Capítulo 17

1992 Words
Lía “Líneas invisibles.” El bar olía a desinfectante y a noche. Las luces estaban medio apagadas, solo la tira del mostrador seguía encendida, lanzando destellos dorados sobre los vasos recién fregados. A esa hora ya no quedaba nadie. Solo yo, haciendo el cierre, y Óscar, sentado en una de las mesas junto a la ventana, con su chaqueta sobre los hombros. —Podrías haberme dejado sola —le dije, cerrando la caja. —Podría —respondió, sin moverse—. Pero no lo hice. Le sonreí con cansancio. —Gracias. —No me lo agradezcas, Lía. Solo quería asegurarme de que llegabas bien a casa. El sonido de las llaves tintineando fue lo único que llenó el silencio por un momento. Me apoyé en la barra, observando cómo la calle se reflejaba en los cristales. —No tienes que preocuparte —dije—. No soy una niña, ni una víctima. —No lo eres —respondió, levantándose—. Pero últimamente tienes esa mirada que tenías antes. —¿Qué mirada? —La de cuando creías que podías salvar a Manuel. Me giré despacio. —No lo salvé, Óscar. Me salvé de él. Él asintió, sin sorpresa. —Lo sé. Pero ese tipo nuevo... el tal Nico... no me gusta. —A mí tampoco. —Entonces mantente lejos. Solté una risa seca. —Eso intento. Pero parece que él no entiende lo que significa “lejos”. Óscar apoyó las manos en la barra. —Lía, los hombres como él no amenazan. Avisa. La frase me atravesó. No era miedo lo que sentí, era rabia. —¿Y qué hago? ¿Vuelvo a desaparecer? ¿Otra vez pagar por los pecados de otros? —No te estoy pidiendo que te escondas —dijo, bajando la voz—. Solo que recuerdes que no todos los héroes llegan a tiempo. Guardé el cierre en la caja fuerte, cerré la tapa y me apoyé contra el mostrador. —Yo aprendí a salvarme sola, Óscar. No necesito que nadie me saque de ningún incendio. —Lo sé —dijo, dándome una palmada en el hombro—. Pero prométeme que si ves humo, no te quedarás mirando cómo arde. Nos miramos en silencio unos segundos. Ese tipo de silencio que solo existe entre dos personas que ya sobrevivieron juntas a una ruina. —Te acompaño hasta casa —añadió. Negué con la cabeza. —No hace falta. De verdad. Anda, vete. Alba va a matarte si llegas tarde otra vez. Sonrió, resignado, y se puso la chaqueta. —Solo… no confundas el coraje con la inconsciencia, ¿vale? Asentí. Lo vi salir y cerrar la puerta con cuidado. El clic de la cerradura fue más fuerte de lo normal, o quizá era yo la que oía distinto. Apagué las luces, recogí el bolso y me quedé un segundo mirando el reflejo del ventanal. Por un instante, juraría que alguien cruzó la calle. Solo una sombra, nada más. Pero el instinto, ese que nunca me había fallado, me dijo otra cosa: el pasado había vuelto a sentarse a mi mesa. Gael “Heridas a la mesa.” No tenía pensado volver a verla esa noche. Pero algo en su voz cuando me habló por última vez me había dejado inquieto, como un hilo sin cortar. Fui con la excusa más ridícula posible: una botella de vino. Sabía que mentía. Y ella también. Cuando abrió la puerta, llevaba el cabello suelto, la mirada cansada y ese gesto que mezclaba desconfianza con curiosidad. —¿Vienes a darme más consejos, Gael? —No. Vengo a invitarte a cenar. —¿Cenar? —arqueó una ceja—. A esta hora. —Las horas no importan cuando alguien lleva dos días viviendo a base de café. Suspiró, entre molesta y divertida. —Pasa antes de que te vea algún vecino y empiece el cotilleo. La cocina olía a pan caliente y a jabón. Ella había dejado medio plato en la mesa, como si hubiera perdido el apetito a mitad de la cena. Serví el vino y me senté frente a ella. —No deberías venir tan seguido —dijo. —¿Por qué? —Porque no quiero que pienses que necesito a nadie. —No pienso eso. —¿Ah, no? —Pienso que necesitas descansar. Y que no sabes cómo hacerlo. Me observó con esa calma suya que desarma más que cualquier grito. —Tú hablas como si lo supieras todo. —No todo —dije—. Solo reconozco el cansancio cuando lo veo. Tomó un sorbo de vino, sin apartar la mirada. —¿Y qué más reconoces cuando me miras así? Sonreí apenas. —Una mujer que no confía en nadie y que finge que eso no le duele. —Tal vez es lo mejor —contestó—. Confiar cuesta caro. —No todos venimos a cobrar. Ella dejó la copa en la mesa y me estudió, midiendo cada palabra. —Te pareces demasiado a los hombres que dicen eso antes de intentar salvarme. —Yo no intento ocupar el lugar de nadie, Lía —le corté con firmeza—. Si me quedo, es porque quiero tener el mío. El silencio que siguió tenía sabor a electricidad. Ella bajó la mirada, pero no por debilidad, sino porque sabía que había tocado algo que no debía. —No sabes si protegerme o protegerte de mí —susurró. Y ahí se acabó el autocontrol. Me levanté, crucé el espacio que nos separaba y la besé. No fue un beso pedido, pero tampoco uno rechazado. Fue uno de esos que comienzan como un desafío y terminan como una rendición compartida. Su cuerpo respondió antes que sus palabras. Mis manos buscaron su rostro, y ella, en vez de apartarse, me sostuvo de la camisa. El mundo se redujo a respiraciones, al vino derramado en la mesa, al sonido de dos corazones que no sabían si pelear o rendirse. Cuando me separé apenas, ella tenía los ojos brillantes. —Eso no prueba nada —dijo, con voz baja. —¿Segura? —Solo que sabes besar mejor de lo que hablas. Sonreí. —Y tú provocas mejor de lo que admites. Nos quedamos así, tan cerca que el aire parecía sostenernos. No fue una reconciliación ni una promesa. Solo una tregua: dos fieras midiendo el terreno antes del siguiente golpe. Ella volvió a la mesa, tomó la copa y bebió despacio. —La próxima vez que vengas —dijo—, trae algo que no tenga sabor a culpa. —Prometo traer fuego. —Eso ya lo trajiste. Me reí por lo bajo. Y por primera vez en mucho tiempo, sentí que no estaba solo en la guerra. Nico “Rastros de presa.” El silencio de la ciudad tiene un pulso distinto cuando sabes a quién estás siguiendo. Ya no se escuchan los coches, ni las risas en los bares. Solo el rumor del viento, los pasos que se repiten, el olor que empieza a quedarte en la piel. Lía. La camarera que no bajó la mirada. La que me desafió sin saber a quién tenía delante. No hacía falta tocarla para que me recordara. Bastaba con aparecer donde menos lo esperaba, dejarle un eco, una sombra. Las presas siempre reaccionan al olor del cazador. Encendí un cigarro y marqué el primer número. —Torres —dije—, necesito que averigües algo. Un tipo que anda rondando a una mujer mía. —¿Nombre? —Gael. No tiene más. —Eso no es mucho. —Para ti, debería bastar. La siguiente llamada fue más corta. —Dile a Lucho que mañana pase por el bar del puente. Que la mire. Que no diga nada. Solo eso. —¿Para qué? —Para que recuerde que no está sola. Las presas siempre corren más rápido cuando saben que alguien las sigue. Apagué el cigarro en el alféizar y me serví un whisky. Sobre el escritorio, el informe que había pedido de ella. Lía Montenegro. Sin antecedentes. Sin vínculos directos con el negocio. Pero con una historia que olía a tragedia: un nombre tachado, un ex desaparecido, demasiadas mudanzas. Sonreí. No hay nada más fácil de cazar que alguien que ya huyó una vez. La tercera llamada era inevitable. Mi tío siempre olía cuando yo actuaba por cuenta propia. —Nicolás —su voz llegó áspera, desde el otro lado de la línea—. ¿Qué demonios estás haciendo en el barrio? —Reconociendo terreno. —No te quiero cerca de esa gente. —No te preocupes. Solo estoy cazando. —¿A quién? —A una mujer. —Entonces deja de hacerlo antes de perder algo más que tiempo. Su advertencia me arrancó una sonrisa. Anselmo hablaba como si el peligro fuera un animal que solo él sabía manejar. Pero se olvidaba de una cosa: yo nací en su jauría. Colgué y me quedé mirando por la ventana. Desde allí se veía la calle donde vivía Lía. A veces, la sombra de su persiana se movía. O tal vez era mi imaginación. Gael creía que podía protegerla. Ella creía que podía ignorarme. Y mi tío creía que podía detenerme. Qué divertido es cuando todos se equivocan. Bebí un trago, y mientras el alcohol me quemaba la garganta, sonreí. Porque el primer paso de toda cacería no es perseguir. Es hacer que la presa te recuerde… incluso cuando no te ve. Lía “El mensaje.” El reloj del salón marcaba las tres. El bar estaba cerrado desde hacía horas, pero el eco de la jornada seguía dentro de mí, igual que el beso de Gael, aún tibio, aún confuso. Él no se había ido. Decía que era “por precaución”, aunque ambos sabíamos que la excusa era una forma de quedarse sin tener que admitirlo. Yo me había acurrucado en un extremo del sofá, con una manta en los hombros. Él, en el otro, todavía vestido, los brazos cruzados y la mirada fija en la oscuridad. Entre los dos, una distancia demasiado corta para llamarla prudente. —¿No piensas dormir? —pregunté. —No me gusta dormir cuando algo no encaja. —¿Y qué no encaja ahora? —Todo —contestó, y su voz sonó más humana que nunca. El móvil vibró sobre la mesa. Ambos lo miramos al mismo tiempo. [Foto adjunta] La puerta del bar, tomada desde la acera. Y debajo, una frase: “Dormir tranquila es un lujo, preciosa.” El aire cambió. Gael tomó el teléfono antes de que yo pudiera hacerlo. Leyó el mensaje, lo miró otra vez, y después me miró a mí. —¿Desde cuándo pasa esto? —Desde ahora. Se levantó despacio, con ese gesto contenido que me ponía nerviosa. —No pienso dejarte sola esta noche. —Gael… —intenté hablar, pero él me interrumpió, con la voz baja, casi un susurro. —No me malinterpretes —dijo—. No es por miedo. Es porque me importas demasiado como para dejarte sola en este momento. Las palabras me atravesaron como un disparo suave, inesperado. Me quedé mirándolo, sin saber qué contestar. Ni siquiera intentó acercarse. Solo se quedó allí, de pie, a un metro de distancia, mirándome con una sinceridad que dolía más que cualquier amenaza. El silencio se estiró, pesado, íntimo, hasta que decidí romperlo. —Puedes quedarte. Pero no te atrevas a protegerme como si fuera de cristal. Él asintió. —Prometo no hacerlo. Pero tampoco voy a fingir que no me importas. Nos quedamos así, en el sofá, sin más palabras. Yo con el corazón apretado, él con la mirada fija en la puerta, como si pudiera detener al mundo con solo vigilarlo. Y por primera vez en mucho tiempo, el miedo y la calma convivieron en el mismo lugar. No sabía si el cazador estaba fuera o si ya lo había dejado entrar.
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