El motor del coche ronroneó a las nueve en punto, iniciando el corto viaje de veinte minutos que los separaba del lago. En el interior, un bullicio de voces anticipaba las actividades del día: nadar y pasear por los senderos del bosque. Martín, con una sonrisa pícara, ya alardeaba entre los asientos delanteros sobre los montones de recuerdos baratos que compraría para sus "chicas", imaginando sus sonrisas.
Marcus, sin embargo, permanecía mudo en su asiento trasero, ajeno a la conversación. Su mundo se había reducido al perfil de Fernanda, sentada delante de él. Estudiaba con devoción el ligero rubor que el frío matutino había pintado en su mejilla izquierda y la punta de su nariz, detalles que para él la hacían terriblemente humana y adorable. Su mirada, furtiva, se deslizó hasta la nuca de la chica, donde descubrió un secreto: una pequeña marca de nacimiento en forma de estrella de cuatro puntas, un lunar perfecto que parecía una constelación personal. Un repentino estornudo de Fernanda, seguido de un movimiento para sonarse, hizo que su cortina de cabello ocultara de nuevo el hallazgo. Marcus, sintiendo el calor de la vergüenza subirle por el cuello, desvió la mirada hacia el paisaje que fugazmente pasaba por la ventana, sumergiéndose en el torbellino de sus pensamientos.
Su plan, meticulosamente ensayado en su mente, era simple y a la vez audaz: una vez en el lago, la tomaría de la mano con una determinación que no sentía y la guiaría a un rincón apartado del bosque, lejos de miradas y oídos indiscretos. Allí, con el corazón golpeándole las costillas, se confesaría. Le expresaría su más profundo arrepentimiento, esperaría con el alma en vilo su perdón, le pediría que fuera su novia y, si los dioses le sonreían, sellaría su reconciliación con un beso. Tal vez, si la magia del momento lo permitía, ese beso se alargaría...
Una sonrisa tonta se dibujaba en sus labios cada vez que repasaba esta secuencia, algo que había hecho al menos siete veces desde que partieron. Pero de pronto, como un nubarrón n***o, un pensamiento emponzoñó su optimismo: ese idílico noviazgo, tan anhelado, tenía una fecha de caducidad: tres meses. Luego, él se marcharía a Oaxaca, dejándola atrás. La idea de convertirla en un recuerdo lejano lo sumió en un pozo de pesimismo. ¿Era aquel el momento? ¿No sería mejor abortar la misión y ahorrarse un posible segundo y más doloroso rechazo? Su mente se convirtió en un campo de batalla donde la esperanza y el miedo se destrozaban la una al otro.
Un golpe seco en el hombro, propinado por Martín, lo sacó brutalmente de su trance. Su amigo llevaba un rato intentando llamar su atención para anunciar que estaban llegando. El coche enfila hacia la entrada sur del lago, franqueada por un imponente arco de piedra musgosa. Un letrero de aluminio blanco, con letras azules que parecían chips de turquesa, proclamaba: "Bienvenidos a Peces Colibrí – Hogar del pez colibrí y los pozos acuáticos termales. Entrada sur".
La bienvenida operativa fue una caseta de cobro con una pluma levadiza. Un hombre con aspecto de haber pasado demasiadas mañanas en ese mismo puesto les cobró una tarifa que Ángela pagó con presteza, dejando caer las monedas en su mano con un tintineo de impaciencia. La pluma se alzó y accedieron a un estacionamiento inmenso, al aire libre, marcado con líneas amarillas tan vibrantes que casi dolía mirarlas. Pinos, pirules y eucaliptos custodiaban el perímetro, proyectando largas sombras frescas que se mecían con la brisa. Aunque el lugar no estaba abarrotado, se podían contar una veintena de vehículos esparcidos. Ángela, con la destreza de quien está acostumbrada a conseguir lo mejor, aparcó con un giro limpio cerca del edificio de administración, una estructura de madera baja que hacía de recepción.
—Bueno, muchachos y señoritas —anunció Marcus, forzando un tono cordial que no sentía, una vez todos abajo de la camioneta—, pasaré a hacer el cobro correspondiente para pagar la cabaña.
Recorrió el grupo, recibiendo billetes y monedas hasta reunir los trescientos pesos por persona. Con el fajo en la mano, respiró hondo y empujó la puerta de la recepción.
El contraste con el exterior fue brutal. El lugar era una cápsula de penumbra, pequeña y oprimida por el silencio. Un hedor a polvo y madera vieja impregnaba el aire. La única luz provenía de un foco incandescente de 60 watts que colgaba del techo como una uña amarillenta, ya que las persianas de la gran ventana estaban selladas, negando la entrada al sol. Junto a la puerta, una estantería desbordaba folletos de colores desvaídos. Al fondo, tras un escritorio de madera oscura, una joven de unos veinte años, de tez caucásica y una larga melena rubia ondulada recogida en una coleta impecable, estaba absorta en la lectura de un libro. Ni el chirrido de la puerta la hizo pestañear. Llevaba unos grandes anteojos de armazón fino y dorado que le daban un aire de severidad estudiosa. Una sedosa bufanda verde esmeralda, de un tacto que Marcus casi podía sentir desde la distancia, contrastaba con su suéter azul celeste. Al igual que Fernanda, las mejillas y la nariz de la recepcionista estaban sonrojadas por el frío, pero en ella el efecto era distinto, más bien glacial.
Marcus buscó en las paredes y encontró, escrita a mano con plumón n***o en una cartulina, la lista de precios. Su objetivo era una cabaña "mediana" de $3,000.00 por dos días. Al ver que la joven persistía en su ignorancia, aclaró la garganta.
—Buenos días —saludó.
—¿Hizo reservación? —preguntó ella, sin alzar la vista del libro. Su voz era plana, carente de toda entonación.
—¿Reservación? —repitió Marcus, sintiendo un vacío en el estómago—. ¿No se piden al momento?
—Se requiere reserva —afirmó, por fin alzando la mirada. Sus ojos, tras los lentes, eran de un gris desapasionado—. Aunque tengo una cabaña libre... es pequeña. ¿Le interesa?
Marcus, sin querer dar pie a más negociaciones, murmuró un "gracias" y salió casi a tropezones, sintiendo el peso del fracaso inicial.
—¡¿Cómo?! —estalló Ángela en cuanto se acercó, su voz un agudo de indignación—. ¿No hicieron la reservación hace dos semanas, cuando se lo dije?
—El lago casi siempre está vacío, Ángela —arguyó Gabriel con una calma que sonaba falsa.
—¡Qué mentira más grande! —replicó ella, con las manos en las caderas—. Peces Colibrí siempre está hasta los topes de turistas, sobre todo en fines de semana.
—No importa —intervino Fernanda, con su voz suave, tomando la mano de Ángela en un intento de calmar la tormenta—. Seguro puedes solucionarlo, ¿verdad? Tú siempre sabes qué hacer.
—¡Claro que sí! —espetó Ángela, arrancando su mano del agarre de Fernanda con un gesto brusco—. ¡El poder de la influencia! ¿No es así? Como soy una De la Rose, deberían obedecerme y cumplir mi voluntad sin chistar. ¿O me equivoco?
—Pues lo eres —soltó Maya con un engreimiento que cortaba el aire, la actitud de la chica había cambiado era arrogante y cínica, incluso, durante el trayecto, la chica se mantuvo en silencio con un ceño fruncido.
Ángela le lanzó una mirada que podría haber partido una roca, mientras Fernanda, herida por el rechazo y el tono de su amiga, comenzaba a sollozar en silencio, unas lágrimas asomándose a sus ojos. Viéndola, Ángela contuvo su furia, respiró profundo, tomó la mano de Fernanda con más suavidad esta vez y la guió unos pasos aparte del grupo, susurrándole al oído palabras que nadie más podía oír.
—Y... ¿qué hacemos ahora? —preguntó Cecil, rompiendo el incómodo silencio.
—Tenemos dos opciones —retomó Marcus, intentando sonar pragmático—: nos quedamos con la cabaña de dos habitaciones o cancelamos y volvemos otro día.
—Pus, las cinco habitaciones eran para compartir en pareja —intervino Martín, como si hubiera tenido una epifanía—. ¿Qué tiene de malo si las chicas duermen en una habitación y nosotros en la otra?
Todos volvieron la mirada hacia el muchacho flacucho. Era, inesperadamente, una solución lógica. Todos excepto Cecil, cuyo ceño fruncido dejaba clara su negativa.
—Genial —soltó Gloria con un sarcasmo que podría haber herido el acero—. Siete chicas apretujadas en un cuarto y tres hombres holgazaneando en el otro. Qué distribución tan justa.
—Es verdad —protestó Alicia, cruzando los brazos—, no podemos estar siete en un solo cuarto. Sería una locura.
—Seis mujeres —corrigió Maya, y todos notaron cómo su carácter afable se había esfumado, reemplazado por una frialdad cortante—. Fernanda puede dormir con los chicos.
La propuesta cayó como una bomba. Un silencio incrédulo se apoderó del grupo. Marcus vio cómo Fernanda, aún aparte con Ángela, se estremecía levemente, como si hubiera sentido el filo de la frase a distancia.
—Esperen, esperen —los detuvo Marcus, alzando las manos—. ¿Entonces sí se está contemplando la idea de comprar la cabaña? Solo pregunto para saber si corro a apartarla.
—¡No compres nada! —exclamó Cecil, encontrando por fin su voz—. Yo opino seriamente que lo mejor es venir otro día, pero con reservación. ¿Para qué arruinar todos los planes que teníamos?
—¿Otro día? —intervino Ángela, reincorporándose a la conversación con Fernanda ya más calmada, aunque con los ojos aún brillantes—. Eso es mucho más complicado para los que trabajamos. No todos tenemos horarios flexibles.
—Tiene razón —compartió Gabriel—. Yo tengo que atender la tienda los fines de semana. Si lo cambian a otro día, yo no puedo.
—Aun así, Ángela —insistió Marcus, bajando la voz—, ¿estás de acuerdo con... con todo esto? —Su mirada fugaz hacia Fernanda dejó claro a qué "esto" se refería.
—Sí, bueno —respondió ella, evasiva, mirando hacia otro lado—, a mí también se me complica enormemente conseguir otro día libre. De hecho, pensé que no podría venir hoy por la pila de contratos que tenía que leer.
—¡MIREN! —gritó Sam de pronto, su brazo extendido señalando como una flecha hacia una camioneta familiar que acababa de estacionar a unos metros de ellos—. ¡Si esa familia llega primero, no habrá cabaña para nadie!
Fue la chispa que necesitaba el caos. Todos, excepto Cecil, quien se mantuvo con los brazos cruzados, y Fernanda, que parecía querer desaparecer, se agolparon alrededor de Marcus, empujándolo y suplicándole que corriera a rentar la cabaña antes de que fuera demasiado tarde. El muchacho, contagiado por la urgencia, echó a correr de vuelta hacia la recepción.
Al entrar, la escena había cambiado. La recepcionista ya no estaba sentada. Se encontraba de pie, junto a la ventana, habiendo abierto un pequeño boquete entre las persianas cerradas. Desde allí, miraba fijamente hacia donde estaba su grupo. Marcus pudo ver su perfil afilado y la línea de su falda verde, de la misma tela sedosa que la bufanda, que ceñía sus caderas. Era más alta de lo que había imaginado, casi de su misma estatura. Al notar su entrada, se apartó de la ventana y lo miró. Entonces, alzó lenta y deliberadamente una ceja. Fue un gesto minúsculo, pero cargado de una superioridad tan absoluta que Marcus se sintió instantáneamente reducido a la categoría de intruso molesto. Dio media vuelta con una elegancia fría y regresó a su trono detrás del escritorio.
—Dime —le dijo, y una sonrisa repentina y desconcertante apareció en sus labios, tan fuera de lugar como un sol en un día de tormenta—, ¿vas a querer la cabaña?