Capítulo 2.3: Azul y blanco

1691 Words
—¿De qué hablas? —El perro se llamaba Mechas. Marcus rio, aunque trató de contenerse. —Adelante, ríe —dijo Ángela con amargura—. El nombre en sí es gracioso. Lo puso un niño de siete años. Solo que el cachorro no está perdido. Está muerto. Un silencio pesante cayó entre ellos, roto solo por el trinar de las aves. Ángela dudaba en revelar más información. Tragó saliva y cerró los ojos. —Murió atropellado —confesó, y las palabras parecían cortarle la garganta—. El propio padre del niño... lo atropelló al día siguiente de que lo encontraron y se lo devolvieron. Me aferro a la idea de que fue un accidente, Marcus. Porque si no lo fue... ¿qué clase de abismo habita en una persona capaz de aplastar así la felicidad de su propio hijo? Una fría congoja se apoderó de Marcus. La lástima por el animal indefenso se enredó con la vileza del acto, pero era la sombra en los ojos de Ángela lo que realmente lo helaba. Era un dolor ajeno que ella llevaba como propio, una cicatriz que no le pertenecía pero que sangraba con la misma intensidad. —Pero ¿por qué... por qué dices que yo debería reconocer a ese niño? —logró preguntar, su mano extendiéndose hacia el volante. Falló. Con los ojos aún sellados, como si una parte más profunda de ella velara por su integridad, Ángela retiró la hoja. Al abrir los párpados, su mirada se posó de nuevo en la imagen, transfigurándola, leyendo en sus bordes desgastados una historia completamente diferente. —Ese perro lleva una década muerto, Marcus —declaró, y cada palabra era un clavo en un ataúd imaginario—. Y el "niño" que lo sostiene en brazos... es Fernanda. El mundo de Marcus se detuvo. El trinar de los pájaros se apagó, el viento se contuvo. —¡¿QUÉ?! —estalló, su voz quebrándose en un grito de puro y absoluto estupor. La revelación fue un golpe físico, un vértigo que amenazó con derribarlo—. Pero... es imposible... no se parece... —¿Qué pasa, bruto? ¿Te sorprende? —La voz de Ángela era ahora una daga envuelta en seda, afilada y sardónica—. ¿La verdad duele más cuando te mira a los ojos y no la reconoces? —¡Claro que me sorprende! —exclamó, recuperando el aliento—. Lo que no comprendo es la maldad. ¿Qué resquemor podrido impulsa a alguien a desenterrar este dolor para herir a Fernanda? Ángela lo miró con una chispa de genuino asombro, como si hubiera subestimado su perspicacia. —Me sorprendes —murmuró—. Esa mujer no te dio esto por casualidad. Sabía que te encontrarías con ella. Esto es un mensaje envenenado, calculado para revolver una herida que nunca cerró bien. Fernanda no solo lloró a ese cachorro hasta quedar seca por dentro, sino que aborrece cualquier recordatorio de cómo era antes... de su antigua piel. —Su tono se volvió urgente, apremiante—. Dime otra vez, Marcus, no como el chico nervioso, sino como su protector: ¿qué exactamente te dijo? ¿Había en sus palabras, en sus gestos, algún eco, alguna señal que delatara su intención? La mente de Marcus se convirtió en un callejón oscuro. Nada útil surgía de la penumbra. —Mucho rímel —masculló, frustrado—. Tanta máscara que parecía una máscara funeraria. Y vestía como si el frío fuera una invención de los mortales. Me habló de una recompensa... y dijo que el número estaba en la hoja. Ángela escudriñó el papel. Allí estaba, una sarta de veinte dígitos, una burla, una cifra fantasma. —Es falso —declaró Marcus, intentando por encima de su hombro vislumbrar de nuevo la imagen, la cara de un pasado que ahora le gritaba su ceguera. —¿Y un nombre? ¿Te dio un nombre? —No... no lo pregunté. Pero su mochila... —cerró los ojos, forzando la memoria—. Tenía un parche, una luna menguante que abrazaba a una estrella solitaria. —Maldita sea, bruto. Es como buscar un fantasma en la niebla —escupió Ángela, evadiéndolo con un movimiento brusco—. Vamos. Y que esto quede entre nosotros. Si esa sombra vuelve a cruzarse en tu camino, seré la primera en saberlo. Marcus la siguió, pero su mente no estaba en el camino de piedra. Navegaba en un mar de culpa. ¿Cómo no lo había visto? La verdad ahora era tan deslumbrante que le dolía en los ojos. Y la playera... una réplica exacta de la que él, con un torpe y sincero amor, le había regalado, cometiendo el error monumental de una talla que la envolvía como un saco. Un regalo que, sin embargo, ella había atesorado. El recuerdo lo embargó con la fuerza de una marea: la carcajada cristalina de Fernanda al desaparecer dentro de la tela, la delgadez de su cuerpo que él pudo circundar con sus brazos hasta juntar los codos, y luego, el abrazo. Largo, cálido, impregnado de una fragancia que le habitaba la memoria: la dulzura del jazmín bailando con la suavidad del durazno, un aroma íntimo que solo concedía a quien se atrevía a traspasar la barrera de su pálida timidez. Tan perdido estaba en aquel oasis de nostalgia, que su hombro impactó con rudeza contra el poste de madera de los letreros, sacudiéndolo de vuelta a la realidad. Al llegar a la recepción, la escena que encontraron tenía la cualidad de un cuadro surrealista. Doris, la recepcionista, susurraba con una joven pelirroja cuyo atuendo era un desafío al clima: un traje de baño n***o de dos piezas que esculpía su silueta bajo una camisa blanca que ondeaba como una bandera de rendición al sol. Los lentes oscuros y el sombrero de ala ancha completaban una imagen de misterio importado. —Señorita De la Rose —exclamó Doris, erguida de inmediato con una deferencia que rayaba en lo teatral—. Es un honor. ¿En qué puedo servirle? Ángela no dijo una palabra. Un destello de fastidio cruzó su rostro antes de girar sobre sus talones y abandonar el lugar, dejando a su paso un silencio cargado de perplejidad. —Ehm... sí —tartamudeó Marcus, sintiéndose como un actor que ha olvidado su guión—. Verá, necesitábamos saber si... si tenía una cama adicional. La cabaña es un poco justa para todos. Los ojos de Doris se desviaron hacia la pelirroja. Un resoplido casi inaudible. Una ceja se arqueó en un lenguaje secreto, y un leve movimiento de cabeza señaló la puerta. La pelirroja, Debbie, volvió entonces su atención hacia Marcus, y una curiosidad lúdica brilló tras sus gafas. —Una cama completa no tenemos —respondió Doris, reconduciendo la conversación con profesionalidad—, pero podemos ofrecerle un colchón para tales imprevistos. Un momento, por favor. Su salida por la puerta trasera fue un acto cargado de significado. El silencio que dejó era tangible. —Hola —saludó Debbie, y su acento británico tiñó la palabra de una musicalidad exótica. —Hola —consiguió responder Marcus, con una sonrisa tensa. —Así que aventura lacustre, ¿eh? —comentó ella, con una sonrisa juguetona. —Algo así. Para celebrar... bueno, sobrevivir a los exámenes —rió, un sonido nervioso que se le escapó—. Yo lo logré por los pelos. —¿Y se quedarán mucho tiempo en nuestro paraíso? —Dos días. Este... fin de semana —levantó dos dedos, sintiendo cómo la mirada de Debbie y su escultural semidesnudo aceleraban su pulso—. ¿Tú... no eres de por aquí, verdad? Ella soltó una risa clara y contagiosa. —Cielos, no. Soy de Londres. —¿Londres? —la sorpresa lo llevó a vocalizar de más—. ¿El del Big Ben y todo eso? —Ella asintió, divertida—. ¿Y qué te trae a este rincón del mundo? —El lago —respondió, y su tono adquirió un deje de reverencia—. Es un lugar único. Un imán para lo extraordinario. La reentrada de Doris fue como un telón que se cierra. —El colchón será llevado a su cabaña cerca de las cuatro —anunció. Luego, su mirada se encontró con la de Debbie en un intercambio rápido y mudo. La ceja de Doris se alzó, interrogante. La pelirroja negó con un movimiento casi imperceptible. Marcus lo vio todo. Era una danza de complicidades, y él era el espectador no invitado. —Disculpen —interrumpió, mirándolas alternativamente—. ¿Pasa algo que deba saber? —Nada que requiera su preocupación —se apresuró a decir Doris, erigiendo un muro de formalidad—. Puede regresar a su cabaña. —¡Pero, Doris! —protestó Debbie, con un deje de frustración. —¡Debbie, basta! —cortó Doris, y su voz tenía ahora el filo del acero—. Cuidar este lago es mi sustento, no un pasatiempo. Y no pienso arriesgarlo por tus... curiosidades. —Se sentó, y su siguiente frase fue un frío cierre administrativo—: Una disculpa por la interrupción. El colchón llegará en la tarde. Marcus salió, pero no antes de que sus oídos captaran el inicio de una discusión apasionada y ahogada, un torrente de palabras entrecortadas que se perdían tras la puerta. Encontró a Ángela refugiada en la cabina de la camioneta, un bastión de metal contra el mundo. Al verlo, descendió con elegancia felina. —¿Y? —fue su única pregunta, un monosílabo cargado de desdén. —El colchón llegará a las cuatro. —Oh, maravilloso —murmuró ella, con una voz distante, ya habitando otro plano de preocupaciones. Marcus vio, con el rabillo del ojo, cómo el volante del perro muerto desaparecía en su bolsillo, acompañado por el destello fugaz de un pequeño objeto metálico que no pudo identificar. Emprendieron el regreso a la cabaña, caminando sobre un sendero de silencios elocuentes, cada uno custodiando sus propios misterios, mientras el bosque, testigo impasible, susurraba secretos que ninguno de los dos podía aún comprender.
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