¡¿Casarme?!

1721 Words
+LILIANE+ Mis padres han llegado al límite. A su límite… y al mío. Son una vergüenza para mí. No me gusta decirlo en voz alta, pero es la verdad. Son esa clase de personas que creen que todo se soluciona con dinero, con modales, con silencio. Esa clase de personas que jamás aceptarán que su hija pueda tener ideas propias. Y qué lástima, qué profunda, amarga lástima, que mi hermano, mi Niklas, sea su títere. El que una vez me llevaba en los hombros por el campo ahora apenas me mira sin pedir permiso. El que prometía protegerme ahora ni siquiera dice una palabra por mí. No quise sobresaltarme allí afuera. No quería que Mathis me viera perder la compostura. No es que le deba algo, pero… no sé, hay algo en su forma de mirarme que me hace querer sostenerme firme. Fingir que no duele tanto. Fingir que no me siento como una niña otra vez, arrastrada por los adultos hacia una vida que no elegí. Crucé las puertas de la mansión con el corazón palpitando fuerte. Mi ropa mojada. Mi cabello revuelto por el viento y el agua del lago me caía por la espalda como una ofensa para mi madre. Pero no me importaba. Mi padre estaba allí, de pie, en medio del vestíbulo, como si esperara una sentencia. —Quiero que te vayas a cambiar —ordenó sin siquiera decir “hola”—. Tenemos una cena. Mi madre se acercó enseguida, arreglándose el collar de perlas con sus dedos delgados y perfectamente cuidados. —Vamos —me dijo sin emoción. Yo no me moví. Negué con la cabeza. Lenta, pero firmemente. —No —solté. Mi padre no tardó ni dos segundos en avanzar hacia mí. Me tomó del brazo con tanta fuerza que sentí cómo sus dedos se hundían en mi piel. Sus ojos eran fuego helado. —Me tienes que hacer caso, Liliane —masculló entre dientes—. Has venido a casa sin avisar. Te has salido de casa sin esperarnos. ¿Cómo se llama eso, Liliane? —Independencia —le contesté con voz baja. —¡Impertinente! —gruñó—. La familia Popov está aquí. Te casarás con el hijo de ellos. No me hagas enojar, Liliane. No lo hagas. Y entonces me soltó, tan de golpe que tambaleé hacia atrás. Sentí un ardor trepándome por la garganta. Mis ojos se llenaron de lágrimas, pero tragué con fuerza. No iba a llorar delante de él. No le daría esa satisfacción. Mi madre me sujetó ahora, más suave pero más firme. Me arrastró, casi sin mirarme, por las escaleras, como si todo fuera parte de una rutina coreografiada. Subimos en silencio, los escalones parecían infinitos. Cuando llegamos a mi habitación, abrió la puerta, me empujó dentro y dijo: —Ponte ese vestido —señalando uno colgado en el armario. Rojo borgoña, de seda, ajustado. Casi obsceno para una cena “formal”. Lo miré con desprecio. Luego la miré a ella. —¿Quieren comprometerme con alguien que no conozco? Ella no dijo nada. —No quiero, madre. No es justo. ¡Entiéndeme! Me tuvieron encerrada por diez años, y ahora quieren ofrecerme como si fuera un maldito producto en vitrina. Ella seguía sin decir nada. —¿Qué es esto, madre? ¿Un castigo? ¿Me odian tanto? ¿Tan inútil fui para ustedes que ahora quieren sacarse el problema de encima? Y ahí exploté. Las palabras salieron como lava. —¿Por qué me mandaron lejos, eh? ¿Por qué no a Niklas? ¿Por qué no a su amado hijo perfecto? Yo también soy su hija. ¡Yo también tengo sangre Von Riedel! Pero parece que eso nunca fue suficiente para ustedes. Ella parpadeó. Y fue todo. Ni una lágrima. Ni un reproche. Solo su rostro rígido, como si cada palabra que yo decía la salpicara con barro. —Él es un buen partido —fue todo lo que dijo al fin—. Su familia tiene conexiones políticas y comerciales importantes. Podrías estar protegida. Serías una señora de sociedad. No cualquier… cosa. —¿Cosa? —susurré, sintiendo un nudo de asco en la garganta—. ¿Me están vendiendo? —No digas tonterías. —¡¿Qué más es esto si no eso, madre?! —grité—. ¿Te escuchas? ¿Te oyes siquiera? Me acerqué al espejo de cuerpo entero, y me miré. Mis ojos estaban rojos, el cabello mojado, los hombros en tensión. Mi reflejo parecía el de una niña acorralada. Y me sentí más sola que nunca. —Yo no quiero esto —susurré—. No quiero casarme con nadie. No quiero volver a vivir en jaulas. No quiero pertenecerle a nadie. ¡Quiero vivir! Me giré hacia ella, esperando, rogando por una mínima señal de empatía. Pero solo me dijo: —Póntelo. Bajamos en quince minutos. Y se fue. Me quedé sola en la habitación. Cerré la puerta con seguro, recosté la espalda contra la madera y dejé caer mi cuerpo al suelo. Lloré. Lloré por dentro, porque afuera ya no me salían lágrimas. Me sentí rota. Invisible. Usada. Una pieza de ajedrez en un juego que no entendía. Pensé en Ana. Mi amiga loca, que ahora estaba en el lago, probablemente sin saber nada de esto. Pensé en Niklas. Mi hermano, que alguna vez me defendía con todo, y ahora solo me miraba desde la distancia, como si yo fuera una carga. Y pensé… en Mathis. * Me duché en silencio. El agua caliente cayó sobre mí como si pudiera arrastrar también la rabia, la tristeza y la humillación. Pero no, nada se iba. Todo seguía adentro, apretado, tenso, como si mi pecho fuera un campo minado y cada respiro fuera una amenaza. Me sequé con calma, despacio. No porque tuviera ganas, sino porque alargar el momento de ponerme aquel maldito vestido era lo único que podía controlar. Ahí estaba, esperándome, colgado como una sentencia. Rojo borgoña, con escote profundo y abertura lateral que llegaba hasta el muslo. Un vestido para seducir, no para comprometerse con un desconocido. Pero al final, lo hice. Me lo puse. Me recogí el cabello en un moño elegante, me maquillé los labios y los ojos como una actriz que se alista para interpretar el papel de su vida. Porque eso era: una actuación. Una gran farsa. Y yo, la protagonista obligada. Cuando abrí la puerta, mi madre estaba allí, como una estatua de mármol, esperándome en silencio. Ni un cumplido, ni una sonrisa. Solo se giró, dio la vuelta, y comenzó a bajar las escaleras. Yo la seguí. Pisando fuerte. Al menos si iba a ser vendida, que me escucharan llegar. El gran salón estaba iluminado con candelabros, música suave, la mesa preparada con cubiertos de plata, copas de cristal y vino francés que no me dejarían probar. Y ahí estaban ellos. Los Popov. Familia rusa. Ricos, fríos y tiesos como si hubieran salido de una novela de Tolstoi, pero sin el drama literario y con demasiada pretensión. Los padres eran como réplicas: rubios, altísimos, ella envuelta en perlas, él con bigote perfectamente recortado, ambos con mirada de “tenemos más dinero que Dios”. Apenas me vieron, se pusieron de pie, sonrieron con ese gesto milimétrico que no toca los ojos, y se acercaron como si yo fuera un trofeo de caza. Y luego… lo vi a él. Viktor Popov. O mejor dicho… Viktoria. Mierda. Estaba a punto de reír. Te juro que lo estaba. Alto, flacucho, rubio como una Barbie que dejó el gimnasio, pómulos afilados, pestañas más largas que las mías. Y un andar… Dios, un andar que gritaba: “el drama es mi idioma materno”. Me mordí el labio con fuerza para no soltar la carcajada que me venía del estómago. Soy experta en oler la sexualidad de una persona. Caminé erguida, pecho en alto, mentón firme, como me enseñaron en el internado. Porque si iba a ser entregada como corderito, al menos que pareciera un cordero con clase. —Liliane Von Riedel —me presenté, extendiendo la mano. Él la tomó con delicadeza. Su piel era más suave que la mía. —Viktor Popov —dijo con voz baja, educada… y tan carente de entusiasmo que casi le agradezco por no fingir. Nos miramos a los ojos. Y por un segundo, nos entendimos. Ese chico no quería estar ahí más que yo. Ese chico tenía tanto deseo de casarse conmigo como de comer carne cruda. Ese chico era más fan de la moda que de las mujeres. Ese chico… era una chica atrapada en el cuerpo de un hijo obediente. Y de repente, todo me pareció tan absurdo que se volvió divertido. Nos sentamos. Las charlas comenzaron. Mis padres tomaron la palabra enseguida, como si yo no tuviera voz ni voto. —Nuestra hija ha regresado del internado, educada, refinada —decía mi madre, sonriendo para los Popov—. Está lista para este nuevo compromiso. Acepta con gusto esta unión. ¿Perdón? —Creemos que las dos familias podrán complementarse muy bien —añadió mi padre—. Los Popov tienen visión comercial, y los Von Riedel tenemos infraestructura. Será un fruto hermoso. Yo solo miraba mi copa vacía. Y luego miré a Viktor. O mejor dicho, observé a Viktor. Porque él me miraba también… con esa expresión de complicidad muda. Como si dijera: “¿Tú también estás atrapada en esta telenovela aristocrática?” Me reí por dentro. —Y cuando se casen —prosiguió el señor Popov, sonriendo como si acabara de cerrar una negociación—, podrán vivir en Suiza, o en Rusia, donde prefieran. Estamos abiertos. —Queremos nietos pronto, por supuesto —agregó su esposa, y ahí casi se me atraganta el alma. ¿Nietos? ¿¡Qué!? Miré a Viktor. Él levantó las cejas como diciendo “¿tú o yo se los explicas?” Me incliné un poco hacia él, y susurré: —¿Esto es real? Y él me respondió, sin mover casi los labios: —Estoy igual de confundido que tú. Tranquila. Los brindis comenzaron. Las copas de champán se alzaron. Todos aplaudían. Todos celebraban. Y yo, la comprometida, estaba ocupada en leer entre líneas a mi futuro “prometido”.
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