Después de un rato, Marcus terminó de limpiar la ceniza, sus manos ya negras de hollín como si estuviera preparándose simbólicamente para lo que vendría. Había hecho varios viajes al bote de basura, un ritual mecánico que calmaba por momentos la irritación que crecía en su pecho. Colocó el carbón sobre un lecho de cartón y papel y, con los cerillos prestados por Sam, encendió la parrilla. Pero el fuego se negaba a prender. Eran solo llamas débiles y efímeras que se apagaban con una burla silenciosa, alimentando una frustración sorda y familiar en su interior.
De la nada, como un fantasma, Fernanda apareció detrás de él. Con movimientos silenciosos y eficientes, improvisó un abanico con un pedazo de cartón y, sin mediar palabra, batió el aire con una ráfaga precisa y poderosa. El carbón, como hechizado, estalló en un rojo vibrante. Ella dejó el abanico a su lado, un mensaje mudo, y regresó con Cecil.
Marcus agarró el cartón y empezó a abanicar con furia, sus movimientos torpes y exagerados. Cuando Fernanda no miraba, abanicaba con toda su fuerza, los músculos de su brazo en tensión, deseando—exigiendo—que el fuego obedeciera con la misma docilidad que lo había hecho para ella. Pero era inútil. Su fuerza, aunque mayor, era bruta y dispersa. La de Fernanda había sido concentrada, eficaz. La comparación lo envenenó por dentro.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Ángela, con tono tranquilo, llegando con ropa fresca.
Fernanda, al ver a su amiga, se levantó y fue hacia ella. Intercambiaron unas palabras y entonces Fernanda empezó a caminar hacia Marcus con pasos pequeños, inciertos y dudosos. Él no pudo evitar notar cómo su rostro se teñía de un rojo escarlata, sus hombros estaban rígidos y sus dos manos se aferraban a la playera como a un salvavidas.
—Tú… —pronunció Fernanda, con una voz tan débil que el crepitar del carbón casi la ahogó. Suspiró tres veces, buscando coraje. Sus ojos, clavados en los de él, se llenaron de un líquido brillante. —… ¿sabes a dónde… —Hizo otra pausa, cerró los ojos con fuerza y tomó otra bocanada de aire—… está Gabriel?
—No lo sé —respondió Marcus, y notó cómo la esperanza se desvanecía en su mirada—. Bueno, sé a quién busca, pero dudo que él sepa dónde encontrarla.
—¡PERO TÚ SÍ! —gritó Fernanda, y por un instante, el color volvió a su rostro, no de vergüenza, sino de una determinación desesperada. Luego, como si se arrepintiera, su expresión se quebró en tristeza y dio un paso atrás.
—Bueno, me imagino dónde puede ser —cedió Marcus, colocando un comal sobre la parrilla con un golpe seco—. Aun así, si quieres, te puedo llevar.
La chica se mantuvo inmóvil, mirando a Ángela, quien negó con la cabeza con un gesto de advertencia. Luego su mirada cayó sobre Cecil, aún temblando. Algo se endureció en el interior de Fernanda. Recuperó el paso que había retrocedido y asintió.
Marcus la guió entre la multitud que crecía como una marea. Su plan era egoísta: usar la búsqueda para su propio beneficio. Al llegar a la zona de comida, un tumulto impenetrable los detuvo.
"Sería un problema si nos perdemos", pensó, y sin meditarlo, su mano se cerró con fuerza automática alrededor de la de Fernanda. La arrastró entre la gente, esquivando y empujando con brusquedad, hasta que llegaron a una parte desconocida de la zona de recuerdos. Estaban desorientados.
—No sé dónde estamos —comunicó, y fue entonces cuando notó la presión en su mano. Fernanda no solo se dejaba llevar; se aferraba a él, sus dedos fríos y temblorosos entrelazados con los suyos con una confianza que él no merecía.
La vergüenza lo golpeó como un puñetazo. La soltó de un tirón, como si su piel quemara.
Fernanda entristeció de inmediato, tragando saliva con dificultad.
—¡PERDÓN! —gritó, y el sonido fue un gemido desgarrado, la humillación convirtiéndose en algo tangible.
—Por favor, no llores —le espetó con brusquedad, su propia confusión alimentando la ira—. Solo... vámonos. Dime dónde está el baño de los hombres.
Ella lo guió en silencio, con una mano en la boca para contener el llanto y la otra aferrada a su playera. Marcus lo notó, pero la rabia era un muro entre él y cualquier empatía. Al llegar a la encrucijada, Marcus recuperó el rumbo y corrió, rebasándola.
—¡Bien, es más adelante! —gritó, e intentó agarrarla del hombro para guiarla.
Ella se esquivó como si su tacto fuera fuego.
—¿Qué te pasa? —preguntó, y al mirarla de verdad, vio los ríos silenciosos que corrían por sus mejillas—. ¿Y ahora qué te hice?
—Nada —murmuró ella, su voz quebrada.
—¡¿QUÉ?! —rugió, su paciencia hecha añicos.
—¡Nada! —exclamó ella, un último y débil aliento de defensa.
Fue la gota que colmó el vaso. Un sonido gutural, un berrido de frustración pura, escapó de los labios de Marcus.
—¡AAAAhh! ¡Eso siempre me saca de quicio! —vociferó, y en su mente resonó el eco de su propio padre diciendo las mismas palabras—. Ok, mira, lo entiendo, sé que nos hemos distanciado, ¡pero tiene que haber un momento en el que me hables como a una persona normal! ¡Nada de taparte o temblar o…!
Fernanda le dio la espalda en medio de su regaño y comenzó a caminar hacia el baño de mujeres.
—¡OYE! ¡TE ESTOY HABLANDO! —Su grito fue el de un extraño para sus propios oídos—. ¡VEN ACÁ!
Ella no se detuvo. La rabia, esa bestia familiar que había heredado de su sangre, se desató por completo. Dio un pisotón contra la tierra y lanzó una lata vacía que rodó con un sonido metálico y patético. La siguió, y justo cuando ella iba a cruzar la entrada del baño, su mano se cerró alrededor de su brazo con una fuerza que no pretendía ser gentil.
La jaló hacia atrás, lejos de la seguridad del lugar. Fernanda forcejeó, sus golpes contra su ancha espalda eran como el aleteo de un pájaro atrapado, insignificantes e inútiles. Él ni los sintió. La arrastró de vuelta a la encrucijada, y allí, con el corazón latiéndole en los oídos y una expresión que era puro miedo disfrazado de furia, la soltó.
—¿Sabes qué? —escupió las palabras, envenenado por la comparación que lo había corroído desde la parrilla—. Hay una verdadera mujer yendo al baño de hombres. Es más alta, con mejor cuerpo que el tuyo. Es por eso que Gabriel la busca. ¡Es por eso que cualquier hombre la buscaría a ella en vez de a ti!
Y entonces, en un acto que sintió a la vez ajeno e inevitable, como si las manos de su padre guiaran las suyas, empujó a Fernanda con toda su fuerza.
El golpe fue seco y brutal. Ella cayó al suelo con un grito ahogado, el impacto resonando en el aire quieto. Marcus la miró, tendida en la tierra, y una parte de él, la que aún era un niño asustado, gritó en horror. Pero la otra parte, la que llevaba el apellido y el legado de su padre, sofocó ese grito.
"No le importó. Se lo merecía", se repitió, convirtiendo el miedo en justificación. "Ahora sí tiene un buen motivo para llorar".
Dio media vuelta y se alejó con paso rápido, ahogando el sonido de su propia respiración entrecortada y el eco del llanto que acababa de crear, caminando directo hacia las sombras que siempre lo habían estado esperando.