Capítulo 20

1353 Words
Les conté que Fabricio es boxeador. Desde los 14 años se metió al deporte de los puños tratando de abrirse paso en esa disciplina. Era fuerte, alto, musculoso, de espléndidos brazos y bíceps de acero. Trabajaba desde pequeño, después de quedar huérfano, y como laboraba con una mujer vendiendo golosinas cerca del gimnasio de boxeo, se interesó y en sus horas libres le daba al saco, hacía cuerdas, golpeaba la pera loca y se enfrentaba a su sombra con dedicación y empeño, imitando a otros púgiles que también entrenaban en esas horas. Un entrenador lo vio muy hacendoso y le impactó su buen porte, sus músculos pincelados y su estatura. Al principio lo dirigió solo como un pasatiempo, por el afán que haga deporte y se aleje de las malas juntas. Sin embargo, Fabricio aprendía rápido, se esmeraba mucho en las prácticas, copiaba lo mejor de otros deportistas y de repente, era un buen prospecto en el boxeo. -Ese chico tiene muchas condiciones. Es fuerte, rápido, ágil y tiene un gran desplazamiento. Su cintura es de jebe-, dijo el entrenador admirado a un empresario. Él se empinó a verlo y también quedó prendado: Fabricio se deslizaba en el ring con elegancia, prestancia y contundencia y sus puñetes eran cañonazos que tumbaba a sus rivales de los que era sparring, derramándolos por la tarima. -Rayos-, dijo el empresario boquiabierto y con los ojos desorbitados. Así debutó en el cuadrilátero, alcanzó una gran victoria, por nocaut, al primer asalto y empezó a subir peldaños en la escalera del éxito, acumulando victorias, siempre por la vía rápida, ubicándose en los primeros lugares del ránking nacional, superando a contrincantes de mayores pergaminos. Fabricio se matriculó en el colegio no escolarizado cuando ya era el número uno del escalafón de su categoría, a nivel nacional. -Está bien que quieras estudiar, completar tus estudios y tener una preparación adecuada-, le dije cuando le di la bienvenida. -El boxeo puede darme mucha fama y dinero, pero no me enseña a sumar y multiplicar, Miss-, reconoció sonriendo con la mirada. No era muy ducho en matemáticas pero se defendía bien en historia. Retenía fácil nombres, fechas y acontecimientos. Lo que me gustaba más es que hacía preciosos dibujos. Siempre les exijo a mis alumnos que dibujen. Guido le gustaba pegar láminas pero y Nicasio imprimía fotografías y yo les exigía dibujar. -Es mejor que dibujemos nosotros mismos. Eso hará que se nos quede en la cabeza lo que estamos aprendiendo-, les decía y Fabricio hacía los dibujitos muy bien, era detallista y coloreaba lindo. El mejor de la clase. Lo que no me gustaba es que fuera boxeador. -Te golpean mucho, no me gusta que te golpeen-, me sinceré esa vez que lo acompañé en su refrigerio, en el paréntesis entre las clases. -Ese deporte es así, Miss. Yo doy y me dan. Trato de evitar que me golpeen-, me contó. Así me invitó a una de sus peleas, por el título nacional de los medianos. Eso fue lo que me dijo. Fui temprano porque asistiría mucha gente. Me puse blusa y jean, también zapatillas y me hizo una cola con el pelo. La entrada que me dio Fabricio era la zona VIP, muy cerca del ring. Ya habían terminado las peleas preliminares. Un sujeto que se me sentó a mi lado, quiso hacerme conversación. -Las chicas ring están al lado de los jueces-, me sonrió mirando y admirando mis curvas. No tenía idea de lo que me decía pero obviamente era un piropo. Alcé mi naricita. -Y el sitio de los faltosos es la calle-, le respondí y no le hice más caso. Cuando subió al ring, lo aplaudí enfervorizada. Lo vi lindo con su bata, haciendo ejercicios, tirando puñetazos al aire y cimbreándose muy animoso. Todos lo aplaudían y en los parlantes del coliseo lo anunciaban como el retador por el título nacional de la categoría. El campeón era también un tipo enorme, musculoso, con la mirada amenazante y el rostro que parecía esculpido en una roca. Me dio miedo. Pensé que podría golpear muy duro a Fabricio. Él me había adelantado algunas cosas. La pelea era a quince rondas, de tres minutos cada una, por 60 segundos de descanso entre cada capítulo. Ganaría el que logre tumbar al contrincante y en caso que no ocurra eso, que ninguno se caiga, entonces los jueces definían al vencedor eligiendo al que había metido más puñetes. Fue lo que entendí. Una campanada atronó en el lugar, rugió el público y Fabricio y el campeón salieron al centro del cuadrilátero dándose golpes, esquivando otros, bailoteando en la tarima y mirándose fijamente como gallitos de pelea. Yo temblaba. No entendía mucho lo que estaba pasando, pero me daba miedo que le pasara algo a Fabricio. No quería mirar el realidad y no entendía la actuación del árbitro que se metía a cada rato entre los dos boxeadores cuando se abrazaban furiosos, tratando de zafarse. Recién supe quién era la chica ring que se refería el sujeto que me abordó cuando llegué a mi asiento: era una mujer delgada, de pelos revueltos, vestida en diminutas prendas que subió al ring y mostró un cartelote con el número dos dibujado muy grandote. Ella reía coqueta mientras los aficionados la silbaban y le endilgaban un millón de piropos. La pelea era encarnizada, violenta y veía a Fabricio bien, aunque sudoroso, pero sin ninguna herida, encimando siempre a su rival. El campeón por el contrario, estaba magullado, tenía los pómulos hinchados, trastabillaba y parecía desconcertado. Cada vez que Fabricio metía un golpe el público aullaba enfervorizado y se ponía de pie. Y él daba muchos golpes, así es que, imagínense, el coliseo era un loquerío que me contagiaba. No sé por qué me puse a brincar y saltar. No sabía qué lo que estaba pasando, si era positivo o negativo, pero, contagiada de tanto fervor, también aplaudía y gritaba, como el resto, diciendo ¡Fabricio! ¡Fabricio! ¡Fabricio! Y llegó el décimo episodio. La pelea se había hecho aún más violenta y el campeón le atinó un fuerte golpe a Fabricio que lo remeció. Tapé mi boca con mis manos y me aterré. Desorbité los ojos y pensé que lo habían lastimado. Fabricio retrocedió, se enojó más y arremetió con mayor furia, con incontrolable ira, aporreando a su rival con sucesivos golpes en su rostro. El contrincante se cubrió con sus brazos pero no pudo evitar la lluvia de golpes que le aplicaba Fabricio, atacando sobre todo a sus orejas. Eso veía. El público se puso de pie, empezó a gritar y todos repetían, ¡ya! ¡ya! ¡ya! !ya! mientras Fabricio seguía atacando y golpeando, sin descanso, como una ametralladora, castigando al campeón. Y entonces cuando el campeón bajó la guardia afligido por los golpes, Fabricio aprovechó para darle un certero golpe en el mentón que lo derrumbó igual a un castillo de naipes, desparramándose a la tarima, cayendo cuan largo era, boca abajo, parpadeando dificultosamente, soplando su angustia. Los espectadores brincaban, aullaban, saltaban, chillaban y yo también hacía lo mismo. Como les digo, él me subrayó que si uno de los boxeadores caía, el otro ganaba y entonces, pensé, Fabricio había ganado. El campeón, sin embargo, se levantó, el juez le limpió los guantes y volvieron a pelar. Quedé boquiabierta y perpleja, sin reacción. La pelea terminó y mucha gente subió al ring. Todo se hizo un laberinto y la mayoría abrazaba a Fabricio. Me empujaban, tiraban las sillas. El campeón abrazó a Fabricio y le alzó la mano desatando una cerrada ovación. El locutor oficial de la pelea habló desde el medio del ring. -Por decisión unánime de los jueces, tenemos un nuevo campeón nacional, ¡¡¡¡Faaaaaaabricio Riscooooooooo!!!!- Y entonces todo se hizo un loquerío. Pasearon en hombros a Fabricio, le dieron un cinturón grandote y todo se hizo una gran fiesta. Me asustó la vocinglería. Quería subir al ring a felicitar a Fabricio, pero todo era un laberinto, la gente estaba enfervorizada, todos gritaban y decidí irme. Salí con otra gente que se iba tranquilamente comentando la pelea.
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