—Pues solucionalo —le escupo—. Termínala. Quédate conmigo. Cásate conmigo. O te juro que voy a tener a otro que sí lo haga. ¿Entiendes? Me mira con furia. Con deseo. Con miedo. Y con esa misma obsesión que me hizo perder la cabeza anoche. —Hablaremos en la noche. Ahora tengo que irme. Ella está furiosa… —Vete o quédate conmigo. Decide. —No puedo quedarme, Ana. No hoy. —¿No puedes? —sonrío con arrogancia—. ¿O no quieres? Entonces, sin avisar, me toma en brazos. Me alza con fuerza, como si no pesara nada, y me lleva al baño. Abre la regadera. El vapor comienza a subir. El agua cae, caliente. Se mete conmigo en la ducha. El contacto del agua en nuestros cuerpos es un contraste brutal con la tensión que nos rodea. —Esto me va a costar caro —dice, besándome el cuello, con los labios temb

