haro; hidalgo desnudo de espada y armado de vino para poder aguantar mi incierto camino. Hasta que llegué a esa lúgubre taberna gaditana, mi vida transcurría a medio camino entre soldado y caballero trasnochado. Hábil en el manejo de la espada y por supuesto en el cortejo de una dama; ya que se me daba igual de bien un buen agasajo, como cortar una yugular de un tajo.

Y en esa tasca esperé mi destino acompañado del mesonero, quien escuchó atento mi lujuriosa y amorosa historia, la cual iba narrando según me venía a la memoria. Un erótico y romántico relato poseedor de todos los ingredientes que lograrán mantener a los lectores pendientes. De final impredecible con argumento apacible, en el que no falta humor y mucho menos el insustituible amor.

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PRESENTATIONS
Los ojos negros de expresión dura miraban fijos a la débil llama procedente de una vela que tenía encima de la mesa de madera agreste. La luminosidad en el cargado ambiente de aquella tasca de mala muerte ubicada en la zona más marginal de Sanlúcar de Barrameda, lograba a duras penas romper con la oscuridad. No obstante, al hidalgo de nombre Juan de Haro no le importaba lo más mínimo el bullicio de la gente que se apelotonaba a su alrededor bebiendo y riendo, pues él simplemente se mantenía absorto en sus propios pensamientos, recordando el agitado y convulso pasado, lidiando con el complicado presente y sobre todo, temiendo el incierto futuro. Allí se encontraba desnudo de espada, aunque armado con vino; pues el ya maduro Juan de Haro, acariciaba de vez en cuando su bigote largo y poblado cuando recordaba cómo siempre había vivido a medio camino entre soldado y caballero trasnochado. Era tan hábil tanto en el arte de la espada como en el del cortejo de cualquier dama, ya que se le daba igual de bien un buen agasajo que cortar yugulares de un tajo.  No obstante, los naipes de la vida habían cambiado, con lo que nuestro protagonista además de desconfiado, se sentía terriblemente cansado. Atrás quedaron los años de felicidad familiar, de emoción amorosa y en el campo de batalla de lucha clamorosa. Pero lo más destacable era que su mente siempre volvía al mismo punto; al recuerdo de su amada, a la memoria de quien había sido su gran y único amor. Entonces, era cuando sin apartar ni un ápice la mirada de la vela, se llevaba de nuevo la copa a los labios con la intención de engullir de un trago el vino de su interior. Y cuando la jarra de barro se encontraba ya vacía, levantaba la mano para que el mesonero sin dilación le suministrara más.  Así se mantuvo durante innumerables horas, sumergido en la neblina que provocaban las pipas de la clientela cuyos hornillos incandescentes de tabaco importado por la recién América descubierta, no paraban de impurificar el ya viciado oxígeno. De vez en cuando se acercaba una dama de dudosa reputación con el propósito de encandilar a nuestro hidalgo por el mero hecho de conseguir unas monedas a cambio de un rápido servicio en el deprimente y estrecho callejón trasero, pero Juan de Haro no estaba para chanzas y con una simple mirada a través de sus severos ojos negros como el carbón, rápidamente la fulana se marchaba por donde había venido despavorida.  A medida que pasaban las horas, el sol cumplía su ciclo tiñendo las blancas paredes de las bajas casas que formaban la bella estampa de Sanlúcar de Barrameda en tonalidades grises y sombrías según avanzaba al ocaso. La noche se presentó autoritaria en esa zona gaditana aquel 19 de septiembre de 1519, con un cielo completamente libre de nubes, pero oscurecido por falta de luna. Soplaba una ligera brisa procedente del cercano océano, provocando que la sensación térmica fuera más baja de lo que realmente marcaban en realidad las temperaturas.   Juan de Haro continuaba sentado en el mismo lugar sin parar de beber, con unos efectos del alcohol que lejos de hacer estragos, indudablemente comenzaban a manifestarse en su cabeza. La mugrienta y lúgubre tasca poco a poco se fue vaciando de gente y cuando tan solo quedaban ya un par de clientes cansados, el mesonero, hombre de estatura baja, constitución gruesa y con una evidente falta de cabello en la cabeza, se acercó por primera vez para dirigirse al hidalgo. Vestía con unos pantalones marrones anchos y una camisa deshilachada por las mangas cubierta por un mandil blanco lleno de manchas.  ─Perdone que le moleste, mi señor, porque me da la sensación de que vos no está de humor. Lo que pasa es que estoy cansado de esperar porque ya es hora de cerrar.  El hidalgo giró la cabeza lentamente y se quedó observando al posadero. Con semblante serio apuró la copa que sujetaba con la mano y preguntó.  ─¿Qué hora es? ¿Acaso son las tres?  ─Aún falta para el amanecer, pero después de tanto tiempo ahí sentado, mi señor acabará por perecer.  ─Todavía no es momento de mi marcha; y aunque sé que mucho vino emborracha, aún me queda sitio en la pancha.  ─Pero es que mi señor hasta este momento no me ha pagado nada, y para nada quiero que mi palabra sea malinterpretada.  Juan de Haro asintió con la cabeza y acto seguido metió la mano en el bolsillo del jubón de color n***o. Sacó una bolsa de tela repleta de monedas y sin tan siquiera abrirla, la lanzó a la mesa.  ─Esto es lo único que ahora me pertenece y te paga lo que he bebido y beberé con creces; así que si no quieres conocer de cerca mi mal genio, trae ahora mismo más vino porque no pienso convertirme en abstemio.  El propietario de la taberna agarró la bolsa y la abrió para comprobar su contenido. Al ver que la cantidad existente pagaba con creces la deuda pasada y sobre todo la futura, sonrió y la guardó en el delantal. Sin objetar nada más, se dio la vuelta con el propósito de satisfacer la demanda de su peculiar e inesperado cliente.  En la roñosa taberna gaditana, a esas horas ya sólo se encontraba el regordete dueño barriendo el sucio y desgastado suelo de madera, mientras el hidalgo pensativo no cesaba de beber. Continuaba contemplando con aire reflexivo la vela que se consumía con el paso de las horas. En un momento dado, volvió a meter la mano dentro del jubón y en aquella ocasión sacó un gran anillo de oro macizo ornamentado con rubíes y esmeraldas. El escudo de armas familiar se distinguía en el epicentro de la joya. Se trataba de dos relieves en forma de lobos con sus bocas sujetando unos corderos y cuya bordadura estaba formada por las aspas de San Andrés en alusión a su participación en la batalla de las Navas de Tolosa y la toma de Baeza. Giraba una y otra vez dicho anillo entre sus dedos recordando a la persona que lo había regalado. Sin embargo, por culpa de los caprichos de la vida, de nuevo había vuelto a sus manos. Y ese era el instante en que su semblante se volvía triste y sombrío, con unos ojos humedecidos víctimas del alcohol y sobre todo, la melancolía. No podía parar de recordar al amor de su vida; a la única mujer que realmente había amado después de tener el honor o la desgracia de compartir lecho con tantas otras. La ternura con que le trataba, el cariño con que le obsequiaba, la complicidad de la que disponían y la gran belleza que atesoraba. Todos aquellos atributos y muchos más, formaban un cóctel de amor cuyo profundo hechizo no poseía cura alguna.  Las jarras de vino se consumían cada vez a mayor velocidad y el posadero comenzaba a pensar que aquel hombre iba a acabar con sus existencias. No obstante, tal temor se desvanecía en el momento que notaba en su cintura el peso de la bolsa de monedas. Acabó de barrer y se dirigió a la pequeña barra. Allí llenó una vez más la jarra y agarró otro vaso para acto seguido ir hasta el lugar donde se sentaba su único cliente.   El mesonero había acabado de recoger el cochambroso lugar y no tenía nada más que hacer, más que esperar a que ese incómodo hombre al fin se decidiera abandonar el local; así que ni corto ni perezoso, se sentó en una silla frente a Juan de Haro y tras llenar su vaso de morapio, preguntó.  ─¿Realmente mi señor está tan triste o simplemente juega al despiste?  El hidalgo levantó muy despacio la mirada y se quedó durante unos segundos observando en silencio al regordete y calvo dueño, quien al instante sintió cómo le atravesaban aquellos duros ojos negros. No obstante, la mente del hidalgo seguía sumergida en otros mundos lejanos, con lo que la presencia o la posible irreverencia del mesonero, pasó completamente desapercibida para Juan de Haro.   El tabernero bebió el vino de su copa prácticamente de un trago con la intención de escapar lo antes posible de esa incómoda situación que él mismo había creado. Teniendo de cerca la curtida cara del caballero, se dio cuenta de su arrojo e imprudencia; así que sin más dilaciones, se levantó de la silla. Momento justo en el que el hidalgo le agarró fuerte del brazo para acto seguido decirle.  ─No te levantes ni te espantes. El problema no es tuyo sino mío. Lo único que quiero es que llegue mañana, u hoy si es que hoy es mañana, para abandonar de una vez esta vida insana.  ─Mi intención no es ser ni osado ni descarado, pero su advertencia suena a sentencia ─respondió el ya más tranquilo posadero entretanto se sentaba de nuevo en la silla.  Juan de Haro sonrió de manera sutil. Era la primera vez que lo hacía en toda la noche. Llenó de nuevo los dos vasos con la jarra y se acomodó mejor en el respaldo de la dura silla.   ─Mi estimado desconocido ─añadió justo antes de brindar hacia él y beber ─, para comprender lo que he dicho, antes deberías escuchar mi largo relato, del que espero no quedes harto.  ─Será un placer escucharle ─respondió el posadero devolviendo simultáneamente el brindis y el cumplido ─, sin menospreciarle ni encolerizarle.  ─Entonces sin más demora vayamos a ello, y al final deme su humilde opinión sobre esto y aquello.  El dueño asintió con la cabeza y Juan de Haro comenzó con su locución; con voz neutra y sin aspavientos o sobreactuaciones, sino más bien narrando objetivo los hechos sucedidos como si se tratara de acontecimientos nimios e intrascendentes, cuando en realidad iba comenzar a contar toda la crónica vivida.  ─Mi nombre es Juan de Haro; estirpe de bravos guerreros quienes a la hora de la batalla lo tienen claro. Incluso participé en la batalla de Seminara siendo un zagal, donde en suelo italiano se luchó contra los franceses; y puedo asegurar, mi estimado mesonero, que a pesar de ser ese zagal, lo cierto es que no me fue nada mal. Allí mi mandoble cortaba el cuello de los enemigos como si fuera mantequilla y despellejamos vivos a la gabacha guerrilla; hasta que nos enfrentamos a la potente caballería rival y entonces sí que nos fue muy mal. No obstante, cuando la situación pintaba bastos, nuestro valiente capitán Fernández de Córdoba, cambió a los ballesteros por arcabuceros, con lo que en muy poco tiempo logró conquistar el sur de Calabria y todo lo que esa zona engloba.  ─Pero a pesar de mi incuestionable valentía y destreza, observé a la muerte muy de cerca ─continuó explicando el hidalgo ─; así que decidí dejar la lucha, la espada y el hacha. Joven y apuesto caballero cuya única ambición era don dinero.   ─O sea ─interrumpió el rollizo tabernero con su vaso de vino aún lleno, pero sin dejar de escuchar con la máxima atención ─, que los orígenes de mi señor fueron más bien pobres, a pesar de pertenecer a familia de nobles.  ─Así es, mi desconocido contertulio. Mi padre fue ilustre y poseedor de gran riqueza, lo que le ocurrió es que las mujeres y el juego lo dejaron bien limpio, con toda franqueza.  ─Y mi señor entonces tuvo que alistarse en el Ejército, para tratar de arreglar todo aquel despropósito.  ─Ser soldado te permite no estar acabado ─se justificó el hidalgo con semblante serio, como si sintiera la necesidad de disculparse ─; empezar de nuevo en la vida, sobrevivir en este cruel mundo, el cual es ante todo nauseabundo.  ─Dios es el que marca los designios de esta vida; y aunque a veces es ensombrecida, a nuestra fe nos debemos para que no sea malentendida ─opinó el mesonero por primera vez en la conversación con un tono de voz que sorprendió a Juan de Haro, pues durante unos instantes le dio la sensación de estar escuchando a un hombre de Iglesia y no a un humilde posadero.  No obstante, el hidalgo rápidamente ignoró tal comentario y continuó centrado en su historia. A pesar de que el alba se iba acercando poco a poco, aún quedaba mucha noche por delante; noche, y por supuesto vino.  ─Justo en ese momento, el infortunio se apoderó de mi familia y la muerte de mi santa madre fue el más destacado y triste evento.   ─¡Vaya! ─exclamó el dueño de la tasca apenado ─ ¿De qué murió esa pobre mujer si se puede saber?  ─Se la llevó una mortal enfermedad ─respondió Juan de Haro sin cambiar ni un ápice del duro gesto que mostraba su cara ─,  de esas que atacan sin importar la edad.  ─¿Y qué hizo mi señor por lo tanto? ¿Hundirse en un profundo llanto?  ─Mi padre se quedó arruinado y las deudas le dejaron ahogado; así que yo, no tuve otro remedio que buscarme la vida en otro lado. No disponía de hermanos ni familiares y la falta de apego me destinaron a otros lugares. Cogí el único caballo que quedaba, y cabalgué sin rumbo durmiendo en decenas de postas donde me hospedaba.   ─¿Pensó vos en volver a ser soldado o ya se sentía un ser desmilitarizado?   ─Mi padre tuvo grandes defectos y nocivos vicios; graves carencias que a mí me sacaban de quicio. Sin embargo, por otro lado también era astuto y avispado, con lo que se dedicó a exigir que yo aprendiera a escribir, pues él siempre decía que poseer una buena pluma, era lo que realmente me ayudaría a resurgir.  El hidalgo se echó hacia adelante con el propósito de acercarse más a su interlocutor apoyándose con los antebrazos en la rústica mesa de madera. Daba la sensación de que deseaba inyectar algo más de dramatismo a lo que iba a manifestar a continuación. El posadero bebió un pequeño sorbo tranquilo, pero sin dejar de contemplar en silencio los enrojecidos y vidriosos ojos del caballero.  ─Así que continué mi incierta aventura hacia el norte; con valentía, fe y un magnífico porte. Llegué a Tudela, con categoría de ciudad más no de ciudadela. Allí, tras un largo viaje cansado, decidí instalarme durante una temporada para olvidarme del pasado. Pero antes de continuar con dicho relato, necesito salir fuera a respirar el aire un rato.

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