—Hola, bebé —dijo Roberta, de nuevo, y tal vez por última vez, disfrazada de Rebecca Morelli—. ¿Sabes? Eres la bebé más bonita de todo el mundo, junto a tu hermanito que ya no está en mi pancita.
—¿Ya nació el hermanito? —preguntó la pequeña, medio adormilada, y Roberta asintió sonriendo—. ¿Está pequeñito?
—Sí lo está —respondió la mayor, aun sonriendo a pesar de todo lo que le pesaba esa sonrisa—, y necesito que lo cuides mucho porque, como ya hablamos, él no sabe hablar, ni caminar, ni comer solito... hay que ayudarle mucho, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —musitó la pequeña, que cerró sus ojitos un par de segundos, por eso se perdió ese par de lágrimas que Roberta debió quitarse del rostro.
—Te amo mucho, mi estrellita —aseguró la joven mujer, poniéndose en pie porque, cuando llegó a hablar con ella, se acuclilló al lado de su cama, para poder hablarle de muy cerquita—, te amo con todo mi corazón y deseo seas feliz para siempre... Adiós, mi bebé.
La pequeña Estrella ya no dijo nada, ella se estaba rundiendo en el sueño, por eso solo movió su mano de un lado al otro, despacio, y se durmió de nuevo, profundamente.
Roberta dejó esa habitación con el alma destrozada, y fue a su habitación para hacer su maleta. Sí era media noche, pero no quería tener que esperar un segundo más en ese lugar que tanto le dolía porque, al parecer, junto a Rebecca Morelli, también había muerto ella, al menos la ella que Alessandro necesitaba, y por eso ya no tenía derecho de estar ahí.
Luego de llevar su par de maletas a la sala, donde esperaría a que llegara el taxi que acababa de pedir, quiso ir a despedirse de Alessandro, también, pero el hombre estaba encerrado en la habitación donde la difunta Rebecca se encontraba aún, así que no se atrevió a hacerlo, solo le mandó un mensaje de texto diciéndole que se iría ya, y que le agradecía mucho lo que había hecho por ella.
Alessandro no le respondió, no tenía ganas de hablar con ella, pero cuando Andrea le recordó que esa mujer se estaba yendo sin tener a donde ir, y le preguntó si le había pagado ya lo acordado, el hombre le hizo una transferencia que le rompió aún más el alma a esa joven impostora.
De alguna manera, ese dinero, que se le había prometido, fue como un valde de agua fría; fue como si solo se confirmara lo que él ya le había dicho: que no necesitaba más de sus servicios, que no la necesitaba más, así que solo lloró en silencio y dejó la casa, en la cual, ya no se sentía con el derecho ni de pisarla, mucho menos de esperar un taxi sentada en uno de los sillones de su sala.
De pie en la banqueta de la casa, miró ese lugar por última vez y, cuando vio un par de luces acercándose, comenzó a sentir cómo algo se atoraba en su garganta, y cómo le dolía todo el cuerpo, al punto de que ya ni siquiera podía respirar.
El taxista bajó del auto, le ayudó a subir las maletas en el maletero, y luego le abrió la puerta para que la joven se subiera al auto, porque parecía no querer hacerlo; y no lo quería.
Roberta se quería quedar en ese lugar para siempre, pero no se podía, tenía que irse y, al final, al ver otro auto llegar hasta ahí, recordó que nadie debería ver a alguien parecida a la difunta Rebecca, saliendo de ese lugar en un taxi.
Roberta se apresuró a subir al auto, y fue solo el chófer de la oscura limusina quien la vislumbró a la distancia, pero no hizo nada. No, él no fue hasta ella porque, para empezar, era una estupidez lo que había pensado.
No había manera alguna de que su señorita, de la cual había escuchado su reciente muerte, se estuviera montando en un taxi, así que solo lo descartó y fue a abrir la puerta trasera de ese automóvil para que su jefe bajara y entrara a la casa de su única hija, ahora muerta, y de sus pequeños nietos, ahora huérfanos.
En el taxi, Roberta comenzó a llorar, en silencio, luego sollozó con poca fuerza, hasta que se pudo tranquilizar. Y, a decir verdad, ganar calma no le fue tan difícil, fue sucediendo gradualmente, automáticamente.
Era extraño, y medio tonto, pero, entre más se alejaban de esa casa, ella se sentía menos destrozada y más libre, era como sí, de alguna manera, gradualmente también, ella estuviera dejando de ser Rebecca Morelli entre más lejos estaba de esa casa, y estuviera volviendo a ser más ella misma.
—¿A dónde la llevo, señorita? —preguntó el hombre que conducía, luego de verla alzar el rostro y mirar a la nada, como si ya lo hubiera perdido todo.
—A la central de autobuses, por favor —pidió la castaña de cabello lleno de destellos dorados gracias a ese tinte sin retocar en muchos meses—, quiero irme lejos de aquí.
El taxista no dijo más, a decir verdad, la vida de otras personas no le era de interés, mucho menos si era de una joven que había salido corriendo de su casa a medianoche, y mucho menos luego de ver esos autos oscuros, que parecían misteriosos, dirigirse a esa casa de donde ella salió.
Eso sonaba a muchos problemas, y él se los quería ahorrar, así que solo dejó a la joven en la central de autobuses y se propuso olvidarse de ella; de todas formas, el taxímetro y la cámara de su auto no estaban funcionando esa noche, así que no quedaría rastro alguno de que ella subió a su coche ni de a dónde la llevó él.
Roberta, con dos maletas arrastrando, y con su mochila y bolso colgando en el torso, atravesó una central de autobuses casi vacía hasta llegar a la caseta de autobuses más lujosos de ese lugar; de todas formas, dinero tenía, y si se fuera lejos, quería viajar cómoda.
Tras comprobar su destino, la joven llevó sus pasos a la sala de espera de esa agencia, donde pasaría tres horas porque el autobús llevaba un poco de retraso, y ella había llegado mucho antes; pero, gracias a todo el dinero que había pagado, podría descansar esas tres horas en una sala lujosa y bonita, y al despertar al fin se iría de esa ciudad que tanto le dolía.