“99.9999 POSITIVO” leyó Roberto Morelli en esa prueba de ADN que había hecho Andrea luego de sospechar que el parecido entre ese par de jóvenes no era una simple coincidencia, pero, a petición de Rebecca, quien sabía la verdad, ella guardó el origen de la joven para ellas.
Sin embargo, ahora que Roberto había escuchado sobre esa joven, cuyo rostro era idéntico al de su única hija, sintió también curiosidad y pidió a la médico que hiciera una prueba de paternidad con él, siendo el resultado ese positivo que no sabía cómo interpretar.
Roberto no podía quitarse de la cabeza dos preguntas: ¿Quién podría ser la madre de esa joven?, y, ¿por qué esa mujer no le había dicho nada al respecto de una hija?
Sin embargo, el hombre decidió no preocuparse por eso; de todas formas, ahora Roberta era su hija Rebecca, y le daría con gusto el apoyo y los beneficios que siempre se mereció; pero no lo haría ahora por ser la doble de su hija, sino porque legítimamente tenía derecho a todo lo suyo, igual que sus dos nietos.
Roberto Morelli decidió ir a conocer a su hija Roberta, pues, además de que necesitaba comprobar que sus nietos estarían bien, quería verla con sus propios ojos y abrazarla una vez, así que le llamó a Alessandro en un par de ocasiones, pero no recibió respuesta de su parte, preocupándose un poco, por eso decidió visitar sin informar.
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—¡Ya basta! —gritó Roberta, empujando con fuerza al hombre que la intentaba besar a la fuerza—. ¡Es suficiente, señor Bianco, por favor deje de beber y de hacer esto! ¡Me está lastimando!
Y era así, Roberta estaba siendo lastimada no solo físicamente cada que ese hombre intentaba forzarla, también estaba sufriendo daños en su corazón, pues siempre terminaba cediendo a esos besos y caricias que se sentían mucho peor cuando él la volvía a llamar a Rebecca.
» Señor Bianco, si no deja de beber me iré de aquí —amenazó la joven y Alessandro le miró como si no entendiera lo que ella decía—. Señor Bianco, soy Roberta Franco y, como usted mismo lo dijo, solo soy madre de esos niños, no su mujer.
Alessandro, al recordar lo que había pasado con su esposa, comenzó llorando por la muerte de su esposa, de su amada mujer, entonces miró con furia a la joven frente a él.
—¿Por qué no te moriste tú? —preguntó el hombre, con la lengua trabada por tanto alcohol en su sistema—. Si son iguales, ¿por qué fue ella quien murió? Tú eres la que no tiene nada. ¿Por qué no te moriste tú?
Roberta, completamente desconcertada por lo que escuchaba, solo miró al hombre que, no sabía si por la furia o por la falta de equilibrio, pero estaba tambaleándose.
» ¡Vete de aquí! —gritó el hombre, furioso—. ¡Vete y tráela de regreso!
—¡No! —gritó la pequeña Estrella, entrando a la cocina—. ¡No le digas a mi mami que se vaya!
—¡Ella no es tu mamá! —gritó el hombre, tomando la pequeña que, antes, cuando le pidió que no le dijera a la joven que se fuera, se acercó hasta él y le dio un puntapié en un tobillo al hombre.
Alessandro se molestó por la forma en que esa niña amaba a la impostora, él sentía que era una completa traición a una madre que dio todo por ella, porque, por amor a sus hijos, Rebecca incluso había entregado su vida, y ahora estaba esa niña ahí, llamando mamá a quien no le había dado el ser.
Furioso, y fuera de su mente por lo ebrio que se encontraba, el hombre jaló con fuerza a la pequeña, asustándola y lastimándola, haciéndola llorar.
» ¡Cállate! —gritó el hombre, alzando la mano con la que no sostenía a la pequeña de tres años, amenazando con golpearla.
Roberta, sin lograr entender qué era lo que estaba mal con ese hombre, se abalanzó contra él, recibiendo el golpe en lugar de la niña, pero, como el golpe no era para ella, y no tenía la misma estatura de la pequeña, fue golpeada en la sien, terminando por sentirse mareada y desequilibrada, cayendo al piso tras chocar con la mesa de la cocina.
Roberta, sentada en medio de la cocina, sin lograr comprender lo que ocurría, comenzó a sentir como si una soñolencia incontrolable se estuviera apoderando de ella, y todo fue peor cuando su vista se nubló y ese cálido líquido que le recorría el rostro le dejaba una fría sensación.
Estaba a punto de desmayarse, la joven lo sabía, porque ni siquiera podía escuchar bien lo que la niña le decía, la voz de Estrella era solo ecos lejanos, igual que el llanto del pequeño Chase, que ella había dejado en la sala, junto a Estrella, cuando comenzó a cocinar para que la niña y ella pudieran comer algo.
Fue ahí cuando Alessandro, cayéndose de borracho, llegó abrazarla por la espalda y a besarle el cuello, intentando arrastrarla con él en ese sueño donde era su amada Rebecca quien cocinaba y cuidaba a sus dos hijos.
En medio de todo el caos, el timbre sonó y la pequeña Estrella corrió a la puerta, pidiendo ayuda, fue entonces cuando su abuelo, seguido por su chófer, entraron corriendo a donde la pequeña los dirigía, porque, desde antes, ellos habían podido escuchar los gritos y llantos, así que ambos se habían preocupado por lo que ocurría y desconocían.
Roberto, al ver a una hija que no conocía, pero que de verdad tenía el mismo rostro que Rebecca, enfureció al verla ensangrentada, en el piso y con la vista perdida. El hombre sintió que la sangre le comenzaba a arder, por eso, furioso, se fue encima de un hombre que, a dos pasos de él, ya olía a todo el alcohol que había consumido.
—¡¿Qué mierda sucede contigo?! —preguntó el mayor, tomando por el cuello a ese joven—. ¡¿Qué demonios estás haciendo, Alessandro Bianco?!
—Papito le pegó a mamá —informó la pequeña y el mayor de todos le dijo un puñetazo en la cara al ebrio hombre que continuaba perdido, sin saber qué ocurría.
Alessandro estaba fuera de sí, así que no solo no sabía lo que estaba pasando, tampoco tenía idea alguna de lo que había hecho, por eso ni siquiera comprendía que ese hombre estuviera tan furioso y le estuviera pegando; es decir, esa joven ni siquiera era la verdadera Rebecca, entonces, ¿por qué rayos la estaba defendiendo?
Roberta, por su parte, con la vista opaca y aun escuchando ecos, pudo entender que esa niña ya no estaría sola, y tampoco el pequeño Chase, así que se rindió a la inconciencia que tenía rato llamándola.