El divorcio.

1940 Words
Eran apenas las ocho de la mañana, pero Sandra Vega no había cerrado los ojos en toda la noche, ni siquiera lo había intentado, porque cada vez que bajaba los párpados, el rostro de su hija aparecía con una nitidez que dolía más que cualquier pesadilla. Su cuerpo estaba exhausto, rendido, pero su mente no encontraba descanso, se mantenía atrapada en un bucle de recuerdos y lamentos. La noche anterior había llorado hasta vaciarse por dentro, hasta que las lágrimas se secaron por completo, transformándose en un suspiro seco, en un gemido mudo que solo su alma entendía. Ahora, lo único que le quedaba era el vacío más absoluto, deseando despertar de aquella pesadilla. Estaba sentada en el sillón de siempre, ese que había compartido incontables veces con su hija para ver películas de princesas y caricaturas de animales que hablaban. Tenía las manos apoyadas sobre las piernas, inmóviles, y la mirada clavada en la alfombra, sin verla realmente, como si su mente estuviera demasiado lejos para reconocer el presente. A un lado, sobre la mesita de centro, reposaba una pequeña urna blanca decorada con mariposas azules, símbolo de la inocencia que se le había escapado entre los dedos. Sobre sus piernas, inmóvil pero aún cálido por la memoria reciente, descansaba el peluche de delfín que Victoria había abrazado hasta el último segundo de su corta vida. La casa estaba completamente en silencio. No sonaba la televisión, ni la radio, ni siquiera el llanto. Era la clase de silencio que se instala cuando ya no queda nada por decir, cuando incluso la tristeza parece haberse rendido. De pronto, sin previo aviso, sin timbre ni precaución, la puerta principal se abrió. Mateo Cifuentes entró con el rostro marcado por las ojeras profundas, la camisa arrugada, el cabello desordenado y el alma plagada de excusas que ya no valían nada. Traía en una mano un ramo de pequeñas florecillas y en la otra un paquete envuelto con torpeza, como si lo hubiera comprado a toda prisa, sin pensar, junto a una pequeña torta. No tenía idea del abismo al que estaba a punto de asomarse. —Sandra, lo siento, hubo una emergencia con Miranda... No pude salir de la clínica, está muy delicada. Pero traje esto para Vicky, aún es temprano, podemos llevarla a ver el mar... —dijo con un tono casi mecánico, como quien repite una excusa que ha ensayado demasiadas veces. Avanzó unos pasos hacia ella con una actitud calculada, sin verdadera emoción, como si simplemente cumpliera un deber incómodo. En sus ojos no había culpa, sino una prisa disimulada, como si Miranda fuera, en realidad, su mayor preocupación y aquello solo una visita obligada que deseaba terminar cuanto antes. Sandra no se movió ni un centímetro, como si la gravedad que la anclaba al sillón hubiera aumentado de repente. No reaccionó con sobresaltos ni con gritos, solo alzó la mirada con una lentitud casi solemne, como si enfocar el rostro que tenía delante requiriera un esfuerzo que ya no estaba dispuesta a hacer. Aún llevaba el mismo vestido con el que había corrido desesperada al hospital la noche anterior, arrugado, manchado, testigo mudo del caos vivido. —Llegaste tarde. Como siempre —murmuró, con una voz tan baja que apenas rompía el aire, pero lo suficiente para congelarlo todo. Sus labios apenas se movieron, pero sus ojos, opacos, eran un espejo del desencanto. Mateo frunció el ceño con un gesto más de fastidio que de incomodidad, soltando una risa breve, seca y forzada, como si la pronunciara solo por compromiso, con una indiferencia calculada que dejaba claro que su mente seguía anclada en otro lugar, lejos de aquella sala. —No exageres, Sandra. Aún podemos celebrar, solo fue un día de retraso. Hoy mismo la llevo a ver el mar, y ella estará feliz, lo prometo. Le traje un pastel nuevo, ¿está dormida aún? —dijo, con una voz firme y seca, sin temblores ni titubeos, como si pronunciara una verdad irrebatible y no una disculpa. Mantenía la postura erguida, los hombros rectos y la mirada sin rastro de arrepentimiento, como quien simplemente intenta salir del paso. Sandra tomó la urna con ambas manos, con una delicadeza aterradora, como si se tratara del corazón de su hija, y se la tendió con movimientos lentos. —Aquí está tu hija —susurró, mirándolo con una fijeza que helaba. Su pecho subía y bajaba con lentitud, como si cada palabra la vaciara un poco más. Mateo retrocedió un paso, desconcertado, como si la escena frente a él no encajara con ninguna de las excusas que había construido en su cabeza. Observó el objeto en manos de Sandra como si fuera un acertijo cruel, uno cuya respuesta no quería aceptar. Durante un instante, pareció sostener la negación con fuerza, pero fue inútil, la verdad se abrió paso a través del desconcierto como una ola helada. Su cuerpo se tensó de forma abrupta, casi mecánica, la sonrisa que forzaba se desvaneció sin gloria, y el color se le esfumó del rostro como si la revelación le hubiera drenado no solo el alma, sino también cualquier resto de control sobre aquella visita que creía dominar. —Sandra... No bromees con esto... —murmuró, con un hilo de voz desesperado. Su garganta se apretó y sus ojos se cristalizaron sin control. —Dime dónde está Victoria. —Victoria murió anoche, en mis brazos, aferrada a la esperanza de que su padre iba a llegar en cualquier momento. Se fue con los ojos fijos en la puerta, esperando que se abriera y que tú cumplieras tu promesa —dijo Sandra, sin elevar la voz, aunque cada sílaba era como un golpe de martillo, seco y devastador—. Ella creía que aún vendrías, que no la ibas a fallar, pero lo hiciste. Elegiste quedarte con Miranda, como siempre, mientras tu hija se apagaba poco a poco y tú no estabas. No estuviste. —Su voz tembló apenas al final, no de debilidad, sino de la profundidad del dolor contenido. El paquete que traía Mateo cayó al suelo como si pesara toneladas, seguido del ramo de florecilla, cuyos pétalos se desparramaron como una ironía grotesca. Mateo dio un paso hacia ella, con la mano extendida, pero Sandra se levantó de inmediato, aferrando la urna contra su pecho como si fuera un escudo. —Ni te atrevas a tocarme —espetó, con una frialdad que cortaba. Su mirada era un muro infranqueable, erguido por años de decepción en silencio. —No... no, no, no, yo... ¡No sabía! Dios mío, Sandra, ¡no sabía! ¡¿Por qué no me llamaste?! —gritó, con la desesperación trepándole por la garganta. Su voz se quebró en un sollozo, sus manos temblaban y su cuerpo ya no respondía a la razón. Ella lo miró con una mezcla intensa de rabia contenida, repulsión amarga y una tristeza tan profundamente arraigada que daba la impresión de haber estado allí desde siempre. —Porque nunca te interesó tu hija. Porque cuando tu hija te necesitaba, elegiste cuidar a una mujer a la que yo le regalé un riñón para salvar su vida, y ni eso fue suficiente para que al menos fueras un padre decente —respondió, con la voz quebrada, pero firme. Sentía que cada palabra le arrancaba un pedazo del alma, pero sabía que debía decirlas, por su hija, por ella misma. Mateo cayó de rodillas, como si no pudiera soportar el peso de su cuerpo. Se cubrió el rostro con ambas manos, y un grito ahogado, casi animal, se le escapó del pecho. Ella lo observó en silencio, con la mirada tan inmóvil como su alma. No sintió compasión, aunque sabía que la antigua Sandra tal vez habría cedido ante aquel espectáculo de dolor. No sintió pena, a pesar de que el hombre arrodillado ante ella estaba hecho trizas. No sintió nada, solo la vasta y desoladora certeza de que ya era demasiado tarde para todo. Su corazón, alguna vez blando por amor y ternura, se había endurecido como piedra tras cada abandono, y ahora solo quedaba ese vacío frío e impenetrable que ni siquiera el arrepentimiento podía rozar. —Lo último que vio Victoria fue la puerta sin abrirse, preguntó por ti hasta el último segundo. Murió sin conocer el mar, murió preguntando si aún podrías llevarla de noche. Y yo le mentí, le dije que vendrías, que no la ibas a fallar. Le mentí para no romperle el corazón. Mentí por ti, como siempre. Mateo negó con la cabeza, una y otra vez, como un niño perdido que no quiere aceptar una verdad que lo desgarra. —No… no puede ser verdad… —balbuceó con voz rota—. No… Vicky… no… dime que no es cierto, por favor. Dime que aún está dormida… que aún puedo… —sus palabras se deshacían mientras hablaba, ahogadas por la desesperación. Las palabras se le deshicieron en la boca. El mundo se le desmoronaba, ladrillo a ladrillo, promesa tras promesa incumplida. Sandra no quería seguir soportando un segundo más junto a él, había perdido demasiado tiempo como para perder un segundo más de su vida, así que caminó con paso firme hasta la mesa, sacó un sobre de su bolso y lo abrió frente a él. Con movimientos lentos, extrajo unos papeles y los lanzó sobre la superficie sin mirarlo. —Firma el divorcio, ya están firmados por mí, así que el proceso será rápido —dijo Sandra casi como una orden, con una firmeza helada, como si aquella decisión no admitiera réplica, como si cada sílaba ya hubiera sido pronunciada mil veces en su mente. Mateo la miró, confundido, sorprendido por la frialdad con la que ella se lo decía, como si no esperara que ella tomara esa decisión. Fue en ese instante cuando comprendió que Sandra ya no era la misma mujer que había dejado atrás. Esa mujer que un día lo había amado tanto como para imponerle un matrimonio por obligación ahora se le presentaba como una figura distante, segura, inquebrantable. Había cruzado un punto de no retorno, uno del que él nunca fue consciente, y la revelación lo golpeó con la fuerza de una sentencia. No esperaba eso de ella, no de quien le había suplicado años atrás por un poco de atención, por una oportunidad, por un compromiso, por un amor real. Pero ahora todo era distinto. Él llegaba demasiado tarde, no solo para recuperarla, sino incluso para entender en qué momento la había perdido por completo. Mateo apenas podía sostener la pluma entre los dedos entumecidos. La tomó con manos torpes, temblando como una hoja atrapada en medio de una tormenta interna que no cesaba. Leyó unas pocas líneas, pero las letras se le desdibujaban frente a los ojos, convertidas en manchas confusas por el velo de lágrimas que amenazaba con desbordarse. Y entonces firmó. Lo hizo sin pensar, sin comprender del todo lo que hacía, sin detenerse a releer cada palabra, sin ni siquiera pensar con claridad lo que estaba haciendo. Solo deslizó la pluma por el papel porque no tenía fuerzas para hacer otra cosa. Sandra asintió con seriedad, recogió los documentos, los guardó con cuidado en un portafolio y regresó lentamente a la mesa por la pequeña urna blanca, como si en ese acto sellara un ciclo que ya no podía repetirse. Luego se dirigió hacia la escalera con la urna contra el pecho y la espalda erguida, sin mirar atrás. Sin embargo, al posar el pie sobre el primer escalón, se detuvo en seco. —Ya eres libre, Mateo. Perdiste a tu hija, y ahora me pierdes a mí.
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD