Él gruñó. Literalmente. Como un animal. Y entonces subió, me levantó, me volteó en el asiento, y su cuerpo se alineó con el mío. —Te voy a arreglar a mi manera —dijo, bajándose el pantalón—. Y vas a gritar mi nombre. —¡Hazlo ya! —le grité, temblando—. Quiero sentirte. Todo. Y me embistió. Sin aviso. Sin tregua. Con una dureza que hizo que mis uñas arañaran el asiento, que mi garganta soltara un grito rasgado, y que mi cuerpo se curvara de puro placer. —¡Dios! ¡Así! ¡Más! —Te voy a marcar. Para que cada vez que camines… me sientas dentro. Cada estocada era más intensa. Mi cuerpo golpeaba contra el asiento con fuerza. El sonido de piel contra piel llenaba el auto. Mis gemidos eran su música. Sus jadeos eran mi droga. —¡No pares! ¡No pares! —¿Quién te cura, nena? Dímelo. —¡Tú! ¡Solo

