Capítulo 4: Rojo.

2005 Words
Las regaderas para hombres, era un vasto recinto de azulejos azulados, húmedo y resonante. Cincuenta duchas se distribuían en cubículos de concreto con puertas de plástico blanco semitransparente. Ofrecían una privacidad ilusoria, ya que por encima de los muros de dos metros se filtraban sonidos y miradas. En su camino, Marcus notó que Fernanda clavaba la vista en el suelo, evitando a toda costa las puertas abiertas que dejaban ver cuerpos masculinos. Se refugió en el cubículo más alejado de la entrada y cerró la puerta de un golpe, dejando a Marcus fuera. —¡Lo estás entendiendo todo mal! —gritó él, intentando abrir. A través del plástico opaco, vio la silueta de Fernanda apoyando todo su cuerpo contra la puerta. La imagen de un hombre forcejeando para entrar era tan grotesca que lo hizo retroceder. Derrotado, entró en la ducha contigua. Si ella se empeñaba en bañarse allí, él haría lo mismo y la vigilaría. El escándalo parecía amainar cuando un grito agudo de Fernanda lo hizo salir de su ducha de un salto. Sin pensarlo, asestó una patada a la puerta, que cedió al instante. La imagen que encontró lo llenó de furia helada. Un joven, de no más de dieciocho años, asomaba la cabeza por encima del muro que dividía las duchas. Junto a un amigo, habían entrado a la de al lado con la sole intención de espiarla. —¡¿Se te perdió algo, amigo?! —rugió Marcus. —¿A mí? —el joven se rio, con una mirada lasciva que recorría a Fernanda—. Nada, solo estamos disfrutando del espectáculo. Esta niñita es la que viene a provocar. —Le lanzó un beso al aire. Fernanda estaba acorralada en la esquina, temblando. Ya se había quitado los pantalones y la sudadera, y solo llevaba una blusa de manga larga color vino y sus bragas negras. Sus ojos, inundados de lágrimas, se clavaron en Marcus. Sus labios formaron una muda y desesperada petición de ayuda. Marcus entró en el cubículo, invadido por una rabia protectora que lo quemaba por dentro. Lanzó un puñetazo disuasorio hacia el mirón, que, aterrado, resbaló y huyó con su amigo. Marcus cerró la puerta. Ahora estaban ellos dos, encerrados en aquel espacio vaporoso y íntimo. Se colocó de espaldas a ella, una barrera humana frente a la puerta, escaneando la parte superior de los muros en busca de más intrusos. —¿Qué esperas? ¿A que te bañe yo? —dijo, con una brusquedad que ocultaba su propio temblor interno—. Muévete, Fernanda. No hubo queja. Solo el sonido de la ropa cayendo sobre el suelo mojado, seguido del crepitar del agua al abrir la regadera. Las gotas salpicaban su espalda, y cada una sentía como una descarga eléctrica. La furia inicial se transformaba en una tensión distinta, más densa y peligrosa. —Voy a ponerme el traje de baño —anunció ella, con una voz que era poco más que un susurro. —No me cuentes tu vida. Solo hazlo —logró articular él, forzando su voz a la aspereza. Su corazón latía con un ritmo frenético y salvaje. El deseo de volverse, de robar aunque fuera una mirada furtiva, era un dolor físico en el pecho. El murmullo de voces y las sombras que se agolpaban frente a la puerta lo devolvieron a la realidad. Golpeó el plástico con el puño. —¡¿Qué quieren, degenerados?! —su voz, grave y cargada de amenaza, surtió efecto y la multitud se dispersó. En ese momento, sintió un tirón en su camiseta. Al volverse por instinto, encontró a Fernanda agarrándose de él para mantener el equilibrio mientras forcejeaba con el traje de baño mojado. Y entonces la vio. El arco de su espalda desnuda, pálida y lisa como porcelana a la luz húmeda del cubículo. La visión fue un impacto sordo en el estómago, una embriaguez instantánea que le nubló la razón y le secó la boca. Por más que quiso, no pudo apartar la mirada de aquella curva perfecta, la cosa más erótica e inalcanzable que sus quince años hubieran podido soñar. Con desesperación, intentó controlar su respiración, que se había vuelto entrecortada y ruidosa. Antes de que pudiera recomponerse, Fernanda soltó su mano y se enderezó. En el brevísimo instante en que se subía la prenda, Marcus vio, con una claridad que le detuvo el corazón, la suave curva de su pecho desnudo, la piel tensa y pálida de sus pequeños senos. Se quedó paralizado, el aire atrapado en los pulmones, idiotizado por una imagen que sabía lo marcaría para siempre. Por fortuna, ella estaba demasiado ocupada ajustando la prenda. Cuando por fin pasó las manos por los tirantes y alzó la mirada, encontró a Marcus de nuevo de espaldas, vigilando la puerta con una rigidez artificial. Ella tocó su hombro. Esta vez, él no se volvió. No se fiaba de su propia fuerza de voluntad. —Terminé —dijo ella. —Muy bien —respondió él con una voz ronca, sin mirarla. La tomó de la mano y salió del cubículo, guiándola directamente fuera de los baños. Una vez solo, Marcus volvió a su ducha y abrió el grifo al máximo, dejando que el agua fría lo empapara junto con su ropa. Apoyó la frente contra la pared fría y golpeó el azulejo con el puño una, dos, tres veces. —Olvídalo, olvídalo, olvídalo —masculló entre dientes, como un mantra desesperado. Cuando logró calmarse, se cambió mecánicamente. Decidió enterrar lo sucedido en lo más profundo de su mente y se dirigió a la mesa. Al llegar, varios compañeros fueron a cambiarse, dejando a Marcus, Fernanda, Sam y Maya al cuidado de las cosas. Marcus se sentó, clavando la vista en el lago, evitando cualquier contacto, incluso visual, con Fernanda. La vergüenza le quemaba las mejillas. Sin embargo, fue ella quien se acercó, interponiéndose entre su mirada y el agua. Él, sin ánimos de alzar la vista, se limitó a contemplar su playera. Y entonces, la vergüenza se desvaneció. Era la playera. La enorme, blanca y colossal playera que él le había regalado. En el pecho, lucía el mismo estampado de los dos peces multicolores y el chiste: “¿Qué le dice un pez a otro? -NADA-”. La prenda le quedaba enorme, cayendo como un vestido hasta casi sus rodillas, las mangas le cubrían los antebrazos y el cuello parecía a punto de tragarse su frágil figura. Y Marcus, una vez más, se sintió fascinado. No por la visión furtiva de su cuerpo, sino por la forma en que su amor platónico reivindicaba, con esa simple prenda, un momento de pureza en medio del caos. —Voy a nadar —anunció Fernanda, dirigiendo las palabras a Marcus como si fuera un hechizo frágil. Su mano derecha se aferró a la tela de la colosal playera, no para sujetarla, sino buscando un ancla ante el temor de dirigirse a él. El joven respondió con una leve inclinación de cabeza, un gesto seco que sellaba cualquier otra palabra. Fernanda se alejó entonces con un trote ligero hacia el lago, y Marcus no pudo evitar seguirla con la mirada, la blanca figura desdibujándose contra el azul del agua. —Qué asco —escupió Maya, rompiendo el hechizo. Su mirada, cargada de desprecio, había captado los detalles que la holgada playera no podía ocultar por completo: el contorno de un traje de baño de una sola pieza, un diseño inequívocamente femenino. —¿Por qué odias tanto a Fernanda? —preguntó Sam, con una ingenuidad que sonó a desafío. El rostro de Maya se nubló de confusión. —¿Qué? No es odio... es que... —buscaba palabras que no encontraba—. Es repugnante. Si tienes un fetiche, es tu problema, pero ¿por qué tenemos que verlo todos? Si le gusta vestirse de mujer, que lo haga en su casa. —La justificación sonó hueca, incluso para ella. Marcus observaba el conflicto interno de Maya con una mezcla de frustración y lástima. Él la conocía. Sabía que no era así, que hubo un tiempo, no tan lejano, en el que ella misma había defendido a Fernanda de otras burlas. —¿De verdad crees que es un fetiche? —preguntó Marcus, sin apartar los ojos del punto en el lago donde Fernanda se adentraba en el agua. —¿Tú no? —Debe ser complicado —murmuró él, más para sí mismo que para ellas—. Para todos, ella era una chica. Ahora, de la nada, se convirtió en un crimen caminar. —Su voz era serena, un contraste deliberado con la acalorada de Maya. —¿Estás tomando su lado? —lo acusó ella, con los ojos entrecerrados. —No tomo lados, Maya. Solo intento entender —explicó, girándose por fin para mirarla—. ¿Qué se supone que es ahora, si actúa y le gusta lo mismo de siempre? ¿En qué se convierte una persona cuando lo único que cambia es la percepción que los demás tienen de ella? —En un fenómeno —respondió Sam, con una lucidez que cortó el aire. Su voz sonó extrañamente quebrada. Antes de que alguien pudiera replicar, se levantó. —Con permiso, voy al baño. —Y se marchó, pero no antes de que Marcus captara el brillo sospechoso de sus ojos, enrojecidos y acuosos. No era su imaginación. Con la partida de Sam, la discusión perdió su combustible, extinguiéndose en un silencio incómodo. Quedaron solos. Marcus volvió su atención al desorden de la mesa: mochilas abiertas, ropa esparcida y provisiones en un caos total. Maya, en un intento por distraerse, comenzó a doblar una playera con furia contenida para guardarla en su mochila. Luego, tomó un pañuelo y luchó por domar su espesa cabellera rizada, alborotada por la humedad del lago. En el quinto intento fallido, con un gruñido de frustración, Marcus se acercó. —Déjame —ofreció, con una suavidad que sorprendió a ambos. Maya enrojeció ligeramente, pero asintió. Él se levantó, tomó el pañuelo y sus dedos, torpes pero cuidadosos, comenzaron a tejer la tela alrededor de su cabeza. —No creo que lo necesites —murmuró él, mientras trabajaba—. Ya te ves bien sin él. —Es cuestión de estilo —replicó ella, recuperando algo de su arrogancia—. Así lo concibió Fang para este conjunto. —Hizo una pausa, buscando impresionarlo—. Verás, este bikini n***o es perfecto para los jacuzzis, pero si vas a pasar mucho tiempo al aire libre, el pareo celeste es esencial —dijo, levantando ligeramente la tela—. Y para completar el look, el pañuelo y la falda cruzada son obligatorios. Marcus terminó el nudo, habiendo procesado solo una de cada tres palabras. Ella dio tres pasos elegantes, se giró y posó. —¿Y? ¿Cómo me veo? —Muy linda —respondió él. Las palabras eran correctas, pero su tono era plano, un eco distante. Su mente no estaba en la curvas voluptuosas de Maya, en sus caderas prominentes o en su escote; estaba en la espalda pálida y delgada de Fernanda, en la imagen que se había quemado en su retina. La sonrisa de Maya se congeló y luego se desvaneció, herida por la frialdad de su cumplido. —Bueno —dijo Marcus, dando una palmada seca para limpiarse simbólicamente las manos—. Tengo que ir por leña. —Pero tenemos carbón —objetó ella, percibiendo la huida. —Lo sé. Pero no es suficiente para la noche y mañana. Hay que racionarlo y complementarlo con leña. Además, no es cara; vi un puesto cuando vine. —Ya se estaba alejando—. Quédate aquí, por favor. Ya vuelvo. Maya cedió con un suspiro, envolviéndose en el sarong como si fuera un escudo. Cruzó los brazos, sintiendo una punzada de vergüenza y decepción, mientras observaba cómo la espalda de Marcus se perdía entre las enramadas, mucho más rápido de lo que la leña requeriría.
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