LIAM El golpe de la puerta al cerrarse detrás de mí todavía me retumbaba en el pecho cuando llegué al coche. Abrí la puerta de un tirón, me metí al asiento y la cerré con tanta fuerza que el cristal tembló. El silencio ahí dentro me partió. Era como quedar encerrado conmigo mismo, con mis demonios, con esa puta voz que no callaba: “Eres Anil. Eres igual que él. Ella cree que quieres comprarla. Cree que la subestimas”. Golpeé el volante con el puño cerrado, una, dos veces, hasta que el dolor me subió por la muñeca. No grité. No podía. Si gritaba, si dejaba que saliera, sabía adónde iba a ir a parar esa furia, y no iba a permitir que ni siquiera en mi mente ella apareciera como objetivo. Nunca. Arranqué el coche y salí disparado a la calle con más rabia de la que mi cuerpo podía contener.

