SAANVI El departamento estaba lleno de luz de tarde, ese amarillo tibio que se cuela por la ventana y convierte la mesa del comedor en un campo de batalla de ideas. Georgia estaba de pie, con las manos en la cintura y ese brillo en los ojos que siempre anuncia discusión. Yo, sentada frente al portátil, con un documento en blanco abierto y el cursor parpadeando como si se burlara de nuestra indecisión. —Tiene que ser un lugar que la gente vea y piense: “confío en ellas” —dijo Georgia, moviendo una servilleta donde había garabateado un letrero improvisado con su letra inclinada. —Sí, pero también tiene que imponer respeto —repliqué, girando el portátil para mostrarle el borrador que había empezado—. No quiero que nos tomen por unas improvisadas. Si vamos a abrir un despacho, incluso peque

